Gene Wolfe - La sombra del Torturador

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En un futuro tan distante que se parece al remoto pasado, el joven Severian estudia en la Ciudadela —de metal gris, refractario— los misterios del gremio de los torturadores, que han jurado torturar cuando el Autarca ordene torturar, o matar cuando él ordene matar.
Pero con la llegada de Thecla, una hermosa e inteligente mujer cuyas indiscreciones le han hecho perder su puesto de concubina en la Casa Absoluta, Severian desobedece las reglas, y la vida cambia para él. Espera ser ejecutado, pero en cambio es enviado a trabajar como simple verdugo en las vastas tierras de Thrax, la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas. En el momento de la partida el maestro Palaemon le entrega la antigua espada de verdugo, Tenninus Est. Así armado, parte hacia las distantes puertas de la Ciudad, y encuentra en el camino a los gemelos Agia y Agiltis, que lo empujan a combatir en el Campo Sanguinario; a la troupe teatral del doctor Talos; a Calveros, un gigante monstruoso; a la encantadora Jolenta, y a Dorcas, una joven enigmática que aparece en la costa del Lago de los Pájaros, donde yacen los muertos. A manos de Severian pasa también una joya misteriosa, la Garra del Conciliador, cuyos poderes podrían llevarlo nada menos que al trono de la Casa Absoluta. Pero primero tendrá que viajar hacia el norte, hasta las puertas de la Ciudad Imperecedera.

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No sé qué edad tenía yo cuando murió el maestro Malrubius. Fue muchos años antes de que se convirtiera en capitán, de modo que yo tenía que ser muy pequeño. Sin embargo, recuerdo muy bien cuando el maestro Palaemon lo sucedió como maestro de aprendices; el maestro Malrubius había ocupado ese cargo desde que yo llegué a tener conciencia de que semejante cosa existía, y durante semanas y meses, quizá, no me parecía posible que el maestro Palaemon (aunque me gustaba tanto o más que el otro), fuera realmente nuestro verdadero maestro en el sentido en que lo había sido el maestro Malrubius, La atmósfera de desajuste e irrealidad se acrecentaba aún más por la idea de que el maestro Malrubius no estaba muerto, ni siquiera en un sitio alejado. Estaba, de hecho, sencillamente acostado en su alcoba, en la misma cama en la que había dormido cada noche mientras todavía nos enseñaba e imponía disciplina. Según un dicho, lo que no se ve, no existe; pero en este caso era lo contrario: invisible, el maestro Malrubius estaba más presente que nunca. El maestro Palaemon se negaba a afirmar que nunca volvería, de modo que cada acto se pesaba en una balanza doble: ¿Lo permitiría el maestro Palaemon? y ¿Qué diría el maestro Malrubius?

En definitiva no dijo nada. Los torturadores no van a la Torre de la Curación por muy enfermos que se encuentren; se dice —si con algún fundamento de verdad o no, no puedo decirlo— que las viejas cuentas se saldan allí.

Si estuviera escribiendo esta historia para entretener o aun para instruir a los lectores, no me detendría aquí a hablar del maestro Malrubius, que cuando me libré de la Garra, estaba sin duda convertido en polvo desde mucho tiempo atrás. Pero en una historia, como en otras cosas, hay necesidades y necesidades.

Sé poco de estilo literario, pero he aprendido mientras avanzaba, y descubro que este arte no difiere tanto, como se lo podría creer, de aquel en que me ejercité antaño.

Muchas veintenas, y a veces muchos centenares de personas, asisten a presenciar una ejecución, y he visto balcones que se desprendían de las paredes por el peso de los espectadores, matando a más en un único derrumbe que yo en toda mi carrera. Estas veintenas y centenares pueden equipararse a los lectores de una crónica escrita.

Pero hay otros, además de los espectadores, que es preciso satisfacer: la autoridad en cuyo nombre actúa el carnificario; los que le pagan para que el condenado tenga una muerte sencilla (o dura); y el carnificario mismo.

Los espectadores se sentirán satisfechos si no hay largas demoras, si se le permite hablar al condenado y éste lo hace bien, si la hoja alzada resplandece al sol un momento antes de descender, dándoles así tiempo de contener el aliento y codearse unos a otros, y si la cabeza cae con un satisfactorio flujo de sangre. De manera semejante vosotros, que algún día os zambulliréis en la biblioteca del maestro Ultan, requeriréis de mí que no haya largas demoras; personajes a los que se les permita hablar con brevedad pero con corrección; ciertas pausas dramáticas que señalen que algo importante está por ocurrir; emoción; y una buena cantidad de sangre.

