Gene Wolfe - La Garra del Conciliador

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La Garra del Conciliador: краткое содержание, описание и аннотация

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Este segundo libro nos continua mostrando el mundo del Sol Nuevo, poco a poco, a medida que Severian va tomando contacto con él. Aprendemos alguna cosa nueva, sobre todo en lo que respecta a clases sociales y al Autarca, pero todavia no queda muy claro nada. Está claro que para descubrir lo que hay realmente, la autentica realidad que vive Severian, hay que leer toda la saga descubriendo sus secretos poco a poco. El hecho de que Severian nos esté contando sus recuerdos ya es una pista, y empieza a vislumbrarse en qué se convertirá Severian pues entre los recuerdos de su pasado, deja entrever algo de su presente.

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Mucho después de haber visto la última balaustrada, seguía temiendo a los soldados del Autarca; pero después de algún tiempo en que ni tan siquiera vislumbré una patrulla distante, los fui despreciando, creyendo que su ineficacia era parte de esa desorganización general que tan a menudo había observado en la Comunidad. Presentía que, con mi ayuda o sin ella, Vodalus destruiría seguramente a tales chapuceros, y que incluso podría hacerlo ya, si tan sólo se decidiera a golpear.

Y, sin embargo, el andrógino de la túnica amarilla, que conocía la contraseña de Vodalus y recibió el mensaje como si lo esperara, era sin duda el Autarca, el señor de esos soldados y de hecho de toda la Comunidad en tanto ésta reconocía a un señor. Thecla lo había visto frecuentemente; esos recuerdos de Thecla eran ya los míos propios, y se trataba de él. Si Vodalus ya había ganado, ¿por qué seguía escondido? ¿O es que Vodalus no era más que una criatura del Autarca? (Y si era así, ¿por qué se refería Vodalus al Autarca como si él fuera un servidor?) Traté de convencerme de que todo lo que había pasado en la sala del cuadro y en el resto de la Segunda Casa había sido un sueño; pero sabía que no, y que ya no tenía el eslabón.

Pensando en Vodalus me acordé de la Garra, que el mismo Autarca me había instado a devolver a la orden de sacerdotisas llamadas las Peregrinas. La saqué de la bota. Ahora la luz era suave; no destellaba como en la mina de los hombres mono, ni estaba apagada como cuando Jonas y yo la examinamos en la antecámara. Aunque la tenía en la palma de la mano, me parecía ahora un gran estanque de aguas azules, más puro que la cisterna, mucho más puro que el Gyoll, en el que podía sumergirme… aunque entonces estaría, de alguna manera incomprensible, sumergiéndome hacia araba. Era a la vez reconfortante e inquietante, así que guardé otra vez la Garra, y seguí caminando.

El amanecer me sorprendió en un estrecho sendero que se perdía en un bosque más suntuoso en su descomposición que incluso el de las afueras de la Muralla de Nessus. Los frescos arcos de helechos faltaban aquí, pero unas enredaderas de dedos carnosos se aferraban como hetairas a las enormes caobas y los árboles de lluvia, convirtiendo las largas ramas en nubes de verde flotante y haciendo caer ricas cortinas salpicadas de flores. Arriba cantaban aves desconocidas para mí, y un mono que, a no ser por sus cuatro manos, podía haber pasado por un hombre de barba roja y cara arrugada, llegó a espiarme desde una horcadura tan alta como la aguja de una torre. Cuando ya no podía seguir caminando, encontré un lugar seco y sombrío entre raíces gruesas como pilares, y me envolví en mi capa.

Con frecuencia he tenido que perseguir el sueño, como si fuese la más esquiva de las quimeras, mitad leyenda y mitad aire. Ahora él saltaba sobre mí. No bien cerré los ojos, volví a encararme con el gigante enloquecido. Esta vez tenía conmigo Terminus Est, pero no parecía más que una varilla. No estábamos en un escenario, sino sobre un estrecho parapeto. A un lado ardían las antorchas de un ejército. Al otro, un abismo se abría sobre un lago extenso que a la vez era y no era el estanque azul de la Garra. Calveros levantó la antorcha terrible y yo, de algún modo, me había convertido en la figura infantil que había visto debajo del mar. Presentía que las mujeres gigantes no podían estar lejos. El mazo descendió golpeando.

