Gene Wolfe - La sombra del Torturador

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En un futuro tan distante que se parece al remoto pasado, el joven Severian estudia en la Ciudadela —de metal gris, refractario— los misterios del gremio de los torturadores, que han jurado torturar cuando el Autarca ordene torturar, o matar cuando él ordene matar.
Pero con la llegada de Thecla, una hermosa e inteligente mujer cuyas indiscreciones le han hecho perder su puesto de concubina en la Casa Absoluta, Severian desobedece las reglas, y la vida cambia para él. Espera ser ejecutado, pero en cambio es enviado a trabajar como simple verdugo en las vastas tierras de Thrax, la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas. En el momento de la partida el maestro Palaemon le entrega la antigua espada de verdugo, Tenninus Est. Así armado, parte hacia las distantes puertas de la Ciudad, y encuentra en el camino a los gemelos Agia y Agiltis, que lo empujan a combatir en el Campo Sanguinario; a la troupe teatral del doctor Talos; a Calveros, un gigante monstruoso; a la encantadora Jolenta, y a Dorcas, una joven enigmática que aparece en la costa del Lago de los Pájaros, donde yacen los muertos. A manos de Severian pasa también una joya misteriosa, la Garra del Conciliador, cuyos poderes podrían llevarlo nada menos que al trono de la Casa Absoluta. Pero primero tendrá que viajar hacia el norte, hasta las puertas de la Ciudad Imperecedera.

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El doctor me miró, con ojos centelleantes.

—Vaya, eso sería muy agradable, pero hemos de poner una condición. Hablaremos sólo del Muro y de los que en él habitan. Lo cual significa, que no haremos preguntas acerca de usted. Y usted, del mismo modo, nos devolverá la cortesía.

El desconocido se echó hacia atrás el sombrero y vi que en el sitio de la mano derecha tenía un mecanismo articulado de acero.

—Me habéis entendido mejor de lo que pretendía, como dijo el hombre al mirarse al espejo. Admito que había tenido esperanzas de preguntaros por qué viajabais con el carnificario y por qué esta señora, la más encantadora que haya visto nunca, camina por el polvo.

Jolenta soltó la correa de la espuela y dijo: —Es usted pobre, don, a juzgar por su aspecto, y ya no joven. No creo que le corresponda indagar sobre mí.

Aun a la sombra del portalón vi como un flujo de sangre encendía las mejillas del desconocido. Todo lo que ella había dicho era verdad. Aunque no tan sucias como las de Hethor, las ropas del hombre estaban gastadas y manchadas por el viaje. El viento le había arrugado y curtido la cara. Durante una docena de pasos, quizá, no replicó, pero por último empezó a hablar. Tenía una voz monótona, ni alta ni profunda, pero de un seco humor.

—En los viejos tiempos, los señores de este mundo no temían a nadie sino a su propio pueblo, y para defenderse contra él levantaron una gran fortaleza sobre la cima de una colina al norte de la ciudad. Entonces no se llamaba Nessus, ya que el río no estaba envenenado.

»Muchos de los del pueblo estaban disgustados por la construcción de la fortaleza, pues, decían, tenían derecho a matar a sus señores sin impedimentos si así lo deseaban. Pero otros se hicieron a la mar consultando con ahínco las estrellas, y volvieron con tesoros y conocimientos. Con el tiempo regresó una mujer que no traía nada más que un puñado de judías negras.

—¡Ah! —dijo el doctor Talos—. Es usted un narrador profesional. Pudo habernos informado antes, porque nosotros, como notó sin duda, somos algo parecido.

Jonas meneó la cabeza.

—No, ésta es la única historia que conozco… o casi. —Miró a Jolenta desde lo alto de la montura.— ¿Puedo continuar, la más maravillosa de las mujeres?

Mi atención se distrajo al ver la luz del día por delante de nosotros y el disturbio entre los vehículos que atestaban el camino al querer retroceder, azotando a las bestias de tiro y tratando de abrirse paso.

