Robert Silverberg - El libro de los cráneos
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- Название:El libro de los cráneos
- Автор:
- Издательство:Francisco Arellano
- Жанр:
- Год:1978
- Город:Madrid
- ISBN:978-84-85145-03-4
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
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Timothy, 22 años, rico, vividor, dominante.
Oliver: 21 años, guapo, atlético, un bloque de mármol con una falla secreta.
Ned: 21 años, homosexual, amoral, poeta de vez en cuando.
Eli: 20 años, judío, introvertido, filólogo, descubridor del Libro de los Cráneos.
Todos iban en busca del secreto de la inmortalidad: la prometida en el Libro de los Cráneos. Al final de su busca, una prueba iniciática y terrible que llevaráa cada uno de ellos a contemplar cara a cara el rictus de sus propias facciones.
Una prueba en la que dos de ellos deben morir y los otros dos sobrevivir para siempre.
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En cuanto a mí, me gustan las cotidianas sesiones con el hermano Antony. La paradoja del cráneo es precisamente el tipo de irracionalidad al que me suscribo y creo que no se me da demasiado mal, aunque puedo equivocarme. Me gustaría discutir sobre mis progresos, si los tengo, con el hermano Antony, pero, de momento, está prohibido este tipo de preguntas directas. También me arrodillo todos los días para contemplar el pequeño cráneo verde, proyecto mi alma y continúo manteniendo el perpetuo combate interno entre la fe abyecta y el cinismo corrosivo.
Una vez terminada la sesión de una hora con el hermano Antony, volvemos al campo, arrancamos las malas hierbas, echamos el abono —por supuesto, totalmente orgánico— y plantamos las semillas. En esto, Oliver está en su elemento. Siempre ha querido repudiar su educación de campesino, pero a menudo le domina, lo mismo que a Eli le domina su vocabulario yiddish aunque no haya puesto los pies en una sinagoga desde su Bar Mitzvah. El síndrome de los orígenes. El de Oliver es rural y pone en cavar y en escardar una vitalidad considerable. Los hermanos intentan moderarla: creo que su energía les deja estupefactos, pero deben temer una crisis cardíaca. El hermano León, el médico, ha hablado varias veces con Oliver para hacerle comprender que la temperatura de la mañana se acerca a los treinta y tres grados, y que sigue subiendo. Pero Oliver se obstina. Yo experimento un extraño placer hurgando en la tierra. Esto debe satisfacer el romanticismo del retorno a la Naturaleza que supongo está adormecido en el corazón de todos los intelectuales excesivamente educados. Antes de esto, jamás había realizado un trabajo manual más extenuante que la masturbación, y los trabajos del campo son un desafío tanto para mi espalda como para mi espíritu, pero me aplico en ellos con ardor. Hasta el momento presente. La reacción de Eli ante el asunto agrícola es casi la misma que la mía, quizás algo más intensa, más romántica. Habla de obtener una primavera física de nuestra madre la tierra. Y Timothy, que no ha tenido que hacer en su vida más que abrocharse los zapatos, adopta la actitud altiva de un caballero granjero: nobleza obliga, dice acompañando cada uno de sus lánguidos gestos, haciendo lo que los hermanos le piden, pero poniendo de manifiesto que, si se digna ensuciarse las manos, se debe solamente a que encuentra divertido jugar a su jueguecito. En fin, de todas formas, marchamos, cada uno a su manera.
A las diez o diez y media de la mañana, el calor comienza a ser desagradable y dejamos el campo todos, excepto los tres hermanos cuyos nombres no sé todavía. Ellos pasan diez o doce horas fuera cada día, ¿será como penitencia? Los demás, hermanos y Receptáculo, volvemos a nuestros cuartos para darnos otro baño. Después, los cuatro nos reunimos en el ala opuesta para nuestra cotidiana sesión con el hermano Miklos, el historiador.
