Robert Silverberg - El libro de los cráneos

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El libro de los cráneos: краткое содержание, описание и аннотация

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Son cuatro:
Timothy, 22 años, rico, vividor, dominante.
Oliver: 21 años, guapo, atlético, un bloque de mármol con una falla secreta.
Ned: 21 años, homosexual, amoral, poeta de vez en cuando.
Eli: 20 años, judío, introvertido, filólogo, descubridor del Libro de los Cráneos.
Todos iban en busca del secreto de la inmortalidad: la prometida en el Libro de los Cráneos. Al final de su busca, una prueba iniciática y terrible que llevaráa cada uno de ellos a contemplar cara a cara el rictus de sus propias facciones.
Una prueba en la que dos de ellos deben morir y los otros dos sobrevivir para siempre.

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La otra parte de lo que el hermano Miklos tiene que comunicarnos es menos elíptico, más fácil de entender. Se trata de un seminario sobre la prolongación de la vida, durante el cual recorre tranquilamente el tiempo y el espacio buscando ideas que debieron entrar en el mundo mucho antes que él. Para empezar, ¿por qué resistirse a la idea de la muerte?, nos preguntó. ¿No es acaso un final natural? ¿Una liberación deseable? ¿Una consumación devotamente deseada? El tras-el-rostro, nos recuerda que todas las criaturas perecen cuando les llega la hora y que nadie escapa a esta regla. ¿Por qué, entonces, desafiar la voluntad universal? Polvo eres y en polvo te convertirás. Toda la carne perecerá a la vez. Saldremos del mundo como las langostas y es lamentable temer lo inevitable. Pero, ¿podemos filosofar hasta ese punto? Si nuestro destino es partir, ¿no es nuestro más legítimo deseo atrasar todo lo posible la partida?

Las preguntas del hermano Miklos son puramente retóricas.

Sentados en corro ante el imperecedero monumento, no osamos interrumpir el ritmo de sus pensamientos. Nos mira sin vernos. Y pregunta: ¿Y si pudiéramos rechazar a la muerte indefinidamente, o, por lo menos, durante bastante tiempo? Por supuesto que podemos. Es necesario preservar la fuerza y la salud al mismo tiempo que la vida. ¿Para qué convertirse en un strundburg chocho? Ved el ejemplo de Tithon que, habiendo suplicado a los dioses que le salvaran de morir, recibió el don de la inmortalidad, pero no el de la eterna juventud: todavía está gris y ajado, todavía está encerrado en algún lugar secreto, envejeciendo sin fin, prisionero de su propia carne corruptible. No, hay que buscar el vigor al mismo tiempo que la longevidad.

¡Ay de aquellos, hace observar el hermano Miklos, que desprecian tal búsqueda y predican la aceptación pasiva de la muerte! Nos cita a Gilgamesh, que vagó desde el Tigris al Eufrates buscando la planta de la inmortalidad y se la dejó robar por una serpiente hambrienta. ¿A dónde vas, Gilgamesh? La vida que andas buscando, no la encontrarás, ya que, cuando los dioses crearon a la Humanidad, la hicieron el regalo de la muerte y se guardaron la vida para ellos.

Ved a Lucrecio, nos dice. Lucrecio hace observar que para nada sirve intentar prolongar la vida, ya que, sea cual sea el número de años que consigas vivir, no es nada comparado con la eternidad que tendremos que padecer tras la muerte. Prolongando la vida o no recortando nada la duración de la muerte. Por mucho que luchemos para quedarnos, llegará un momento en que tendremos que partir. Y, sea cual sea el número de generaciones que hayamos añadido a nuestra existencia, todavía nos quedará por padecer toda la eternidad de la muerte. Y Marco Aurelio: Si quieres vivir tres mil años, o tres veces diez mil años, acuérdate de que un hombre sólo puede perder la vida que vive ahora… De esta forma, la más corta y la más larga, están en el mismo punto… Todo lo que pertenece a la eternidad está sobre el mismo círculo… ¿Qué diferencia puede haber en que un hombre vea las mismas cosas durante cien o doscientos años o un número infinito de años? Y Aristóteles, este pasaje me encanta: «Por tanto, todo sobre la tierra está en todo momento en un estado de transición, las cosas nacen y mueren… No pueden ser eternas, ya que contienen cualidades contrarias…»

¡Qué pesimismo tan siniestro! ¡Aceptar, padecer, ceder, morir, morir, morir, morir!

