Gene Wolfe - La Garra del Conciliador

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La Garra del Conciliador: краткое содержание, описание и аннотация

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Este segundo libro nos continua mostrando el mundo del Sol Nuevo, poco a poco, a medida que Severian va tomando contacto con él. Aprendemos alguna cosa nueva, sobre todo en lo que respecta a clases sociales y al Autarca, pero todavia no queda muy claro nada. Está claro que para descubrir lo que hay realmente, la autentica realidad que vive Severian, hay que leer toda la saga descubriendo sus secretos poco a poco. El hecho de que Severian nos esté contando sus recuerdos ya es una pista, y empieza a vislumbrarse en qué se convertirá Severian pues entre los recuerdos de su pasado, deja entrever algo de su presente.

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Las cadenas de Calveros cayeron ruidosamente, y Dorcas gritó para que yo supiera que se había soltado. Me volví hacia él y di un paso atrás, sacando del soporte de la pared la antorcha más cercana, para que no se acercase. La antorcha goteó y el aceite de su cuenco estuvo a punto de ahoga la llama, que volvió a animarse cuando el azufre y las sales minerales que el doctor Talos había adherido con goma alrededor empezaron a arder.

El gigante fingía la locura que le exigía el papel. El áspero cabello le caía sobre los ojos, y detrás de esa cortina le ardían con tal intensidad que yo llegaba a verlos. La boca le colgaba fláccida, chorreando saliva, y dejaba ver unos dientes amarillos. Unos brazos dos veces más largos que los míos se extendieron hacia mí.

Lo que me asustaba —y admito que estaba asustado, y que en vez de la antorcha metálica hubiera deseado de corazón tener Terminus Esi en las manos— era lo que sólo puedo llamar la expresión debajo de la falta de expresión de la cara, y que estaba allí como el agua negra que a veces vislumbramos moviéndose bajo el hielo cuando el río se congela. Calveros había descubierto que disfrutaba terriblemente de ser como era ahora, y cuando lo encaré advertí por vez primera que no estaba fingiendo locura en el escenario, sino cordura y la apagada humildad que la acompaña. Entonces me pregunté cuánto habría influido en la redacción de la obra, aunque la explicación era tal vez que el doctor Talos había comprendido a su paciente mejor que yo.

Por supuesto que no teníamos que aterrorizar a los cortesanos del Autarca como habíamos aterrorizado a los campesinos. Calveros me arrebataría la antorcha, fingiría quebrarme la espalda, y pondría fin a la escena. Pero no lo hizo. No sé si estaba tan loco como pretendía o si verdaderamente estaba furioso contra nuestro público, cada vez más numeroso. Quizá las dos explicaciones sean correctas.

Sea lo que fuere, me arrancó la antorcha y se volvió hacia el público, blandiéndola de modo que el aceite ardiente voló alrededor en una lluvia de fuego. La espada con que poco antes había amenazado el cuello de Dorcas estaba a mis pies, e instintivamente me agaché a cogerla. Cuando volví a enderezarme, Calveros estaba en medio del público. La antorcha se había apagado y la agitaba como un mazo.

Alguien disparó una pistola. Aunque el proyectil le quemó el vestido, pareció que no había dado en el cuerpo. Varios exultantes habían desenvainado sus espadas y alguno — no veía quién— tenía esa arma que era la más rara de todas, un sueño. Se movía como el humo de los tirios, pero mucho más rápido, y en un momento envolvió al gigante. Pareció entonces que todo el pasado y mucho de lo que nunca había sido se cerraban alrededor de Calveros: una mujer canosa brotó junto a él, un bote pesquero quedó flotando justo encima de su cabeza, y un viento frío azotó las llamas que lo envolvían.

Pero esas visiones, que según se dice dejan a los soldados aturdidos e inermes, una carga para la causa, no parecieron afectar a Calveros, que siguió avanzando y abriéndose paso con la antorcha.

Entonces, en el instante siguiente en que estuve mirando (pues pronto me recobré lo suficiente como para huir de esa descabellada refriega) vi que varias figuras echaron a un lado las capas y —según me pareció— también las caras. Debajo de esas caras, que cuando ya no las llevaban puestas parecían de un tejido tan insustancial como los nótulos, había tales monstruosidades que yo nunca hubiera imaginado que pudieran tener existencia: una boca circular bordeada de dientes como agujas, ojos que eran mil ojos, imbricados como las escamas de una piña, mandíbulas como tenazas. Estas cosas quedaron en mi memoria como queda todo lo demás, y las he visto otra vez ante mí en las oscuras guardias de la noche. Cuando al fin me levanto y me vuelvo hacia las estrellas y las nubes empapadas de luna, me alegro mucho de haber visto sólo aquellas más próximas a nuestras candilejas.

