Quizás una de aquellas estrellas era la de procedencia de sus antepasados. Ellos desconocían cuál podía ser. Nadie lo sabía. Siete mil años habían transcurrido desde la llegada a Majipur de los primeros emigrantes liis, y durante ese tiempo se habían perdido muchos datos. Durante sus viajes por el gigantesco planeta, en busca de cualquier lugar en el que hubiera tareas sencillas que realizar, los liis olvidaron el planeta que fue su punto de partida. Pero algún día volverían a saberlo.
El varón de más edad encendió la hoguera. El más joven sacó las brochetas y preparó en ellas la carne. Las dos hembras tomaron en silencio las brochetas y las sostuvieron sobre las llamas hasta oír el ruido de la grasa al gotear. Después, quedamente, repartieron los trozos de carne y los liis acabaron, silenciosos, la que era su única comida del día.
Todavía en silencio, fueron saliendo de la tienda el varón de más edad, después las mujeres, luego los otros dos varones: cinco criaturas delgadas, de espalda amplia, cabezas grandes y achatadas y ojos de brillo intenso, tres pares de ojos en sus rostros inexpresivos. Caminaron hasta el borde del mar y tomaron posición en la estrecha punta de un promontorio, fuera del alcance de la marea, tal como habían hecho todas las mañanas desde hacía semanas.
Allí aguardaron, en silencio, todos con la esperanza de que ese día fuera el de la llegada de los dragones.
La costa sureste de Zimroel, la inmensa provincia denominada Gihorna, es una de las regiones más oscuras de Majipur: una tierra sin ciudades, un lugar olvidado de suelo arenoso y grisáceo y brisas húmedas y violentas, sometido en períodos imprevisibles a tempestades de arena colosales, terriblemente destructivas. No existe un solo puerto natural en centenares de kilómetros de esa costa desafortunada, tan sólo un interminable borde de colinas peladas que acaban en una playa enlodada en la que rompen las olas del Mar Interior produciendo un sonido apagado, triste. En los primeros años de la colonización de Majipur, los exploradores que se aventuraron en esa región olvidada del continente occidental informaron que allí nada valía el esfuerzo de una segunda exploración, y eso, en un planeta tan lleno de prodigios y maravillas, era el peor rechazo imaginable.
De este modo Gihorna quedó abandonada cuando se inició el desarrollo del nuevo continente. Se crearon numerosas colonizaciones: primero Piliplok, en el centro de la costa oriental y junto a la desembocadura del río Zimr, luego Pidruid en el lejano noroeste, Ni-moya en el gran recodo del Zimr, tierra adentro, Til-omon, Narabal, Velathys, la reluciente ciudad gayrog de Dulorn y muchas más. Los puestos avanzados se convirtieron en pueblos, éstos en ciudades y éstas en grandes urbes cuyos zarcillos de expansión reptaban hacía las asombrosas inmensidades de Zimroel. Pero siguió sin existir motivo para adentrarse en Gihorna y nadie lo hizo. Ni siquiera los cambiaspectos, cuando lord Stiamot logró por fin someterlos y arrinconarlos en una reserva selvática separada por el río Steiche de las zonas occidentales de Gihorna, habían osado cruzar el río en dirección a los territorios deprimentes que se extendían al otro lado.
Mucho tiempo después, miles de años más tarde, cuando gran parte de Zimroel empezó a tener el aspecto sumiso de Alhanroel, algunos colonos se adentraron finalmente en Gihorna. Casi todos eran de raza lii, gente sencilla y sin ambiciones que jamás se habían enredado en exceso en el tejido de la vida de Majipur. Por voluntad propia, al parecer, se mantenían aparte de todo, y ganaban algunos pesos acá y allá como vendedores de salchichas a la brasa, pescadores, trabajadores itinerantes… Para este pueblo sin rumbo ni meta, cuya vida era considerada apática e insulsa por las otras razas de Majipur, fue fácil adentrarse en la apática e insulsa Gihorna. Allí construyeron pequeñas aldeas, tendieron redes a poca distancia de la costa para capturar los enormes cangrejos negros de caparazón lustroso y octogonal que recorrían las playas en grupos de varios centenares de animales y para celebrar algún festín salían a cazar dhumkars, criaturas lentas de carne muy tierna que vivían casi enterradas en las dunas.
