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Robert Silverberg: Valentine Pontífice

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Robert Silverberg Valentine Pontífice

Valentine Pontífice: краткое содержание, описание и аннотация

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Lord Valentine, antes de asumir el cargo de Pontífice, debe afrontar las tareas de gobierno en una época de rebelión y enfrentarse al duro y pragmático Hissune, a fin de regir un planeta bruscamente turbulento. El conflicto de los dos hombres y su resolución constituye la esencia de este mosaico poblado de personajes, como los esquivos metamorfos de forma humanoide, que ponen a prueba al futuro Pontífice. “Valentine Pontífice” es el remate incitante y conmovedor de una fantasía brillantemente ejecutada.

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—Valentine, tu tercera Corona.

—¡Te saludo, Valentine, Pontífice de Majipur!

—Ese título no es mío todavía. Levántate y anda.

Y yo digo:

—No me corresponde esa obligación, porque estoy muerto.

Pero ellos contestan:

—No te oímos, rey que fue, emperador que es.

Y después vuelve a sonar la voz de Valentine, «Levántate y anda».

Y su mano está en la mía en este reino donde nada se mueve, y me levanta, y floto, ligero cual aire que flota en el aire, y sigo moviéndome sin movimiento, respiro sin inhalar aire. Juntos cruzamos un puente que se curva igual que el arco iris sobre un abismo tan hondo como ancho es el mundo y su rielante armazón metálico emite un sonido a cada paso que doy, un sonido como cuando cantan mujeres jóvenes. El otro lado está inundado de color: ámbar, turquesa, coral, lila, esmeralda, castaño rojizo, índigo, carmesí… La bóveda del cielo es verde jade y las afiladas hebras de sol que taladran el aire son de color bronce. Todo flota, todo se ondula: no hay firmeza, no hay estabilidad. Las voces dicen, «¡Esto es la vida, Tyeveras! ¡Éste es el reino que te conviene!» A lo que yo no respondo, ya que al fin y al cabo estoy muerto, simplemente sueño que vivo. Pero me echo a llorar y mis lágrimas tienen todos los colores de las estrellas.

Y también éste es el sueño del Pontífice Tyeveras:

Ocupo el trono en una máquina dentro de una máquina y alrededor de mí hay un muro de vidrio azul. Oigo burbujeos y la suave vibración de complejos mecánicos. Mi corazón late lentamente, percibo hasta la última corriente del denso fluido que recorre sus cámaras, pero ese fluido, así lo creo, no debe ser sangre. En cualquier caso, sea lo que sea, se mueve en mi interior y lo percibo. Por lo tanto debo estar vivo. ¿Cómo es posible? Soy muy viejo, ¿acaso he sobrevivido a la misma muerte? Soy Tyeveras, el que fue Corona a las órdenes de Ossier y una vez toqué la mano de lord Kinniken cuando el Castillo le pertenecía y Ossier era tan sólo un príncipe y el segundo Pontífice Thimin ocupaba el Laberinto. Y si ello es cierto, creo que debo ser el único hombre de la época de Thimin que aún sigue vivo, si es que vivo, y creo que sí. Pero estoy dormido. Y sueño. Me envuelve una quietud impresionante. El colorido se escabulle del mundo. Todo es negro, todo es blanco, nada se mueve, no hay un solo ruido. Así imagino yo que es el reino de la muerte. ¡Fijaos, allí está el Pontífice Confalume, y Prestimion, y Dekkeret! Todos esos grandes emperadores yacen con la mirada fija hacia arriba, hacia la lluvia que no cae, y con palabras que no suenan dicen, Bienvenido, Tyeveras que fue, bienvenido, rey viejo y fatigado, ven a tenderte junto a nosotros puesto que ya has muerto como nosotros. Sí. Sí. ¡Ah, qué hermoso es este lugar! Mirad, allí está lord Malibor, aquel hombre de Bombifale en el que tanto y tan erróneamente confié, y está muerto, y aquel es lord Voriax, el de la barba negra y las mejillas sonrosadas, aunque sus mejillas ya no tienen ese color. Y al menos me está permitido acompañarles. Todo está silencioso. Todo está inmóvil. ¡Al menos, al menos, al menos! Al menos me dejan morir, aunque sólo sea cuando sueño.

Y de este modo el Pontífice Tyeveras flota a medio camino entre dos mundos, ni muerto ni vivo, sueña en el mundo de los vivos cuando cree que está muerto, sueña en el reino de los muertos cuando recuerda que vive.