Ya he dicho que huí. Pero el rato en que me demoré recogiendo Terminus Est y observando la descabellada carga de Calveros, estuvo a punto de costarme caro; cuando me volví para poner a salvo a Dorcas, ella había desaparecido.

Huí entonces, no tanto de la furia de Calveros, o de los cacógenos que había entre el público, o de los pretorianos del Autarca (presentía que acudirían pronto), sino para buscar a Dorcas. Corría y la llamaba, pero no encontraba más que las arboledas, fuentes y pozos abruptos de aquel interminable jardín; y por último, encorvado y con las piernas doloridas, aminoré el paso.

Me resulta imposible reflejar en el papel toda la amargura que sentí entonces. Encontrar a Dorcas y perderla tan pronto me parecía más de lo que podía soportar. Las mujeres creen —o al menos fingen que creen— que toda la ternura que sentimos por ellas viene del deseo; que las amamos cuando llevamos algún tiempo sin gozarlas, y que las despreciamos cuando estamos saciados, o para decirlo con más precisión, exhaustos. Una idea equivocada, aunque se la pueda presentar como verdadera. Cuando el deseo nos vuelve rígidos tendemos a fingir una gran ternura esperando satisfacer ese deseo; pero de hecho en ningún otro momento somos tan proclives a tratar brutalmente a las mujeres, ni es tan improbable que sintamos alguna emoción profunda excepto una. Mientras erré por los jardines anochecidos no sentí ninguna necesidad física de Dorcas (aunque no la había gozado desde que durmiéramos en la fortaleza de los dimarchi, más allá del Campo Sanguinario), porque había vaciado mi virilidad una y otra vez en Jolenta en el bote nenúfar. Pero si hubiera encontrado a Dorcas la hubiera cubierto de besos; y por Jolenta, que había empezado a disgustarme, ya sentía un cierto afecto.

No aparecieron Dorcas ni Jolenta, ni vi soldados apresurados, ni siquiera a quienes habían venido a entretenerse con nosotros. Parecía claro que el tiaso había sido confinado en alguna parte de los dominios, y yo me encontraba lejos de esa parte. Todavía hoy no estoy seguro de la extensión de la Casa Absoluta. Hay planos, pero incompletos y contradictorios. No hay en cambio planos de la Segunda Casa, e incluso el Padre Inire me dice que hace tiempo que ha olvidado muchos de sus misterios. Vagando por esos estrechos pasillos no he encontrado lobos blancos, pero sí escaleras que conducen a cúpulas bajo el río y trampas que se abren sobre lo que parecen bosques vírgenes. (Algunas de esas trampas están marcadas sobre la tierra con estelas de mármol ruinosas y medio invadidas de vegetación y otras, no.) Luego de cerrar esas trampas, y habiendo vuelto de mala gana a una atmósfera artificial, todavía mezclada con olores vegetales y de descomposición, me he preguntado a menudo si no habrá algún pasadizo que llegue a la Ciudadela. El viejo Ultan insinuó en cierta ocasión que los estantes de la biblioteca se extendían hasta la Casa Absoluta. ¿Qué es eso sino decir que la Casa Absoluta se extiende hasta los estantes de la biblioteca? Hay partes de la Segunda Casa que no son distintas a los pasillos ciegos en los que busqué a Triskele; quizá son los mismos pasillos, aunque en ese caso corrí un riesgo mayor del que suponía.

De estas especulaciones que pueden corresponder o no a los hechos, yo no tenía la menor idea en aquella época. Suponía, en mi inocencia, que los márgenes de la Casa Absoluta, que tanto en el espacio como en el tiempo se extendían mucho más allá de lo que pudiera adivinar quien no estuviese avisado, eran límites estrictos; y que me acercaba a ellos, o pronto me estaría acercando, o ya los había dejado atrás. Y así anduve toda esa noche, encaminándome hacia el norte guiado por las estrellas. Y mientras andaba, reexaminé mi vida como muy a menudo he evitado hacerlo mientras esperaba el momento de dormir. De nuevo Drotte, Roche y yo nadábamos bajo el Torreón de la Campana en la fría y húmeda cisterna; de nuevo sustituía el duende de juguete de Josefina con la rana robada; de nuevo extendía el brazo para agarrar la empuñadura del hacha que hubiera acabado con el gran Vodalus y salvado a Thecla, aún no recluida en prisión; de nuevo vi correr la cinta carmesí por debajo de la puerta de Thecla, a Malrubius inclinándose sobre mí, a Jonas desvaneciéndose por el infinito entre las dimensiones. De nuevo jugaba con guijarros en el patio junto a la derribada muralla, mientras Thecla esquivaba los cascos de la guardia montada de mi padre.

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