Durante su reinado, la unidad se había roto ya una vez, cuando Valentine, apartado del poder por medios traicioneros, despojado de sus recuerdos e incluso de su cuerpo, se vio abocado al exilio. ¿Iba a repetirse el mismo hecho? ¿Un segundo destronamiento, otro desastre? ¿O se trataba de algo más terrible, más inminente, algo mucho más grave que el destino de un solo hombre?
Notó el sabor desconocido del miedo. Con banquete o sin él, Valentine pensó que debía haber exigido de inmediato una interpretación de sus sueños. Conocimientos oscuros pugnaban por penetrar en su conciencia, no había duda. Algo iba mal en el interior de la Corona… lo que equivalía a decir que algo iba mal en el mundo…
—¿Mi señor? —Era Autifon Deliamber. El menudo mago vroon dijo—: Es el momento, mi señor, de que propongáis el brindis final.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Ahora, mi señor.
—Ah. Cierto —repuso vagamente Valentine—. El último brindis, sí.
Se puso en pie y dejó que su mirada transitara por la enorme sala, en dirección a las profundidades más sombrías. Y una súbita sensación de extrañeza se apoderó de él, al comprender que estaba totalmente falto de preparación. Apenas sabía qué iba a decir, o a quién debía dirigir sus palabras o… En realidad, ¿qué hacía él en aquel lugar? ¿En el Laberinto? ¿Se trataba realmente del Laberinto, el lugar detestable repleto de sombras y moho? ¿Por qué se hallaba allí? ¿Qué esperaban de él aquellas personas? Quizá todo era otro sueño y él jamás había salido del Monte del Castillo. No lo sabía. No comprendía nada.
Algo ocurrirá, pensó. Sólo es preciso aguardar. Pero aguardó y nada ocurrió, aparte de aumentar su sensación de extrañeza. Notó latidos en la frente, un zumbido en sus oídos. Después experimentó la fuerte impresión de hallarse en el Laberinto, como si ocupara un lugar en el centro exacto del mundo, en el núcleo del gigantesco orbe. Pero una fuerza irresistible estaba alejándole de aquel lugar. De improviso su alma le abandonó velozmente igual que si fuera una enorme capa de luz; y su alma ascendió por los numerosos estratos del Laberinto hasta salir a la superficie y continuó volando hasta abarcar la inmensidad de Majipur, incluso las distantes costas de Zimroel y el continente ennegrecido por el sol, Suvrael, y las ignotas extensiones del Gran Océano en la otra cara del planeta. Envolvió el mundo como un velo reluciente. En ese instante de aturdimiento Valentine pensó que él y el planeta eran un todo, que él encarnaba a los veinte mil millones de habitantes de Majipur; humanos, yorts, metamorfos y demás se movían en su interior cual corpúsculos sanguíneos. Él estaba en todas partes al mismo tiempo: era todo el pesar del mundo, y toda la alegría, y todos los anhelos, y todas las necesidades. Él era todo. Era un universo hirviente de contradicciones y conflictos. Captaba el calor del desierto y la lluvia cálida de los trópicos y el frío de las altas cumbres. Reía, lloraba, moría, hacía el amor, comía, bebía, bailaba, luchaba, cabalgaba frenéticamente por montañas desconocidas, trabajaba duramente en los campos y abría una senda en la densa jungla repleta de lianas enmarañadas. En los océanos de su alma inmensos dragones marinos brincaban sobre el agua, emitían rugidos monstruosos y se zambullían de nuevo, en busca de profundidades inconcebibles. Caras sin ojos flotaban ante él, ceñudas, maliciosas. Manos reducidas a huesos se agitaban en el aire. Diversos coros entonaban himnos discordes. Totalmente de improviso, de improviso, de improviso, una terrible simultaneidad lunática.
Valentine se hallaba de pie, silencioso, aturdido, perdido mientras el salón remolineaba alocadamente.
—Proponed el brindis, excelencia. —Al parecer Deliamber estaba pronunciando esa frase una y otra vez—. Primero por el Pontífice, luego por sus asistentes y después…
Contrólate, pensó Valentine. Eres la Corona de Majipur.
Con un esfuerzo desesperado se liberó de su grotesca alucinación.
—El brindis por el Pontífice, excelencia…
—Sí, sí, lo sé.