7

—Un poco de vino, si eres tan amable —dijo Valentine. Sleet le puso el vaso en una mano y la Corona casi lo apuró—. Sólo era una cabezada —murmuró—. Una siestecilla antes del banquete… ¡y vaya sueño, Sleet! ¡Vaya sueño! Tráeme a Tisana, por favor. Necesito una interpretación de ese sueño.

—Respetuosamente, majestad, no hay tiempo para eso ahora —repuso Sleet.

—Hemos venido en vuestra busca —comentó Tunigorn—.

El banquete está a punto de empezar. El protocolo exige que vos estéis en la mesa de honor cuando los delegados pontificios…

—¡Protocolo! ¡Protocolo! ¡Ese sueño ha sido casi como un envío! ¿No lo entendéis? Tal visión de desastre…

—La Corona no recibe envíos, majestad —dijo en voz baja Sleet—. Y el banquete empezará dentro de pocos minutos, y tenemos que vestiros y acompañaros. Más tarde dispondréis de Tisana y sus pociones, si así lo deseáis, mi señor. Pero de momento…

—¡Debo investigar ese sueño!

—Lo comprendo. Pero no hay tiempo. Vamos, mi señor.

Valentine sabía que Sleet y Tunigorn tenían razón: le gustara o no, debía presentarse inmediatamente en el salón. Era más que un simple acontecimiento social, era un rito de cortesía, la muestra de honor por parte del monarca principal al rey más joven que era su hijo adoptivo y sucesor consagrado, y aunque el Pontífice fuera un hombre senil o estuviera completamente loco, la Corona no podía juzgar a la ligera el acto. Debía acudir, y el sueño tenía que aguardar. Ningún sueño tan potente, tan cargado de augurios, podía dejarse de lado. Valentine precisaría un oráculo, y seguramente tendría que conversar con el mago Deliamber… pero tiempo habría más tarde para ocuparse de todo ello.

—Vamos, majestad —repitió Sleet mientras sostenía ante la Corona la túnica de armiño característica del cargo.

El fuerte hechizo de la visión seguía aferrado al espíritu de Valentine cuando éste hizo su entrada en el Gran Salón del Pontífice diez minutos más tarde. Pero era impropio de la Corona de Majipur mostrarse hosco o preocupado en un acto de aquella índole, y por ello Valentine adoptó la expresión más afable de que era capaz mientras se dirigía a la mesa de honor.

Y ésa era realmente la forma en que se había comportado durante la interminable semana de la visita oficial: la sonrisa forzada, la amabilidad fingida. Entre todas las ciudades del gigantesco planeta Majipur, el Laberinto era la menos querida por lord Valentine. Para él se trataba de un lugar tétrico y deprimente al que acudía únicamente cuando lo exigían las ineludibles responsabilidades de su cargo. Se sentía mucho más vivo bajo el cordial sol del estío y la gran bóveda del cielo, cabalgando por algún bosque de abundantes hojas, con un viento agradable y fresco moviendo su cabello rubio, y por lo mismo se sentía enterrado antes de que llegara su hora en cuanto entraba en aquella ciudad triste y subterránea. Odiaba las depresivas espirales de descenso, la infinidad de niveles sombríos, el ambiente claustrofóbico…

Y sobre todo odiaba conocer el destino inevitable que le aguardaba allí, cuando tuviera que acceder al cargo de Pontífice y renunciar a los dulces placeres de la vida en el Monte del Castillo y establecer su residencia el resto de sus días en aquella tumba viviente espantosa.

Esa noche en especial, aquel banquete en el Gran Salón, en el nivel más hondo de la triste ciudad subterránea… ¡Cuánto había temido ese momento! El mismo salón, horrible, repleto de ángulos pronunciados, luces destellantes y reflejos que rebotaban extrañamente, los pomposos miembros del personal del Pontífice con sus máscaras tan tradicionales como ridículas, los ampulosos discursos, el aburrimiento y, más que ninguna otra cosa, la onerosa sensación de que el Laberinto entero caía sobre él como una masa colosal de piedra… Pensar en todo ello había bastado para llenar de horror a Valentine. Tal vez ese sueño horripilante, pensó, era un simple presagio del nerviosismo que sentía por lo que tendría que soportar esa noche.

No obstante, para su sorpresa, Valentine notó que se tranquilizaba, que se relajaba… y no porque fuera a divertirse en el banquete, no, ni mucho menos, sino porque como mínimo le parecía que el acto no superaba los límites de su tolerancia.

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