—Yo cargaré su espada, maestro.
El ofrecimiento parecía honesto, aunque recordé que el plan que Agia y su hermano habían trazado contra mí, había nacido del deseo de poseer a Términus Est. Con tanto firmeza como pude dije: —No. Ni ahora ni nunca.
—Siento pena por usted, maestro, al verlo andar con ella sobre el hombro… Tiene que ser muy pesada.
Estaba explicándole que en realidad el peso no era tan abrumador como parecía, cuando rodeamos el borde de una apacible colina y vi a media legua de distancia un camino recto que conducía a una abertura en el Muro… Estaba atestado de carros, coches, transeúntes de toda especie, todos ellos reducidos a pigmeos por las dimensiones del Muro y el imponente portalón, al punto que la gente parecía termitas y las bestias de carga hormigas tirando de migajas. El doctor se volvió hasta que estuvo andando de espaldas y saludando el Muro con la mano, tan orgulloso como si él mismo lo hubiera construido.
—Algunos de vosotros, supongo, nunca habrán visto esto. ¿Severian? ¿Señoras? ¿Habéis estado alguna vez tan cerca?
Hasta Jolenta sacudió la cabeza, y yo dije: —No. He pasado mi vida tan cerca del centro de la ciudad, que el muro no era más que una línea oscura en el horizonte septentrional, cuando mirábamos desde lo alto de nuestra torre. Estoy asombrado, lo admito.
—Los antiguos construían bien ¿no es así? Pensad… al cabo de tantos milenios, todas las zonas abiertas por las que hoy hemos pasado están aún reservadas para el desarrollo de la ciudad. Pero Calveros sacude la cabeza. ¿No te das cuenta, querido paciente, que todos estos agradables bosquecillos y prados por los que hemos pasado esta mañana serán desplazados un día por edificios y calles?
—No estaban destinados al desarrollo de Nessus —dijo Calveros.
—Claro que sí, claro que sí. Estoy seguro, estoy perfectamente enterado del asunto. — El doctor se volvió y nos guiñó un ojo.— Calveros es mayor que yo y por tanto cree que lo sabe todo. A veces.
Pronto estuvimos a unos cien pasos del camino, y la atención de Jolenta se volvió hacia el tránsito.
—Si es posible alquilar una litera, tiene usted que conseguírmela —le dijo al doctor Talos—. No podré actuar esta noche, si tengo que caminar todo el día.
Él se negó.
—Olvidas que no tengo dinero. Si ves una litera y deseas alquilarla, por supuesto, no me opondré. Si no puedes actuar esta noche, tu suplente te reemplazará.
—¿Mi suplente?
El doctor señaló a Dorcas.
—Estoy seguro de que está ansiosa por desempeñar el papel principal. Lucirá magnífica en él. ¿Por qué crees que permití que se uniera a nosotros y participara en la representación? Habrá que reescribir más si tenemos dos mujeres.
—Ella se irá con Severian, tonto. ¿Acaso no dijo él esta mañana que volvería en busca de…? —Jolenta se volvió hacia mí; la expresión de enojo la volvía más hermosa todavía.— ¿Cómo las llamaste? ¿Perigras?
—Peregrinas —dije. A todo esto un hombre que montaba un petigallo a un costado del flujo de gente y animales, frenó la minúscula montura—. Si buscáis a las peregrinas — dijo— vuestro camino es el mío: fuera del portalón, no hacia la ciudad. Pasaron por esta carretera anoche.
Apresuré el paso hasta que pude aferrar el arzón de su silla y le pregunté si estaba seguro.
—Desperté cuando los otros clientes de mi posada se precipitaron a la carretera para recibir las bendiciones —dijo el hombre montado en el petigallo—. Miré por la ventana y vi la procesión. Los sirvientes portaban de esas iluminadas de cirios, pero vueltas del revés, y las sacerdotisas llevaban desgarradas las vestiduras. —La cara del hombre, que era larga, ajada y humorística, se partió en una sonrisa de desagrado.— No sé qué habrá podido ocurrir de malo, pero creedme, la partida fue impresionante e inconfundible… pero eso es lo que dijo el oso, como sabéis, de los que habían ido de paseo al campo.