Durante casi todo el año los liis tenían Gihorna para ellos solos. Pero no en verano, ya que el verano era la estación del dragón.
A principios del estío las tiendas de campaña de los buscadores de rarezas empezaban a brotar como calimbotes amarillos tras una lluvia cálida, por toda la costa de Zimroel desde un punto situado al sur de Piliplok hasta el borde de la impenetrable Marisma del Zimr. Se trataba de la temporada en la que las manadas de dragones marinos efectuaban su recorrido anual por el lado oriental del continente, dirigiéndose hacia las aguas que separaban Piliplok de la Isla del Sueño a fin de que las hembras pudieran parir. La costa del sur de Piliplok era el único paraje de Majipur donde era posible ver bien a los dragones sin hacerse a la mar, puesto que allí las hembras grávidas solían acercarse a la ribera y se alimentaban con las pequeñas criaturas que moraban en las densas marañas de algas doradas tan abundantes en aquellas aguas. De este modo, todos los años en la época de paso de los dragones, los curiosos llegaban a miles procedentes del mundo entero y montaban sus tiendas. Algunas de estas moradas pasajeras eran magníficas estructuras, prácticamente palacios de postes finos y altos y tejidos brillantes, ocupadas por miembros de la nobleza que hacían viajes de turismo. Otras eran las tiendas recias y eficaces de prósperos comerciantes y sus familias. Y otras eran los sencillos cobertizos de gente normal que había ahorrado durante años para hacer esa excursión.
Los aristócratas acudían a Gihorna en la estación de los dragones debido a que les parecía entretenido observar a las enormes bestias mientras se deslizaban por el agua y porque era un placer poco usual pasar las vacaciones en un lugar tan horriblemente deslucido. Los comerciantes ricos hacían lo propio porque la realización de un viaje tan costoso por fuerza debía mejorar su posición en la comunidad y por cuanto sus hijos podían adquirir conocimientos útiles sobre la historia natural de Majipur, conocimientos que quizá les fueran de provecho en la escuela. La gente normal iba allí por su creencia en que observar el paso de los dragones les daría una vida entera de suerte, si bien nadie estaba completamente seguro del motivo.
Y estaban los liis, para los que la época de los dragones no era motivo de diversión ni de prestigio ni de confiar en la amabilidad de la fortuna, sino que se trataba de una cuestión de profundo significado: un medio de redención, un medio de salvación.
Nadie podía predecir con exactitud cuándo iban a presentarse los dragones en la costa de Gihorna. Aunque siempre acudían en verano, algunas veces lo hacían antes y otras después. Y ese año estaba retrasándose. Los cinco liis, una vez situados en el pequeño promontorio todas las mañanas, habían pasado días y más días sin ver nada aparte del mar plomizo, la espuma y las masas oscuras de algas. Pero no era gente impaciente. Tarde o temprano, los dragones llegarían.
El día en que por fin los animales se dejaron ver era cálido y bochornoso y soplaba viento del oeste muy húmedo. Durante toda la mañana pelotones, falanges y regimientos de cangrejos marcharon sin descanso playa arriba y playa abajo, como si se adiestraran para expulsar a invasores desconocidos. Ese detalle siempre era una señal.
Hacia el mediodía hubo otra señal: sobre el inquieto oleaje pareció alzarse un pastel enorme, un sapo de las olas, todo él panza, boca y dientes de filo mellado. Se adentró algunos metros en la playa, tambaleante, y quedó acurrucado en la arena, jadeante, tembloroso, sin dejar de abrir y cerrar sus ojazos de color lechoso. Un segundo sapo salió del agua momentos después, no muy lejos del primero, y miró con malicia al anterior. Después hubo un pequeño desfile de langostas de grandes patas, una decenas de llamativas criaturas azules y purpúreas con abultadas ancas de color anaranjado; salieron del agua con gran determinación y rápidamente se enterraron en el barro. Acto seguido llegaron moluscos de ojos rojos que brincaban sobre sus delgadísimas patas amarillas, anguilas cuchillo angulosas y blanquecinas e incluso algunos peces que se agitaron indefensos en la playa mientras los cangrejos iban engulléndolos.
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