—Estás diciendo que lo que vimos era un signo.
Sacudí la cabeza.
—El libro está diciendo que todo es un signo. El poeta de ese cerco es un signo, y también lo es el modo en que el árbol se inclina sobre él. Algunos signos suelen expresar el tercer significado con mayor facilidad que otros.
Durante unos cien pasos permanecimos en silencio. Luego Dorcas dijo: —Me parece que si lo que explica el libro de la chatelaine es cierto, la gente lo entiende todo al revés. Vimos una gran estructura saltar en el aire y deshacerse en la nada ¿no es así?
—Yo sólo la vi suspendida sobre la ciudad. ¿Saltó?
Dorcas asintió. Pude ver el brillo de sus pálidos cabellos a la luz de la luna.
—Me parece que lo que llaman el tercer significado es muy claro. Pero el segundo es más difícil de encontrar, y el primero, que tendría que ser el más sencillo, es imposible.
Estaba por decirle que la entendía —al menos en lo que se refería al tercer significado— cuando a cierta distancia oí un rugido que retumbó como un trueno. Dorcas exclamó: —¿Qué fue eso? —y tomó mi mano en la suya, pequeña y cálida.
—No lo sé, pero me pareció que provenía de aquel matorral, de allí arriba.
Ella asintió.
—Ahora oigo voces.
—Tu oído es mejor que el mío, parece.
De pronto oímos el mismo rugido, más fuerte y prolongado; y esta vez, quizá porque estábamos más cerca, me pareció ver un resplandor de luces a través de un bosquecillo de jóvenes hayas que teníamos delante.
—¡Allí! —dijo Dorcas, y señaló un punto algo al norte de los árboles—. Eso no puede ser una estrella. Está demasiado bajo y brilla demasiado; y se mueve muy de prisa.
—Es una linterna, creo. En una carreta, o tal vez alguien la lleva en la mano.
El estruendo se oyó una vez más, y entonces supe lo que era: un tambor batiente. Yo mismo oía voces ahora, y en particular, una voz más profunda que el tambor, y casi tan fuerte. Al bordear el extremo del soto, vimos a unas cincuenta personas reunidas alrededor de una pequeña plataforma. De pie sobre ella, entre antorchas encendidas, un gigante sostenía debajo del brazo un timbal parecido a un tam-tam. Un hombre mucho más pequeño, ricamente vestido, estaba a la derecha, y a la izquierda, casi desnuda, la mujer de belleza más sensual que yo hubiese visto jamás.
—Todo el mundo está aquí —decía en tono enérgico el hombre pequeño—. Todo el mundo está aquí. ¿Qué preferís? ¿Amor y belleza? —Señaló a la mujer.— ¿Fuerza? ¿Coraje? —Apuntó al gigante.— ¿Ilusión? ¿Misterio? —Se dio con la mano en el pecho.— ¿Vicio? —Señaló una vez más al gigante.— Y ¡mirad quién viene aquí! Es nuestra vieja enemiga, la muerte, que tarde o temprano siempre llega. —Entonces me señaló a mí, y todas las caras se volvieron para mirarme.
Eran el doctor Talos y Calveros; me pareció inevitable verlos allí, no bien los hube reconocido. Que yo supiera, nunca había visto a la mujer.
—¡La Muerte! —dijo el doctor Talos—. La Muerte ha llegado. Dudé de ti estos dos últimos días; tendría que haber sabido a qué atenerme.
Esperaba que la gente riera ante ese humor tan siniestro, pero no lo hizo. Unos pocos murmuraron entre dientes, y una vieja fea se escupió la palma de la mano y apuntó al suelo con dos dedos.
—¿Y a quién ha traído con él? —El doctor Talos se inclinó hacia delante para observar a Dorcas a la luz de la antorcha.— Creo que es la Inocencia. Sí, es la Inocencia. ¡Ahora todo el mundo está aquí! El espectáculo empezará dentro de unos instantes. ¡No es para gente de corazón débil! ¡Nunca habréis visto nada igual, nada en absoluto! Todo el mundo está aquí ahora.
La hermosa mujer se había marchado, y tal era el magnetismo de la voz del doctor, que no advertí el momento en que desapareció.
