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Robert Silverberg: Valentine Pontífice

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Robert Silverberg Valentine Pontífice

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Lord Valentine, antes de asumir el cargo de Pontífice, debe afrontar las tareas de gobierno en una época de rebelión y enfrentarse al duro y pragmático Hissune, a fin de regir un planeta bruscamente turbulento. El conflicto de los dos hombres y su resolución constituye la esencia de este mosaico poblado de personajes, como los esquivos metamorfos de forma humanoide, que ponen a prueba al futuro Pontífice. “Valentine Pontífice” es el remate incitante y conmovedor de una fantasía brillantemente ejecutada.

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La gran plaza pentagonal situada frente a la Casa de los Archivos señalaba el límite inferior de la zona pública del Laberinto. Más abajo, todo estaba reservado para los funcionarios de la administración civil. Hissune pasó bajo la gran pantalla verde brillante situada en el muro de la Casa de los Archivos y que relacionaba todos los pontífices, todas las coronas. Las dos filas de inscripciones se extendían prácticamente más allá del alcance de la vista más aguda. En alguna parte muy alta aparecían los nombres de Dvorn, Melihand, Barhold y Stiamot, personajes de hacía milenios, y abajo estaban los rótulos de Kinniken, Ossier, Tyeveras, Malibor, Voriax y Valentine. Y ya al otro lado del registro imperial, Hissune presentó sus credenciales a los yorts enmascarados y de cara hinchada que vigilaban la entrada, tras de lo cual se adentró en los parajes más hondos del Laberinto. Las conejeras y madrigueras de la burocracia de clase media, las plazoletas de los altos cargos, los túneles que conducían a los dispositivos de ventilación de los que el Laberinto entero dependía… Fue obligado a detenerse en los numerosos puntos de control y se le pidió identificación. En el sector imperial consideraban muy serios los problemas de seguridad. En algún punto de aquellas profundidades tenía su cubil el Pontífice: una inmensa esfera de vidrio, eso se decía, en la que permanecía entronizado el viejo y loco monarca entre la red de mecanismos de sustento vital que le habían permitido vivir cuando normalmente habría muerto ya hacía años. ¿Temen la llegada de asesinos?, se preguntó Hissune. Si lo que había oído era cierto, sería simplemente un acto misericordioso por parte del Divino desacoplar al anciano Pontífice y dejar que el pobre Tyeveras volviera por fin a la Fuente. Hissune era incapaz de imaginar un motivo para que Tyeveras siguiera viviendo de esa forma, década tras década, en tal estado de locura, en tal situación de senilidad.

Finalmente, jadeante e irritado, Hissune llegó al umbral del Gran Salón en las profundidades extremas del Laberinto. Había llegado horriblemente tarde, quizá con una hora de retraso.

Tres skandars colosales e hirsutos con el uniforme de la guardia de la Corona le cerraron el paso. Hissune, encogido por las miradas feroces y desdeñosas de las gigantescas criaturas de cuatro brazos, tuvo que contener el impulso de caer de rodillas y suplicar indulgencia. Sin saber cómo recobró mínimamente su dignidad y, esforzándose en corresponder con una mirada igualmente altanera (tarea ni mucho menos fácil, teniendo que soportar el examen de criaturas de casi tres metros de altura), se anunció como miembro de la comitiva de lord Valentine e invitado al banquete.

Casi esperaba que los otros prorrumpieran en carcajadas y le echaran a golpes como si fuera un insecto ruidoso e insignificante. Pero no fue así: los skandars examinaron la hombrera del joven con semblantes graves, consultaron ciertos documentos, le honraron con exageradas reverencias y le permitieron pasar por la enorme entrada provista de bordes de bronce.

¡Por fin! ¡El banquete ofrecido por la Corona!

Al otro lado de la puerta se hallaba un yort de resplandeciente vestimenta poseedor de unos ojos dorados y saltones y unos bigotes anaranjados, como pintarrajeados, que sobresalían de su rostro grisáceo y escabroso. Este personaje de apariencia asombrosa era Vinorkis, el mayordomo de la Corona, y saludó al joven con un gesto desmesuradamente ceremonioso.

—¡Ah! —exclamó—. ¡El Iniciado Hissune!

—Todavía no soy Iniciado —intentó explicarle Hissune, pero el yort ya se había vuelto con aire majestuoso para dirigirse a la mesa central, y no miró hacia atrás. Hissune lo siguió con torpes zancadas.