¿Qué nos dice la tradición judeo-cristiana? Todo hombre nacido de mujer es una criatura de pocos días, llena de preocupaciones. Aparece como una flor y está abatido como una flor. Vuela como una sombra y no perdura. Viendo que sus días están prefijados, que el número de sus meses está entre tus manos, le has fijado límites que no puede sobrepasar. La sabiduría funeraria de Job, adquirida duramente. ¿Y san Pablo? «Para mí, la vida es Cristo y la muerte algo bueno. Si se trata de la vida de la carne, significa para mí un trabajo fructífero.»

¿Cuál elegiría? No sabría decirlo. Lucho entre las dos. Mi deseo es irme a reunir con Cristo, ya que, con mucho, es lo mejor.

Pero, nos pregunta el hermano Miklos, ¿debemos aceptar tales enseñanzas? (Con esta pregunta implica que Pablo, Job, Lucrecio, Marco Aurelio y Gilgamesh son gente venida después de él, apenas recién destetados, irremediablemente pospaleolíticos; nos vuelve a dar una visión de las oscuras cavernas, mientras vuelve sobre sus pasos al pasado lleno de uros.) Entonces, emerge súbitamente de ese valle de desesperación y, por un commodius vicus de recirculación, nos lleva de nuevo a la narración de los anales de la longevidad, todos los nombres resonantes que Eli nos había dicho en los meses de nieve mientras nos preparábamos para la aventura. Nos enseña las islas benditas, las tierras de los hiperbóreos, el país de la juventud de los celtas, la tierra de Yima de los persas, e, incluso, sí, Shangri-La (¡Veis —exclamó el viejo zorro—, soy un contemporáneo y estoy al corriente!). Nos hace entrever la fuente que fluye por Ponce de León, Glaukus el Pescador royendo las hierbas de la orilla del mar y convirtiéndose en inmortal, las fábulas de Herodoto, el Uttarakurus y el árbol de Jambu, hace sonar en nuestros asombrados oídos un centenar de mitos centelleantes que nos dan ganas de gritar: ¡Eternidad, henos aquí! Y de postrarnos ante el Cráneo, pero nos arranca de nuevo, arrastrándonos por su cinta de Moebius, echándonos a las cavernas, haciéndonos sentir la caricia de los vientos helados, las frías cópulas del Pleistoceno, nos tira de las orejas, volviéndonos hacia el oeste para ver el resplandeciente sol de Atlantis, empujándonos, tropezando, titubeando, hacia el océano, hacia las tierras del poniente, hacia las maravillas engullidas, y después hacia México, con sus dioses-demonio, sus dioses-cráneo, hacia Huitzilopochtli con sus ojos enfurecidos, hacia el terrible y reptilesco Coatlicue, hacia los rojizos altares de Tenochtitlan, hacia el dios despellejado, hacia todas las paradojas de la vida en la muerte y de la muerte en la vida, y la serpiente emplumada se burla y agita la cola como una carraca «clic, clic, clac», y estamos ante el Cráneo, ante el Cráneo, ante el Cráneo, mientras retumba en nuestras cabezas el gran gong de los laberintos pirenaicos, y bebemos la sangre de los toros de Altamira, bailamos con los mamuts de Lascaux, escuchamos los tambores de los shamanes, nos arrodillamos, tocamos la piedra con nuestras cabezas, orinamos, lloramos, temblamos con el eco de los tambores atlantes, martilleando cinco mil kilómetros de océano con el furor de su inexorable pérdida. El sol se levanta y su luz nos calienta, el Cráneo sonríe, y los brazos se abren, y unas alas empujan a la carne, la derrota de la muerte no está lejos. La hora ha terminado, el hermano Miklos se ha ido. Nos quedamos dudando, parpadeando en un súbito desconcierto, completamente solos, completamente solos. Hasta mañana por la mañana.

Después de la lección de historia, la comida. Huevos, puré de pimientos, cerveza, pan de borona. Después de la comida, una hora de meditación privada, cada uno en su celda, intentando darle sentido a todo lo que nos han metido en la cabeza. Luego retumba el gong para llevarnos a los campos. El pleno sol de las tardes se ha abatido sobre todas las cosas, e incluso Oliver muestra cierta reticencia. Hacemos gestos lentos, limpiamos el gallinero, injertamos las plantas jóvenes, ayudamos a los hermanos agricultores que han penado durante la mayor parte del día. Así pasan dos horas; la Hermandad entera trabaja codo a codo, exceptuando al hermano Antony, que se queda solo en el monasterio. (Fue durante este período del día cuando llegamos la primera vez.) Por fin, nos liberan de la esclavitud. Volvemos a nuestras habitaciones, sudando, cocidos por el sol; nos damos otro baño y descansamos, cada uno por su lado, hasta la hora de la cena.

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