El doctor Talos le susurró a Jolenta: —Creo que el ángel de la agonía y tu sustituía se quedarán con nosotros un tiempo más.
Tal como sucedió, estaba a medias equivocado. Sin duda tú, que quizás hayas visto el Muro muchas veces y hayas pasado a menudo por uno u otro de sus portalones, te impacientarás conmigo; pero antes de continuar la historia de mi vida, siento que por mi propia paz tengo que dedicarle unas pocas palabras.
He hablado ya de la altura del Muro. Pocas especies de pájaros, me parece, son capaces de sobrevolarlo. El águila y el gran teratornis de la montaña, y tal vez los gansos salvajes; pero pocos más. Ésa era la altura que esperaba encontrar cuando llegué a la base: el Muro había sido visible desde hacía ya muchas leguas, y nadie que lo observara con las nubes moviéndose sobre él como las ondas sobre un estanque, podía equivocarse acerca de su altura. Como los muros de la Ciudadela, está hecho de metal negro, y por esta razón me parecía tal vez menos terrible; los edificios que había visto en la ciudad eran de piedra o ladrillo, y toparme ahora con el material que había conocido desde que era niño, no me resultó desagradable.
No obstante, entrar por el portalón era como entrar en una mina, y no pude evitar un escalofrío. Noté también que todos los que me rodeaban, excepto el doctor Talos y Calveros, sentían lo mismo que yo. Dorcas me apretó aún más la mano y Hethor inclinó la cabeza. Jolenta pareció considerar que el doctor, con quien había estado discutiendo un momento antes, la protegería; pero cuando al tocarle el brazo se dio cuenta de que él no le hacía ningún caso, siguió contoneándose y golpeando el pavimento con el bastón como lo venía haciendo a la luz del sol; al cabo de un momento lo dejó, y yo observé asombrado que se aferraba al estribo del hombre que montaba el petigallo.
Los costados del portalón se alzaban sobre nosotros, a grandes trechos horadados por ventanas de un material más grueso y a la vez más claro que el cristal. Tras esas ventanas veíamos moverse figuras de hombres y mujeres, y de criaturas que no eran ni lo uno ni lo otro. Supongo que serían cacógenos,. seres para quienes el averno es como una caléndula o una margarita para nosotros. Otros parecían seres cuyo aspecto era demasiado humano, de modo que cabezas con cuernos nos observaban con ojos excesivamente sensatos, y había bocas que parecían hablar, con dientes como clavos o ganchos. Le pregunté al doctor Talos qué eran aquellas criaturas.
—Soldados —dijo—. Los pándores del Autarca.
Jolenta a la que el miedo hacía que presionara uno de sus grandes pechos contra el muslo del hombre que montaba el petigallo, susurró: —Cuyo sudor es el oro de sus súbditos.
—¿Dentro del Muro mismo, doctor?
—Como ratas. Aunque es de un espesor enorme, está lleno de colmenas por todas partes… así se me ha dado a entender. En sus pasajes y galerías habita una soldadesca innumerable, lista para defenderlo como las termitas defienden sus altos nidos de tierra en las pampas del norte. Ésta es la cuarta vez que Calveros y yo lo hemos atravesado, porque en una oportunidad, como se lo hemos dicho, vinimos al sur, entrando en Nessus por este portalón y abandonándola al cabo de un año por el portalón llamado del Sufrimiento. Sólo recientemente volvimos con lo poco que habíamos ganado y entramos por el otro portalón del sur, el de la Alabanza, y siempre hemos visto el interior del Muro como lo ve usted ahora, con las caras de estos esclavos del Autarca mirándonos. No dudo de que hay algunos de entre ellos que buscan algún delincuente en particular, y que si lo vieran, saldrían y se apoderarían de él.
En ese momento, el hombre sobre el petigallo (cuyo nombre era Jonas, como me enteraría más tarde) me comentó: —Discúlpame optimate, pero no pude evitar oír lo que decía. Puedo aclarárselo con mayor exactitud, si lo desea.
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