Se sintió desorbitadamente llamativo. Cerca de cinco mil personas ocupaban el salón, sentadas ante mesas redondas suficientes para diez comensales, y el joven supuso que todos los ojos estaban fijos en él. Para su horror, apenas había dado veinte pasos cuando oyó risas, flojas al principio, más animadas después y finalmente oleadas de júbilo que brotaban por todas partes del salón y chocaban contra él con fuerza demoledora. Jamás había escuchado un sonido tan impresionante y atronador: así imaginaba él que sonaban las olas al estrellarse en algún acantilado del norte.

El yort siguió, recorrió lo que aparentemente podían ser dos kilómetros, e Hissune fue detrás de él, cruzó el océano de diversión deseando tener un centímetro de estatura. Pero al cabo de unos instantes comprendió que los comensales no se reían de él sino de un grupo de acróbatas enanos que trataba de formar una pirámide humana con el propósito deliberado de hacer reír, y su nerviosismo disminuyó. Finalmente pudo ver el estrado, y allí estaba el mismo lord Valentine llamándole por señas, sonriente, indicándole que había una silla libre junto a la suya. Hissune pensó que iba a echarse a llorar de alivio. A pesar de todo, todo iba a ir bien.

—¡Majestad! —resonó la voz de Vonorkis—. ¡El Iniciado Hissune!

El joven se dejó caer en la silla con aire de cansancio y agradecimiento, en el mismo momento que un aplauso estruendoso resonaba en el salón para premiar la actuación de los acróbatas una vez finalizado su número. Un camarero le entregó un vaso hasta el borde de reluciente vino dorado y, mientras se lo llevaba a los labios, otros comensales situados cerca alzaron sus copas a modo de saludo. La mañana del día anterior, durante la conversación tan breve como asombrosa que sostuvo con lord Valentine y en la que la Corona le había ofrecido entrar a formar parte de su grupo de allegados en el Monte del Castillo, Hissune vio de lejos a algunos de los invitados, pero no hubo tiempo para presentaciones. Sin embargo en ese momento estaban saludándole, ¡a él!, y presentándose. Pero no precisaban presentación, ya que se trataba de héroes de la gloriosa guerra de restauración de lord Valentine y todo el mundo los conocía.

La corpulenta guerrera sentada junto a él debía ser Lisamon Hultin, guardaespaldas personal de la Corona que, así se aseguraba, liberó a lord Valentine de la panza de un dragón marino después de que éste hubiera engullido a la Corona. Y el hombrecillo de piel asombrosamente blanca, el de las canas y el rostro lleno de cicatrices, era, sin lugar a dudas, el famoso Sleet, maestro malabarista de lord Valentine en los días del exilio. Y el hombre de mirada penetrante y gruesas cejas era Tunigorn, el maestro arquero del Monte del Castillo. Y también estaba el menudo vroon de numerosos tentáculos, el mago Deliamber; un hombre casi tan joven como el mismo Hissune, el de las pecas, que seguramente era Shanamir, pastor en otros tiempos; el yort delgado y majestuoso que era gran almirante, Asenhart… Sí, los más famosos… E Hissune, que hasta entonces se había considerado inmune a cualquier clase de admiración, sintió enorme admiración por el hecho de hallarse en tal compañía.

¿Inmune a la admiración? Caramba, en cierta ocasión había abordado a lord Valentine para arrancarle descaradamente medio real a cambio de una visita al Laberinto, y otras tres coronas por encontrarle alojamiento en el anillo exterior. Entonces no sentía admiración. Coronas y pontífices eran simples hombres con más poder y dinero que la gente normal y obtenían sus cargos por la buena suerte de haber nacido entre la aristocracia del Monte del Castillo para ascender con los accidentes afortunados precisos que los llevaban a la cumbre. Para ser Corona no había que poseer una inteligencia especial, o así lo había comprendido Hissune hacía años. Al fin y al cabo, lord Malibor salió un día a cazar dragones marinos y se dejó devorar estúpidamente por uno de ellos. Lord Voriax murió de forma igualmente necia por culpa de una flecha perdida que le alcanzó mientras cazaba en el bosque. Y su hermano lord Valentine, con fama de ser muy inteligente, tuvo el poco sentido común de beber y divertirse con el Rey de los Sueños, acabando drogado, despojado de su memoria y alejado del trono. ¿Sentir admiración por esas cosas? Bien, en el Laberinto cualquier niño de siete años que mostrara tanto desprecio por su bienestar sería considerado tonto de remate.

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