El hermano Miklos es un hombre compacto, fornido, con los muslos y antebrazos como jamones. Produce la impresión de ser más viejo que los otros hermanos, aunque reconozco que hay algo paradójico en la aplicación de un adjetivo como «viejo» a un grupo de hombres sin edad. Habla con un débil acento indefinible, y el proceso de su pensamiento es netamente no lineal: se desvía, divaga, pasa de un tema a otro, de manera inesperada. Creo que es algo deliberado, que su espíritu es más sutil e insondable que senil e indisciplinado. Puede que en el curso de los siglos haya tenido bastante con el simple estilo discursivo. Sé que a mí en su lugar me hubiera ocurrido.
Hay dos asuntos a tratar: el origen y desarrollo de la Hermandad y la historia del concepto de la longevidad humana. Sobre el primer punto, se muestra evasivo a más no poder, como si estuviese firmemente determinado a no darnos jamás una relación directa de los hechos. Somos muy viejos, muy viejos, muy viejos, repite, y yo no tengo método alguno para saber si habla de los hermanos o de la Hermandad. Sospecho que de ambas cosas. Puede que algunos hermanos hayan formado parte desde un principio y hayan prolongado su vida milenios, y no solamente décadas o siglos. Hace alusiones a sus orígenes prehistóricos en las cavernas de los Pirineos o de la Dordogne, en Lascaux, en Altamira, una fraternidad secreta de shamanes que sobrevive desde el comienzo de la Humanidad. Pero ignoro cuál sea la proporción de verdad y falsedad en todo esto, igual que ignoro si los Rosacruz se remontan realmente a Amenhotep IV. Pero, mientras el hermano Miklos habla, tengo la visión de las cavernas ahumadas, de las antorchas vacilantes, de artistas semidesnudos, con pieles de mamut, embadurnando los muros con pigmentos brillantes y los brujos dirigiendo la inmolación ritual de uros o rinocerontes. Y los shamanes cuchicheando, pegados unos a otros, diciendo: «No moriremos, hermanos. Viviremos para ver surgir a Egipto de las tierras del Nilo. Asistiremos al nacimiento de Sumeria, veremos a Sócrates y a César, a Jesús y a Constantino, y seguiremos aquí cuando la bomba atómica abrase Hiroshima, y cuando el hombre de la nave de metal descienda por la escala para poner el pie en la Luna». Pero, ¿ha sido el hermano Miklos quien nos decía esto o lo he soñado en el letargo del calor del desierto al mediodía? Todo es verdaderamente oscuro. Todo gira y todo cambia mientras sus herméticas palabras se persiguen, bailan, se confunden. También nos habla con perífrasis y de un modo enigmático, de un continente perdido, de una civilización desaparecida, de la que proviene la sabiduría de la Hermandad. Y nosotros nos miramos con ojos abiertos, cambiándonos a hurtadillas guiños de estupefacción sin saber si hay que poner sonrisa de cínico escepticismo o dejarse llevar por una admiración aterrada. ¡La Atlántida! ¿Cómo ha logrado Miklos que nuestro espíritu evoque esas imágenes de un país resplandeciente de cristal y oro, esas largas avenidas cubiertas de follaje, esas torres blancas, esos carromatos brillantes, esos dignos filósofos enfundados en sus togas, esos instrumentos de bronce de una ciencia olvidada, ese aura de karma benéfico, ese sonido vibrante de una extraña música que resuena por los corredores de los vastos templos dedicados a los dioses desconocidos? ¿La Atlántida? ¡Qué estrecha es la línea que separa la fantasía de la locura! Nunca he oído pronunciar ese nombre, pero desde el primer día me ha metido la Atlántida en mi cabeza, y cada vez crece más mi convicción de que no me equivoco, que de verdad reivindica para la Hermandad un origen atlante. ¿Qué son esos emblemas de cráneos sobre la fachada del templo? ¿Qué son esos cráneos engarzados de piedras preciosas que se llevan en sortijas y colgantes en la gran ciudad? ¿Qué son esos misioneros de traje rojizo que recorren el continente, que fundan santuarios en las montañas, que ciegan a los cazadores de mamuts con sus antorchas y sus pistolas, que enarbolan el Cráneo Sagrado y ruegan a los cavernícolas que se