Me interpuse.
—Supongo que parte del dinero es mío, y que otra parte corresponde a estas mujeres, ¿no es así?
El doctor Talos se distendió.
—Claro, lo había olvidado. Las mujeres ya han tenido su parte. La mitad de esto es tuyo. Después de todo, sin ti no lo hubiéramos ganado. —Sacó las monedas de la mano del gigante y comenzó a hacer dos pilas en el suelo.
Supuse que sólo quería decir que yo había contribuido al éxito de la obra, que no fue mucho. Pero Dorcas, que notó sin duda que había algo más detrás de ese elogio, preguntó: —¿Por qué lo dice, doctor?
La cara de zorro sonrió.
—Severian tiene amigos bien situados. Admito que llevaba tiempo presintiéndolo, pues eso de que un torturador ande vagando por los caminos era un bocado demasiado grande. Ni siquiera Calveros se lo había tragado, y en cuanto a mí, mi garganta es demasiado estrecha.
—Si tengo esos amigos —dije—, no los conozco.
Las pilas tenían ya la misma altura, y el doctor empujó una hacia mí y la otra hacia el gigante.
—Al principio, cuando te encontré en la cama con Calveros pensé que quizá te enviaban para advertirnos que no representáramos mi obra, pues en algunos aspectos, habrás observado, es una crítica de la autarquía, al menos en apariencia.
—Un poco —susurró Jolenta sarcásticamente.
—Pero ciertamente, enviar desde la Ciudadela a un torturador para meter miedo a un par de saltimbanquis era una reacción absurda y desproporcionada. Entonces me di cuenta de que nosotros, por el hecho mismo de que estábamos escenificando la obra, servíamos para ocultarte. Pocos sospecharían que un servidor del Autarca se uniría a tal empresa. Añadí la parte del Familiar para esconderte mejor, justificando así tu atuendo.
—No sé de qué me habla —dije.
—Por supuesto. No deseo obligarte a violar tu lealtad. Pero mientras ayer montábamos nuestro teatro, un alto servidor de la Casa Absoluta (creo que era un agamita, gente a quien la autoridad siempre presta oídos) vino a preguntar si era en nuestra compañía donde actuabas, y si estabas con nosotros. Jolenta y tú habíais desaparecido, pero respondí que sí. Entonces me preguntó qué parte de lo que hacíamos te correspondía, y cuando se lo dije reveló que tenía instrucciones de pagarnos ya la función de la noche. Lo cual fue una gran suerte, pues a este botarate se le ocurrió cargar contra el público.
Fue una de las pocas veces que vi que Calveros pareció ofenderse por las chanzas del médico. Aunque era evidente que le causaba dolor, balanceó el cuerpo enorme a un lado y a otro, hasta que nos dio la espalda.
Dorcas me había dicho que cuando dormí en la tienda del doctor Talos, yo había estado solo. Ahora notaba que así se sentía el gigante, que para él en el claro estaban sólo él y algunos animalitos, compañías de las que se estaba cansando.
—Ha pagado su impetuosidad —dije—. Parece muy quemado.
El doctor asintió.
—En realidad, Calveros ha tenido suerte. Los hieródulos bajaron la potencia de sus rayos y trataron de que volviera en lugar de matarlo. Ahora vive de la indulgencia de los hieródulos, y se regenerará.
Dorcas murmuró: —¿Quiere decir que se curará? Espero que así sea. Siento compasión por él que no alcanzo a expresar.
—Tu corazón es tierno. Tal vez demasiado tierno. Pero Calveros está creciendo todavía y los niños que crecen tienen gran capacidad de recuperación.
—¿Creciendo aún? —pregunté—. Luce algunas canas.
El doctor se rió.
—Entonces quizá le están creciendo las canas. Pero ahora, queridos amigos —se levantó y se sacudió el polvo de los pantalones—, hemos llegado, como bien dice el poeta, al lugar donde el destino separa a los hombres. Nos habíamos detenido aquí, Severian, no sólo porque estábamos cansados, sino porque es en este punto donde se separan los caminos que llevan a Thrax, donde tú vas, y al Lago Diuturna y nuestro país. Me resistía a dejar atrás este lugar, el último en que tenía esperanzas de verte, sin haber dividido justamente nuestras ganancias, pero eso ya se ha consumado. En caso de que vuelvas a comunicarte con tus benefactores de la Casa Absoluta, ¿les dirás que se te ha tratado con equidad?