Era la mitad de la tarde, y una caravana de hormigas rojas como llamas avanzaba por mi pecho. Después de caminar durante dos o tres guardias entre el pálido follaje de ese bosque noble pero sentenciado, desemboqué en un sendero más ancho, y una guardia más tarde (cuando las sombras se prolongaban) me detuve, husmeé el aire, y descubrí que el olor que había detectado era sin duda de humo. Para entonces estaba muerto de hambre y me adelanté corriendo.

XXVI — La separación

En el lugar donde el sendero se cruzaba con otro había cuatro personas sentadas en el suelo alrededor de una pequeña hoguera. A la primera que reconocí fue a Jolenta, cuya aura de belleza hacía que el claro pareciese un paraíso. Casi en el mismo momento Dorcas me reconoció y vino corriendo a besarme, y columbré la cara de zorro del doctor Talos detrás del voluminoso hombro de Calveros.

El gigante, al que tenía que haber reconocido casi en seguida, había cambiado y estaba casi irreconocible. Llevaba la cabeza envuelta en sucios vendajes, y en lugar de la chaqueta amplia y negra de siempre, tenía las espaldas cubiertas por un pegajoso ungüento que parecía barro y olía a agua estancada.

—Feliz encuentro, feliz encuentro —dijo el doctor Talos—. Nos hemos estado preguntando qué habría sido de ti. —Calveros indicó con una leve inclinación de la cabeza que en realidad era Dorcas quien se lo había estado preguntando; creo que yo hubiera podido adivinarlo sin esa insinuación.

—Estuve corriendo —les dije—. Y sé que Dorcas también. Me sorprende que no os mataran a todos vosotros.

—Casi lo hicieron —admitió el doctor asintiendo con un movimiento de cabeza.

Jolenta se encogió de hombros, de modo que este sencillo movimiento pareció una exquisita ceremonia.

—Yo también corrí. —Se sostuvo los pechos con las manos.— Pero mi constitución no es para eso, ¿verdad? En fin, que en la oscuridad choqué contra un exultante que me dijo que no siguiera corriendo, que él me protegería. Pero después llegaron unos spahis (cómo me gustaría atar esos animales a mi carruaje algún día, eran tan hermosos), y con ellos venía un alto oficial de esos que no están interesados en las mujeres. Tuve entonces la esperanza de que me llevaran ante el Autarca, cuyos poros apagan el brillo de las mismísimas estrellas, como casi sucede en la obra. Pero obligaron a irse a mi exultante y de nuevo volví al teatro donde estaban él —hizo un gesto hacia Calveros— y el doctor. El doctor estaba poniéndole una pomada y los soldados iban a matarnos, aunque yo veía que en realidad no querían matarme a mí. Después nos dejaron ir, y aquí estamos.

El doctor Talos añadió: —Encontramos a Dorcas al amanecer. Mejor dicho, ella nos encontró, y desde entonces hemos estado viajando lentamente hacia las montañas. Lentamente, pues a pesar de encontrarse mal, Calveros es el único capaz de cargar con nuestros accesorios, y aunque nos hemos deshecho de muchas cosas, quedan algunas otras que debemos guardar.

Dije que me sorprendía oír que Calveros sólo se encontraba mal, pues estaba convencido de que había muerto.

—El doctor Talos lo detuvo —dijo Dorcas—. ¿No es cierto, doctor? Y así fue como lo capturaron. Es sorprendente que no los mataran a los dos.

—Pues ya veis —dijo sonriendo el doctor Talos que todavía estamos entre los vivos. Y, aunque algo desmejorados, somos gente rica. Enséñale a Severian el dinero, Calveros.

Con gesto doloroso, el gigante cambió de postura y alzó una abultada bolsa de cuero. Miró al doctor como si esperara nuevas instrucciones y después desató las cuerdas y vertió sobre su mano enorme una lluvia de crisos recién acuñados.

El doctor Talos cogió una de las monedas y la alzó a la luz.

—Imagina un hombre de una villa pesquera junto al Lago Diuturna, ¿cuánto tiempo dedicaría a levantar paredes, por esta moneda?

Dije: —Supongo que al menos un año.

—¡Dos! Día a día, invierno y verano, llueva o haga sol, siempre que la cambiemos por piezas de cobre, como haremos un día. Tendremos cincuenta de esos hombres para reconstruir nuestra casa. ¡Espera hasta que la veas!

Calveros añadió con su voz pesada: —Si es que quieren trabajar.

El doctor pelirrojo giró hacia él: —¡Trabajarán! He aprendido algo desde la última vez, tenlo por seguro.

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