Una vez que hubo reunido una suma suficiente, el doctor Talos volvió de un salto al escenario y reajustó hábilmente las cadenas que parecían mantenerlo sujeto a unas picas. Calveros rugió y tendió los largos brazos permitiendo que la audiencia viera que una segunda cadena, que antes no podía verse, lo tenía aún atrapado.
—Mírelo —me urgió el doctor Talos sotto voce—. Espántelo con una de las antorchas.
Fingí descubrir por primera vez que los brazos de Calveros estaban libres, y arranqué una de las antorchas de una esquina del escenario. Al instante las dos antorchas resplandecieron; las llamas, que habían ardido amarillas y claras sobre un fondo escarlata, ardían ahora azules y verdes, escupiendo chispas y multiplicando su tamaño con un terrible siseo. Yo arrojé la que había arrancado a Calveros gritando: —¡No, no! ¡Atrás, atrás! —una vez más urgido por el doctor Talos. Calveros respondió con un rugido más furioso que nunca. Tiraba de la cadena de un modo que hacía crujir la pared del escenario; la boca se le llenó de espuma, un espeso líquido blanco le caía por la comisura de los labios, le humedecía el enorme mentón y le manchaba la negra camisa como si fuera nieve. Algunos entre el público gritaron, y la cadena se rompió con el estrépito del látigo de un conductor de ganado. En este momento la cara del gigante era de una locura espantosa, y no se me habría ocurrido ponerme delante de él, del mismo modo que no hubiera intentado detener una avalancha; pero antes de que pudiera dar un paso y escapar, me había arrebatado la antorcha y me había tumbado con un mango de hierro.
Levanté la cabeza a tiempo para ver cómo arrancaba la otra antorcha y se adelantaba hacia la audiencia. Los alaridos de los hombres ahogaron los chillidos de las mujeres: sonaba como si nuestro gremio estuviera trabajando con cien clientes a la vez. Me puse de pie, e iba a librar a Dorcas y huir con ella, cuando vi al doctor Talos. Parecía estar de lo que sólo puedo llamar un maligno buen humor, y aunque se estaba librando de sus ataduras, parecía no tener ninguna prisa. Jolenta estaba haciendo otro tanto, y si había alguna expresión en esa cara perfecta, era de alivio.
—¡Muy bien! —exclamó el doctor Talos—. Muy bien por cierto. Puedes volver ahora, Calveros. No nos dejes en la oscuridad. —Y luego dirigiéndose a mí:— ¿Ha disfrutado con su primera experiencia en las tablas, maestro torturador? Por ser una actuación de principiante y sin ensayo previo, lo ha hecho bastante bien.
Me las compuse para asentir con la cabeza.
—Salvo cuando Calveros lo derribó. Tiene que perdonarlo, no advirtió que usted no lo sabía: era el momento de echarse al suelo. Ahora venga conmigo. Calveros tiene muchos talentos, pero la mirada aguda para descubrir pequeñeces perdidas en la hierba no es uno de ellos. Tengo algunas luces entre bastidores y usted e Inocencia nos ayudarán a recoger.
No entendí lo que quería decir, pero en unos instantes las antorchas estaban de nuevo en su sitio y comenzamos a registrar con linternas sordas la zona pisoteada frente al escenario.
—Es como proponer un juego —explicó el doctor Talos—. Y confieso que me encanta. El dinero en el sombrero es cosa segura… al acabar el primer acto puedo predecir hasta la última oricreta cuánto será. Pero ¡lo que se deja caer! Puede que no sea más que dos manzanas y un nabo, o cualquier cosa imaginable. Hemos encontrado un lechoncito. Delicioso, así dijo Calveros cuando se lo comió. Hemos encontrado un bebé. Hemos encontrado un bastón con empuñadura de oro que todavía conservo. Broches antiguos. Zapatos… Con frecuencia encontramos zapatos de todas clases. Ahora acabo de encontrar una sombrilla de mujer. —La sostuvo en alto.—Justo lo que necesita nuestra bella Jolenta para protegerse del sol cuando mañana vayamos de paseo.
