—No iré con usted —dije.
El doctor Talos me miró sorprendido.
—Tengo que volver a la ciudad. He de atender un asunto con la Orden de las Peregrinas.
—Entonces puede quedarse con nosotros hasta que lleguemos al camino principal. Será la forma más rápida de volver. —Quizá porque no me hizo preguntas, sentí que sabía más de lo que parecía saber.
Sin tener en cuenta nuestra conversación, Jolenta ahogó un bostezo.
—Tendré que dormir algo más antes de esta noche, o mis ojos no lucirán tan bien como sería necesario.
—Lo haré —dije—, pero me marcharé cuando lleguemos al camino.
El doctor Talos ya estaba despertando al gigante, sacudiéndolo y golpeándole los hombros con el bastón.
—Como desee —dijo, pero no supe si hablaba con Jolenta o conmigo. Le acaricié a Dorcas la frente y le susurré que era hora de ponernos en marcha.
—¿Por qué me despertaste? Estaba soñando el más bello de los sueños… Era tan real.
—También yo… antes de despertar, quiero decir.
—¿Hace mucho que has despertado, entonces? ¿Esa manzana es para mí?
—Me temo que será todo tu desayuno.
—Es todo lo que me hace falta. Mírala, qué redonda es, qué roja. ¿Cómo es aquello de «Rojo como las manzanas…» No lo recuerdo. ¿Quieres un mordisco?
—Ya he comido. Una granada.
—Pude suponerlo por las manchas que tienes en la boca. Creí que habrías estado chupando sangre toda la noche. —Me mostré sin duda desagradablemente sorprendido, porque en seguida añadió:— Bueno, parecías un murciélago negro inclinado sobre mí.
Calveros estaba sentado ahora, y se frotaba los ojos con las manos como un niño desdichado. Dorcas le dijo por sobre el fuego: —Es terrible tener que levantarse tan temprano ¿no es cierto, don? ¿También usted soñaba?
—Ningún sueño —respondió Calveros—. Nunca sueño. —(El doctor Talos me miró y sacudió la cabeza como diciendo: Muy poco saludable.} —Le daré algunos de los míos, entonces. Severian dice que también él tiene muchos.
Aunque despierto por completo, Calveros se quedó mirándola extrañado. —¿Quién es usted?
—Yo… —Dorcas se volvió hacia mí, asustada.
—Dorcas —dije yo.
—Sí, Dorcas. ¿No lo recuerda? Nos conocimos detrás del telón, anoche. Usted… su amigo nos presentó y dijo que yo no debía tenerle miedo porque sólo fingía lastimar a la gente. En el espectáculo. Yo dije que lo entendía, porque Severian hace cosas terribles, pero en realidad es tan bueno… —Dorcas volvió a mirarme.— Tú lo recuerdas, Severian, ¿no?
—Pues claro. No creo que tengas que preocuparte por Calveros sólo porque lo ha olvidado. Es corpulento, lo sé, pero esa talla es como mis ropas fulígenas… le hace parecer mucho peor de lo que es.
Calveros le dijo a Dorcas: —Tiene usted una magnífica memoria. Me gustaría poder recordarlo todo de ese modo. —La voz le resonaba como un rodar de piedras pesadas.
Mientras hablábamos, el doctor Talos había traído la caja con el dinero. La hizo resonar para interrumpir nuestra conversación.
—Venid, amigos, os he prometido una distribución justa y equitativa de los beneficios de nuestra representación, y cuando eso se haya acabado, será hora de ponernos en camino. Vuélvete, Calveros, y extiende la manos sobre tu regazo. Sieur Severian, señoras, ¿queréis acercaros también?
Yo había notado, por supuesto, que cuando habló de repartir las contribuciones de la noche anterior, el doctor había especificado que serían divididas en cuatro partes; pero yo había supuesto que quien no recibiría nada sería Calveros, pues parecía el esclavo del doctor. Ahora, sin embargo, después de revolver el contenido de la caja, el doctor Talos puso un brillante asirni en las manos del gigante, me dio otro a mí, un tercero a Dorcas y un puñado de oricretas a Jolenta; luego empezó a distribuir oricretas de una en una.
—Notaréis que hasta ahora todo es dinero legítimo —dijo—. Lamento informaros que hay aquí además un número bastante crecido de monedas dudosas. Cuando la especie no sujeta a duda se haya acabado, cada uno de vosotros tendrá su parte de ellas.