La pila de crisos aún seguía en el suelo delante de mí.
—Aquí hay cien veces más de lo que jamás hubiera esperado —dije—. Sí, desde luego. —Recogí las monedas y las metí en el esquero.
Dorcas y Jolenta se miraron un momento, y Dorcas dijo: —Me voy a Thrax con Severian, si él va allí.
Jolenta le tendió la mano al doctor, obviamente esperando que la ayudaría a levantarse.
—Calveros y yo viajaremos solos —dijo él— y caminaremos durante toda la noche. Os echaremos de menos a todos, pero la hora de la separación ha llegado. Dorcas, hija, estoy encantado de que hayas encontrado un protector. —Para entonces la mano de Jolenta estaba en el muslo del médico.
—Ven, Calveros, tenemos que irnos.
El gigante se incorporó pesadamente, y aunque no se quejó, vi cuánto sufría. Los vendajes estaban empapados de sudor y sangre. Yo sabía lo que tenía que hacer, y dije: —Calveros y yo debemos hablar a solas un momento. ¿Puedo pediros a los demás que os retiréis unos cien pasos?
Las mujeres empezaron a hacer lo que pedía, alejándose Dorcas por un camino y Jolenta (a quien Dorcas había ayudado a levantarse) por el otro; pero el doctor Talos siguió donde estaba hasta que volví a pedirle que se fuera.
—¿Quieres que yo también me aleje? Es completamente inútil. Calveros me contará todo lo que digas en cuanto volvamos a estar juntos. ¡Jolenta! Ven aquí, querida.
—Se ha marchado a pedido, igual que se lo pedí a usted.
—Sí, pero se va por el mal camino, y eso no lo consiento. ¡Jolenta!
—Doctor, sólo deseo ayudar a su amigo, o esclavo, o lo que sea.
De manera totalmente inesperada, la profunda voz de Calveros surgió de su montón de vendas: —Yo soy su señor.
—Exactamente eso —dijo el doctor mientras recogía la pila de crisos que había apartado hacia Calveros y la metía en el bolsillo del pantalón del gigante.
Jolenta volvió cojeando hacia nosotros con la hermosa cara surcada de lágrimas.
—Doctor, ¿no puedo ir con usted?
—Desde luego que no —dijo él con la misma frialdad que si un niño le hubiera pedido una segunda porción de pastel. Jolenta se derrumbó a los pies del doctor.
Levanté la mirada hacia el gigante.
—Calveros, puedo ayudarte. No hace mucho un amigo mío recibió tantas quemaduras como tú, y yo lo ayudé. Pero no dará resultado mientras miren el doctor Talos y Jolenta. ¿Quieres volver conmigo un trecho por el camino de la Casa Absoluta?
Lentamente, la cabeza del gigante se movió de un lado a otro.
—Conoce el lenitivo que le ofreces —dijo el doctor Talos, riendo—. Él mismo se lo ha aplicado a muchos, pero ama demasiado la vida.
—Lo que le ofrezco es la vida, no la muerte.
—¿De veras? —El doctor levantó una ceja.— ¿Y dónde está tu amigo?
El gigante había alzado las varas de la carretilla.
—Calveros —dije—, ¿sabes quién fue el Conciliador?
—Eso ocurrió hace mucho —respondió Calveros—. No importa ahora. —Comenzó a avanzar por el sendero que no había tomado Dorcas. El doctor Talos siguió un momento, llevando a Jolenta colgada del brazo, y se detuvo.
—Severian, has tenido a tu cargo muchos prisioneros, según me has dicho. Si Calveros te diera otro crisos, ¿sujetarías a esta criatura hasta que estemos bastante lejos?
Todavía me sentía mal pensando en el dolor del gigante y en mi propio fracaso, pero me contuve y dije: —Como miembro del gremio sólo puedo aceptar encargos de las autoridades legalmente constituidas.
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