Las imágenes fantasmales continuaban acosándole. Dedos espectrales y descarnados tocaban su cuerpo. Pugnó por librarse de ellos. Contrólate , contrólate .
Se sentía totalmente perdido.
—¡El brindis, excelencia!
¿El brindis? ¿El brindis? ¿Qué era eso? Una ceremonia. Una obligación para él. Eres Corona de Majipur . Sí. Debía hablar. Debía pronunciar unas palabras ante aquellas personas.
—Amigos… —empezó a decir. Y entonces se produjo la zambullida vertiginosa en el caos.
—La Corona quiere verte —dijo Shanamir.
Hissune alzó la mirada, sorprendido. Durante la última hora y media había aguardado nerviosamente en una antecámara deprimente dotada de numerosas columnas y un techo grotesco y bulboso, preguntándose qué estaría ocurriendo al otro lado de las puertas de la habitación de lord Valentine y si tendría que esperar allí por tiempo indefinido. Eran más de las doce de la noche y dentro de diez horas la Corona y su séquito debían salir del Laberinto para desarrollar la siguiente etapa del gran desfile, a no ser que los extraños sucesos de la noche hubieran alterado los planes. Hissune aún tenía que ascender al anillo más externo, recoger sus pertenencias y despedirse de su madre y de sus hermanas, y regresar con el tiempo suficiente para unirse a la comitiva de viajeros… y además tenía que buscar tiempo para dormir. Todo era confuso.
Tras el desmayo de la Corona, después de que lord Valentine fuera llevado a sus aposentos, tras la limpieza del salón del banquete, Hissune y otros miembros del grupo de la Corona se habían reunido en aquella habitación vulgar. Había llegado la noticia, al cabo de un rato, de que lord Valentine estaba recobrándose satisfactoriamente y que todos debían aguardar nuevas instrucciones. Más tarde, uno por uno, la Corona fue llamándolos: primero Tunigorn, luego Ermanar, Asenhart, Shanamir y los demás, hasta que Hissune quedó a solas con miembros de la guardia real y algunos funcionarios de menor importancia. No le pareció correcto preguntar a algún subalterno cómo debía comportarse él. Pero tampoco se atrevía a salir y en consecuencia se limitó a esperar, y siguió esperando y esperando…
Cerró los ojos en cuanto notó picor y dolor en ellos, pero no durmió. Una imagen revoloteaba constantemente en su cerebro: la Corona a punto de caer, él y Lisamon Hultin levantándose de un brinco de las sillas, en el mismo instante, a fin de sostener a lord Valentine. Hissune no podía expulsar de sus pensamientos el horror de aquella culminación brusca y asombrosa del banquete: la Corona perpleja, patética, esforzándose en encontrar palabras sin poder descubrir las correctas, tambaleándose, temblando, cayendo…
Naturalmente un monarca podía emborracharse y mostrar una conducta tan necia como cualquier otra persona. Durante sus años de trabajo en la Casa de los Archivos, una de las muchas cosas que Hissune aprendió, gracias a sus investigaciones ilegales de las cápsulas de recuerdos guardadas en el Registro de Almas, fue que no había rasgos de superhombre en las personas que lucían la corona del estallido estelar. Por lo tanto era perfectamente posible que esa noche lord Valentine, al parecer muy disgustado por encontrarse en el Laberinto, no hubiera contenido el flujo de vino a fin de aliviar su nerviosismo hasta acabar sumido en la confusión del beodo cuando llegó su turno para intervenir.
Pero sin saber por qué Hissune dudaba que hubiera sido el vino el causante del aturdimiento de la Corona, aunque el mismo lord Valentine hubiera ofrecido dicha explicación. El joven había observado atentamente a la Corona durante las alocuciones y en aquellos momentos no le había parecido beodo, tan sólo sociable, jovial, tranquilo. Y más tarde, cuando el menudo mago vroon tocó a lord Valentine con los tentáculos y le devolvió el conocimiento, la Corona se había mostrado algo trémula, como cualquier persona desmayada, pero en cualquier caso bastante despejado. Nadie podía desembriagarse con tanta rapidez. No, pensó Hissune, es más probable que la causa sea otra y no la borrachera, algún encantamiento, algún envío intenso que se había adueñado del espíritu de lord Valentine en aquel preciso instante. Y ello era espantoso.
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