—¿Ha tomado ya la suya, doctor? —preguntó Jolenta—. Creo que los demás tendríamos que haber estado presentes.
Las manos del doctor Talos, que venían trasladándose de cada uno de nosotros al siguiente mientras contaba las monedas, se detuvieron un momento.
—Yo no tengo participación —dijo.
Dorcas me miró como para confirmar lo que pensaba y murmuró: —Eso no parece justo.
—No es justo, doctor —dije—, usted participó en el espectáculo de anoche como cualquiera de nosotros, y recogió el dinero, y por lo que he visto, procuró el escenario y los decorados. En el peor de los casos tendría que recibir una parte doble.
—Yo no tomo nada —dijo el doctor Talos con lentitud. Era la primera vez que lo veía confundido—. Me complace dirigir lo que ahora puedo llamar la compañía. Escribí la pieza que representamos y como… —(miró alrededor de él como buscando una comparación)— … como esa armadura de allí desempeño mi parte. Estas cosas constituyen mi placer, y son toda la recompensa que necesito.
»Ahora bien, amigos, habréis observado que hemos quedado reducidos a unas pocas oricretas y que no son suficientes para completar otra vez la ronda. Para ser preciso, sólo quedan dos. Quien lo desee puede quedarse con ellas siempre que renuncie a los aes y las monedas dudosas. ¿Severian? ¿Jolenta?
Con cierta sorpresa de mi parte, Dorcas dijo: —Yo me quedo con ellas.
—Muy bien. No he de discriminar la distribución del resto, sencillamente lo repartiré. Advierto a los que lo reciban, que tengan cuidado al pasarlo. Hay sanciones para estas cosas, aunque fuera del Muro… ¿Qué es esto?
Me volví y vi a un hombre vestido con gastadas ropas grises que avanzaba hacia nosotros.
No sé por qué ha de ser humillante recibir a un extraño mientras uno está sentado en el suelo, pero así es. Las dos mujeres se pusieron de pie cuando la figura gris se aproximó, y lo mismo hice yo. Aun Calveros se puso de pie, no sin esfuerzo, de modo que cuando el recién llegado estuvo a una distancia en la que era posible hablar, sólo el doctor Talos, que había reocupado nuestra única silla, estaba sentado.
No obstante, difícilmente podría concebirse una figura menos imponente. Era de pequeña estatura, y como llevaba ropas demasiado grandes para él, parecía aún más pequeño. Tenía la débil barbilla mal afeitada; al acercarse, se quitó una gorra grasienta y reveló una cabeza sobre la que el pelo escaseaba a cada lado, lo que dejaba una única línea ondulante y central, como la cresta de un viejo y sucio burginot. Sabía que lo había visto en otro sitio, pero transcurrió un tiempo antes de que pudiera reconocerlo.
—Señores —dijo—. ¡Oh, señores y señoras de la creación, mujeres tocadas de seda, de cabellos de seda, y hombre que comandan imperios y los ejércitos de los e… e… enemigos de nuestra f… f… fotosfera! ¡Torre fuerte como la piedra, fuerte como el r… r… roble al que nuevas hojas le crecen después del fuego! ¡Y mi amo, amo oscuro, victoria de la muerte, virrey de lan… noche! ¡Mucho tiempo he viajado en barcos de velas de plata, de cien mástiles que llegan a las e… e… estrellas, yo, que floté entre los brillantes foques mientras las Pléyades ardían más allá del m… m… mástil verdadero! ¡Nunca he visto nada igual! He… He… Hethor soy yo, venido para servirlo, limpiarle la capa, afilar la gran espada, c… c… cargar el cesto con los ojos de las víctimas, ojos que me miran, Amo, ojos como las lunas muertas de Verthandi cuando el sol se ha puesto. ¡Cuando el sol se ha puesto! ¿Dónde están los brillantes actores? ¿Cuánto tiempo arderán las antorchas? ¡Las manos he… he… heladas las buscan a tientas, pero los cuencos de las antorchas están más fríos que el hielo, más fríos que las lunas de Verthandi, más fríos que los ojos de los muertos! ¿Dónde está, pues, la fuerza que bate el lago hasta volverlo espuma? ¿Dónde está el imperio, dónde los Ejércitos del Sol, las largas lanzas, los estandartes de oro? ¿Dónde están las mujeres de cabellos de seda que sólo a… a… anoche amamos?
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