Las autoridades por las que actúa el carnificario, los chiliarcas o arcontes (si se me permite prolongar la metáfora de mi discurso), no tendrán queja si al condenado se le impide escapar, o inflamar demasiado a la plebe; y si al final está indiscutiblemente muerto. Esa autoridad, que me guía mientras escribo, es también el impulso que me conduce a desempeñar mi tarea. Ella requiere que haya siempre en esta obra un tema central, que no se pierda en prefacios o índices, o en otra obra por completo diferente; que no se permita que la retórica la abrume; y que se la conduzca a una conclusión satisfactoria.

Los que pagan al carnificario para que la ejecución resulte indolora o dolorosa, pueden equipararse a las tradiciones literarias y a los modelos aceptados, ante los que estoy obligado a inclinarme. Recuerdo que un día de invierno, cuando la lluvia fría daba contra la ventana del aula en que nos dictaba clase, el maestro Malrubius —tal vez porque vio que estábamos demasiado desanimados para trabajar con seriedad, tal vez porque él mismo lo estaba—, nos contó que hacía muchos años, un cierto maestro Werenfrid, teniendo mucha necesidad de dinero, aceptó una remuneración de los enemigos del condenado y también de sus amigos; y que colocando una facción a la derecha del tajo y la otra a la izquierda, hizo, por su gran habilidad, que a cada una le pareciera que el resultado había sido satisfactorio. De esta misma manera, las partes contendientes de la tradición tironean de los escritores de historias. Sí, aun de los autarcas. Una parte desea sencillez; la otra riqueza de experiencia en la ejecución… de la escritura. Y yo he de intentar frente al dilema del maestro Werenfrid, pero careciendo de su habilidad, satisfacer a ambas. Eso es lo que he intentado hacer.

Queda el carnificario mismo; ése soy yo. No le basta recibir las alabanzas de todos. No le basta ni siquiera llevar a cabo lo que tiene que hacer de modo enteramente meritorio y de acuerdo con la enseñanza de los maestros y las antiguas tradiciones. Además de todo esto, si ha de sentir plena satisfacción en el momento en que el Tiempo levante por los cabellos su propia seccionada cabeza, tiene que agregar a la ejecución algún rasgo, por minúsculo que sea, que le pertenezca por entero y que él nunca repetirá. Sólo así podrá sentirse un artista libre.

Cuando compartí una cama con Calveros, tuve un sueño extraño; y al componer esta historia no vacilé en incluirlo, pues el relato de los sueños corresponde por entero a la tradición literaria. En el tiempo del que escribo ahora, cuando Dorcas y yo dormíamos bajo las estrellas con Calveros y Jolenta, y el doctor Talos velaba junto a nosotros, experimenté lo que pudo haber sido algo así como un sueño; y que está fuera de esa tradición. Advierto a los que más tarde quieran leer esto, que tiene escasa relación con lo que pronto ha de seguir; lo cuento porque me desconcertó en ese entonces, y porque me agrada contarlo. Sin embargo, es posible que desde que entró en mi mente, y allí quedó hasta hoy, afectara mi conducta durante la última parte de mi historia.

Una vez bien escondida la Garra, me acosté sobre una vieja manta cerca del fuego. La cabeza de Dorcas estaba cerca de la mía; los pies de Jolenta apuntaban a los míos; Calveros yacía de espaldas al otro lado del fuego con las botas de suela gruesa sobre los rescoldos. La silla del doctor Talos estaba cerca de la mano del gigante, pero apartada del fuego. Si estaba sentado de cara a la noche o no, me es imposible afirmarlo, porque en parte del tiempo cuyo transcurso me propongo relatar, yo parecía consciente de que él estaba allí en la silla, y otras veces dejaba de verlo. El cielo estaba aclarando. Hasta mis oídos llegó un ruido de pasos que, sin embargo, no perturbó mi reposo: era un andar pesado pero suave; luego oí el sonido de una respiración, el resuello de un animal. Yo estaba en verdad tan cerca de quedarme dormido que no volví la cabeza. El animal se acercó hasta mí y me olió las ropas y la cara. Era Triskele, y Triskele se echó a mi lado, apretando la espina dorsal contra mi cuerpo. Entonces no me pareció extraño que me hubiera encontrado, aunque recuerdo que me había alegrado volver a verlo.

Una vez más sentí ruido de pasos, ahora era el andar lento y firme de un hombre; supe en seguida que era el maestro Malrubius; recordaba su modo de andar en los corredores bajo la torre los días que hacíamos la ronda de las celdas; el sonido era el mismo. De pronto entró en el círculo de mi visión. Tenía la capa polvorienta, como siempre (excepto en las ocasiones más formales); la arrastró por el suelo, como otras veces, mientras se sentaba sobre una caja de guardarropía.

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