pongan de rodillas? Y los shamanes, agrupados ante su fuego ferruginoso, cuchicheando, convencidos, por fin, rinden homenaje a los espléndidos extranjeros, prosternándose, besando el cráneo, enterrando a sus propios ídolos, las venus de enormes nalgas, y los fragmentos de hueso labrado. Te ofrecemos la vida eterna, dicen los recién llegados y sacan una pantalla ligera en la que nadan imágenes de su ciudad, torres, carromatos, templos, tesoros, y los shamanes menean la cabeza y asienten, hacen crujir las articulaciones de sus dedos y se mean en los ruegos sagrados, bailan, dan palmadas, se someten, se someten, miran fascinados a la pantalla, matan al gran mastodonte y ofrecen a sus huéspedes fiestas fraternales. Así comienza la alianza entre los hombres de las montañas y los hombres venidos del mar, en esa brillante aurora comienza el flujo del karma hacía el continente fijo, comienza el despertar, la transferencia de conocimiento. De modo que, cuando llega el cataclismo, cuando se raja la vela y tiemblan las columnas y un manto negro se abate sobre el mundo, cuando el océano destroza con su cólera las avenidas y las torres, algo sobrevive en el fondo de las cavernas, el secreto, el rito, la fe, ¡el cráneo, el cráneo, el cráneo! ¿Es así como ha ocurrido, hermano Miklos? ¿Es así como ha ocurrido en el curso de decenas, de quincenas, de veintenas, de millones de años de un pasado que nosotros hemos querido negar? ¡Felices aquellos que estuvieron presentes en la aurora de la Humanidad! Y tú, hermano Miklos, ¿sigues aquí? ¿Vienes a nosotros de Altamira, Lascaux, de la Atlántida? Tú y el hermano Antony, y el hermano Bernard y los otros, más viejos que Egipto, más viejos que todos los cesares, adorando el cráneo, resistiendo todo, acumulando tesoros, cultivando la tierra, yendo de país en país, de las cavernas bendecidas en los pueblos neolíticos, desde las montañas hasta los ríos, a través de toda la tierra, hasta Persia, hasta Roma, hasta Palestina, hasta Cataluña, aprendiendo las lenguas a medida que éstas evolucionan, hablando al pueblo, haciéndose pasar por enviados de los dioses, edificando templos y monasterios, saludando a Isis, Mithra, Jehovah, Jesucristo, a este y a aquel dios, absorbiéndolo todo, manteniéndolo todo, poniendo la cruz por encima del cráneo cuando la cruz esté de moda, dominando el arte de sobrevivir, regenerándoos de vez en cuando aceptando un Receptáculo, exigiendo siempre sangre nueva aunque la vuestra no se aclara nunca. ¿Y, después? Vais a México después de que Cortés aplastara a su pueblo para vosotros. Era un país que comprendía el poder de la muerte, un lugar en el que el Cráneo había reinado siempre, introducido allí probablemente como en nuestro propio país, por las gentes venidas del mar. Y, ¿por qué no?, misioneros atlantes en Cholula y Tenochtitlan, también enseñando la vida de la máscara de la muerte. Terreno fértil, durante algunos siglos. Pero insistís en renovaros continuamente, hicisteis las maletas, llevándoos con vosotros vuestro botín, vuestras máscaras, vuestro cráneos, vuestras estatuas, vuestros tesoros paleolíticos, hacia el norte, hacia el nuevo país, el país vacío, el corazón desierto de los Estados Unidos, el país de la Bomba, el país del dolor y con los intereses compuestos de una eternidad habéis construido el benjamín de vuestros monasterios de los cráneos, ¿eh, hermano Miklos? ¿Sucedió así? ¿O soy víctima de una alucinación, de un «viaje» fallido provocado por la droga de nuestras propias vaguedades y ambigüedades? ¿Cómo saberlo? ¿Corno saberlo alguna vez? Lo único de que dispongo es de lo que vosotros me contáis, y mi mente está borrosa y resbaladiza. También dispongo de lo que veo a mi alrededor, esta contaminación de vuestra iconografía primordial, por la visión azteca, por la visión cristiana, por la visión atlante, y lo más que puedo hacer, hermano Miklos, es preguntarme cómo conseguís estar todavía aquí, mientras que los mamuts dejaron la escena. ¿Soy un imbécil o un profeta?
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