Si describiera ahora la representación del doctor Talos tal como me pareció desde mi papel de protagonista, el resultado sería una mera confusión. Cuando lo describa tal como apareció ante la audiencia (como tengo intención de hacerlo en un momento más oportuno de esta crónica), es probable que nadie me crea. En un drama con un reparto de cinco personas, de los cuales dos, en la noche de estreno, no habían aprendido sus papeles, marcharon ejércitos, tocaron orquestas, cayó la nieve, y tembló Urth. El doctor Talos exigía mucho de la imaginación del espectador; pero la estimulaba mediante palabras, y una maquinaria sencilla aunque eficaz: sombras proyectadas sobre pantallas, proyectores holográficos, ruidos grabados, telones reflectores y cualquier otro artificio concebible. En conjunto lo lograba todo de manera admirable como lo demostraban los sollozos, los gritos y los suspiros que de vez en cuando llegaban a nosotros desde la oscuridad.
Triunfante en todo esto, sin embargo fracasaba. Porque lo que él quería era comunicar, contar una gran historia que tenía en la mente, y que no podía resumirse con simples palabras; pero ninguno de los que asistieron a la representación —y aún menos nosotros, que nos movíamos por el escenario y hablábamos cuando nos lo indicaba— se fue con una comprensión clara del sentido de la historia. Sólo podía expresarse (decía el doctor Talos) mediante el redoble de las campanas y el trueno de las explosiones, y a veces por el desarrollo del ritual. Sin embargo, como en definitiva quedó probado, ni siquiera esas cosas eran suficientemente expresivas. Había una escena en la que el doctor Talos luchaba con Calveros hasta que la sangre manaba de los rostros de ambos; había otra en la que Calveros buscaba a una aterrorizada Jolenta (ése era el nombre de la mujer más hermosa del mundo) en un cuarto de un palacio subterráneo y por último se sentaba sobre la cómoda en la que ella se escondía. En la parte final yo ocupaba el centro del escenario presidiendo una cámara de inquisición en la que Calveros, el doctor Talos, Jolenta y Dorcas estaban atados a diversos aparatos. Mientras la audiencia miraba, yo infligía los más extravagantes e ineficaces (si hubieran sido reales) tormentos a cada uno y por turno. En esta escena no pude evitar oír los murmullos de los espectadores mientras me preparaba, tal como parecía, a arrancarle las piernas a Dorcas. Aunque yo no lo sabía, se les había permitido ver que Calveros se estaba librando de sus ataduras. Algunas mujeres gritaron cuando las cadenas cayeron al suelo con estrépito; yo miré disimuladamente al doctor Talos en demanda de instrucciones, pero él, que con mucho menor esfuerzo ya se había desatado, saltaba en ese momento hacia la audiencia.
—Tableau —gritó—. Tableau, todos. —Me quedé quieto, entendiendo que era eso lo que quería decir.— Agraciado público, habéis observado nuestro pequeño espectáculo con admirable atención. Ahora solicitamos parte de vuestra bolsa, además de parte de vuestro tiempo. En la conclusión de la pieza veréis lo que ocurre ahora que el monstruo se ha liberado. —El doctor Talos tendía el sombrero de copa hacia la audiencia y oí que algunas monedas resonaban dentro de él. Insatisfecho, saltó desde el escenario y empezó a moverse entre la gente.— Recordad que una vez liberado, nada se interpone entre él y la consumación de sus brutales deseos. Recordad que yo, su atormentador, estoy ahora atado y a su merced. Recordad que no conocéis, gracias, sieur, la identidad de la misteriosa figura que vio la Contessa a través de las cortinas de la ventana. Gracias. Que sobre el calabozo que ahora veis, la estatua llorosa, gracias, sigue todavía cavando al pie del fresno. Vamos, pues. Habéis sido generosos con vuestro tiempo. Sólo pedimos que no seáis mezquinos con vuestro dinero. Unos pocos, es cierto, nos han dado buen trato, pero no actuamos para unos pocos. ¿Dónde están los brillantes asimi que deberían estar luciendo en mi pobre sombrero desde hace ya rato? ¡No pagarán los pocos por la multitud! Si no tenéis asimi, entonces oricretas; si no las tenéis, ¡con seguridad no habrá ninguno de vosotros que no tenga aes!
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