Jolenta se estiró pero como tratando de no inclinarse hacia delante. Sobre la cintura la amplitud cremosa era tal, que la espina dorsal se curvaba hacia atrás para equilibrar el peso.
—Si hemos de ir a una posada esta noche, me gustaría hacerlo ahora —dijo—. Estoy muy cansada, doctor.
Yo mismo me sentía exhausto.
—¿Una posada? ¿Esta noche? Sería un criminal desperdicio de fondos. Considéralo desde este punto de vista, mi querida. La más cercana está a una legua de distancia cuando menos, y nos llevaría una guardia a Calveros y a mí empacar los decorados y nuestras pertenencias, aun con la ayuda de este amistoso Ángel del Tormento. A ese ritmo, cuando llegáramos a la posada el horizonte ya estaría bajo el sol, los gallos cantarían, y lo más probable es que un millar de necios se estuvieran levantando, dando portazos y arrojando fuera sus líquidos nocturnos.
Calveros gruñó (en señal de confirmación, según me pareció), y luego pateó con la bota como si hubiera encontrado algo venenoso entre la hierba.
El doctor Talos abrió los brazos como para recibir al universo.
—Mientras que aquí, querida, bajo las estrellas que son la propiedad privada y amada del Increado, tenemos todo lo que podamos desear para gozar del descanso más saludable. El aire es lo suficientemente fresco como para que aquellos que duermen se sientan agradecidos por el abrigo de las mantas y el calor del fuego, y no hay el menor indicio de que vaya a llover. Aquí acamparemos, aquí romperemos nuestro ayuno por la mañana, y de aquí partiremos renovados en las horas dichosas en que el día es joven.
—Mencionó usted algo sobre el desayuno —dije—. ¿Hay algo que podamos comer, Dorcas y yo? Estamos hambrientos.
—Pues claro que sí. He visto que Calveros acaba de recoger un cesto de camotes.
Varios de los miembros de nuestra audiencia debían de ser granjeros que volvían de un mercado con los productos que no habían logrado vender. Además de los camotes, encontramos un par de calabazas y varios tallos de caña de azúcar. El doctor Talos no utilizó la poca ropa de cama que encontramos diciendo que se mantendría levantado contemplando el fuego, y que quizá se echaría un sueñecito más tarde, en la silla que hacía apenas un instante fuera trono del Autarca y banco del Inquisidor.
Durante una guardia, quizá, me mantuve despierto. Pronto me di cuenta de que el doctor Talos no se iría a dormir, pero me aferré a la esperanza de que por una u otra razón, al fin nos dejaría. Durante un tiempo permaneció sentado como sumido en una profunda meditación; luego se puso de pie y empezó a caminar de un lado a otro frente al fuego. La suya era una cara inmóvil y, sin embargo, llena de expresión: un ligero movimiento de una ceja o la inclinación de la cabeza podían cambiarla por completo, y mientras iba de un lado a otro ante mis ojos entornados, vi dolor, alegría, deseo, ennui, decisión, y una veintena de otras emociones sin nombre en aquella máscara vulpina.
Por fin empezó a golpear los capullos de las flores silvestres. En un breve instante había decapitado todas las que se encontraban a una docena de pasos alrededor del fuego. Esperé hasta que ya no pude ver su figura erguida y enérgica, y sólo oía los sibilantes golpes del bastón. Entonces, lentamente, saqué la gema.
Era como si sostuviera una estrella, una cosa que ardía en la noche. Dorcas estaba dormida, y aunque había esperado que pudiéramos examinar juntos la gema, no quise despertarla. Los fríos rayos azules aumentaron hasta que tuve miedo de que el doctor Talos, aun cuando se encontrara lejos, pudiera verla. La sostuve ante mis ojos con la infantil esperanza de ver el fuego a través de ella como si fuera una lente. Luego la guardé. El mundo familiar de hierba y gente dormida se había convertido en una danza de chispas cortadas por el filo de una cimitarra.
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