—… ella distribuyó las judías entre los señores de los hombres, y les dijo que a menos que la obedecieran, los arrojaría al mar y pondría fin al mundo. Ellos la capturaron y la hicieron trizas, pues tenían un dominio cien veces más completo que el del Autarca.

—Que viva hasta ver el Sol Nuevo —murmuró Jolenta.

Dorcas me apretó todavía más el brazo y preguntó: —¿Por qué tienen tanto miedo? — Luego gritó y sepultó la cara en las manos. La punta de hierro de un látigo le había rozado la mejilla. Yo dejé atrás el petigallo, agarré el tobillo del carretero que la había golpeado y lo arranqué de su asiento. En ese momento en todo el portalón resonaban vociferaciones y juramentos y los gritos de los heridos, y los bramidos de los animales asustados; y si el desconocido continuó su historia, no pude escucharla.

El conductor que arranqué del asiento tuvo que haber muerto de inmediato. Como quería impresionar a Dorcas, yo había intentado aplicarle el tormento que llamamos dos albancoques, pero el hombre había caído bajo los pies de los peatones y las pesadas ruedas de los carros. Ni siquiera sus gritos pudieron oírse.

Aquí me detengo, lector, después de haberte conducido de portalón a portalón… desde el portalón cerrado con candado y amortajado de neblina de nuestra necrópolis, hasta éste de rizadas volutas de humo, este portalón que es quizá, el más grande que exista, el más grande que haya existido jamás. Fue entrando por él que llegué a este otro. Y con seguridad, cuando entré por este segundo portalón, empecé una vez más a andar por un nuevo camino. Desde ese gran portalón en adelante, durante largo tiempo, partiría de la Ciudad Imperecedera y recorrería los bosques y los pastizales, las montañas y las junglas del norte.

Aquí me detengo. Si no quieres seguirme, lector, no puedo culparte. El camino no es fácil.

Apéndice — Nota sobre la traducción

Al traducir este libro —originalmente compuesto en una lengua que no ha cobrado todavía existencia— al inglés, podría haberme ahorrado no poco trabajo recurriendo a términos inventados; en ningún caso lo he hecho. Por tanto, en muchas ocasiones me he visto forzado a reemplazar conceptos todavía no descubiertos por sus equivalentes más próximos del siglo veinte. Palabras como peltasta, andrógino y exultante son sustituciones de esta especie. Metal se emplea de ordinario, pero no siempre, para designar una sustancia de la clase que la palabra sugiere a las mentes contemporáneas.

Cuando el manuscrito se refiere a especies animales que resultan de la manipulación biogenética o la importación de ejemplares extrasolares, el nombre ha sido reemplazado por el de especies similares extinguidas. (A decir verdad, Severian parece pensar a veces que una especie extinguida ha sido recuperada.) La naturaleza de los animales de montura y de tiro no está siempre clara en el original. Siento escrúpulos de llamar a estas criaturas caballos, pues estoy seguro de que la palabra no es estrictamente correcta. Los «caballos de guerra» de El libro del Sol Nuevo, son sin duda mucho más veloces y resistentes que los animales que conocemos, y la rapidez de los utilizados con fines militares parece permitir ataques de caballería contra enemigos provistos de armamento de alta energía.

El latín se emplea una o dos veces para indicar que las inscripciones, y otras cosas por el estilo, están en una lengua que Severian parece considerar anticuada. Cuál puede haber sido la verdadera lengua, no lo sé. A todos los que me han precedido en el estudio del mundo posthistórico, y particularmente a los coleccionistas —demasiado numerosos para nombrarlos aquí— que me han permitido examinar los artefactos que han sobrevivido a tantos siglos de futuridad, en especial a los que me han permitido visitar y fotografiar los edificios todavía en pie, les estoy sinceramente agradecido.

Gene Wolfe

FIN
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