Gene Wolfe - La sombra del Torturador

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La sombra del Torturador: краткое содержание, описание и аннотация

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En un futuro tan distante que se parece al remoto pasado, el joven Severian estudia en la Ciudadela —de metal gris, refractario— los misterios del gremio de los torturadores, que han jurado torturar cuando el Autarca ordene torturar, o matar cuando él ordene matar.
Pero con la llegada de Thecla, una hermosa e inteligente mujer cuyas indiscreciones le han hecho perder su puesto de concubina en la Casa Absoluta, Severian desobedece las reglas, y la vida cambia para él. Espera ser ejecutado, pero en cambio es enviado a trabajar como simple verdugo en las vastas tierras de Thrax, la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas. En el momento de la partida el maestro Palaemon le entrega la antigua espada de verdugo, Tenninus Est. Así armado, parte hacia las distantes puertas de la Ciudad, y encuentra en el camino a los gemelos Agia y Agiltis, que lo empujan a combatir en el Campo Sanguinario; a la troupe teatral del doctor Talos; a Calveros, un gigante monstruoso; a la encantadora Jolenta, y a Dorcas, una joven enigmática que aparece en la costa del Lago de los Pájaros, donde yacen los muertos. A manos de Severian pasa también una joya misteriosa, la Garra del Conciliador, cuyos poderes podrían llevarlo nada menos que al trono de la Casa Absoluta. Pero primero tendrá que viajar hacia el norte, hasta las puertas de la Ciudad Imperecedera.

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—Se encontraba usted entre nuestra audiencia, según entiendo —dijo el doctor Talos—. Comprendo que desee volver a ver la función. Pero no podremos satisfacerlo hasta la noche, y para ese entonces esperamos encontrarnos a cierta distancia de aquí.

Hethor, a quien había conocido fuera de la prisión de Agilus junto con el hombre gordo, la mujer de ojos anhelantes y los demás, no pareció oírlo. Me miraba a mí y a veces, miraba también a Calveros y a Dorcas.

—Le hizo daño ¿no es cierto? Retorciéndose, retorciéndose. Vi brotar la sangre, roja como el Pentecostés. ¡Q… q… qué honor para usted! También usted lo sirvió y ese cometido es más alto que el mío.

Dorcas sacudió la cabeza y apartó los ojos. El gigante no hacía más que mirarlo. El doctor Talos dijo: —Seguramente entenderá usted que lo que vio era una representación teatral. —(Recuerdo haber pensado que si la mayor parte de la audiencia hubiera captado mejor esa idea, nos habríamos encontrado en un dilema embarazoso cuando Calveros saltó del escenario.) —E… e… entiendo más de lo que usted cree, ¡yo, el viejo capitán, el viejo teniente, el viejo c… c… cocinero en la vieja c… c… cocina, el que prepara la sopa, el que prepara el caldo para las mascotas agonizantes! Mi amo es real, pero ¿dónde están sus ejércitos? Real, pero ¿dónde están sus imperios? ¿M… m… manará sangre falsa de una herida verdadera? ¿Dónde está su fuerza una vez perdida la sangre, dónde el brillo de los cabellos de seda? L… 1… la recogeré en una copa de cristal, yo, el viejo c… capitán del viejo b… barco renqueante, con la negra silueta de la tripulación recortada sobre las velas de plata y la ch… ch… chimenea por detrás.

Quizá deba decir aquí que en aquel momento presté poca atención a la precipitación y los tropiezos de las palabras de Hethor, aunque mi indeleble memoria me permita ahora recuperarlas sobre el papel. Más que hablar, glugluteaba, y a través de los huecos de la dentadura le fluía una fina lluvia de saliva. Con la lentitud que le era habitual, Calveros tuvo que haberlo entendido. Dorcas, estoy seguro, sentía demasiada repugnancia por él como para prestar atención a lo que decía. Se volvía a un lado como se vuelve uno ante el crujir de huesos cuando un alzabo devora un cadáver; y Jolenta no escuchaba nada que no le concerniera.

—Puede ver por usted mismo que la joven no ha sufrido daño alguno. —El doctor Talos se puso de pie y guardó la caja del dinero.— Es siempre un placer hablar con alguien que haya apreciado nuestra representación, pero me temo que nos espere mucho trabajo. Tenemos que empacar. ¿Nos disculpa usted?

Ahora que sólo el doctor Talos sostenía la conversación, Hethor se hundió la gorra otra vez hasta casi cubrirse los ojos.

—¿Almacenamiento? Nadie mejor para eso que yo, el viejo s… s… sobrecargo, el viejo abacero y administrador, el viejo e… e… estibador. ¿Quién, si no, ha de volver a poner el grano en la mazorca, el pichón de nuevo en el huevo? ¿Quién ha de plegar otra vez las alas de la mariposa para devolverla al capullo abandonado corno un sarcófago? Y por amor del A… amo lo haré, para beneficio suyo. Y lo s… s… seguiré dondequiera que vaya.

Asentí con la cabeza sin saber qué decir. En ese momento, Calveros —que aparentemente había captado la referencia a empacar, aun cuando no hubiera comprendido mucho más, tomó uno de los telones del escenario y comenzó a enrollarlo. Hethor saltó con inesperada agilidad para plegar el decorado de la cámara del Inquisidor y enrollar los alambres del proyector. El doctor Talos se volvió hacia mí como diciendo: Él está bajo su responsabilidad después de todo, como Calveros lo está bajo la mía.

—Hay muchos como él —le dije—. Encuentran placer en el dolor y quieren asociarse con nosotros del mismo modo que un hombre normal querría estar cerca de Dorcas y Jolenta.

El doctor Talos asintió.

—Lo suponía. Uno puede imaginar a un sirviente ideal que sirva al maestro por puro amor, o a un campesino ideal que cave zanjas por amor a la naturaleza, o a una meretriz ideal que se abra de piernas doce veces cada noche por amor a la cópula. Pero en la realidad uno nunca encuentra a estas fabulosas criaturas.

En el término de una guardia, poco más o menos, estábamos en camino. Nuestro pequeño teatro quedó prolijamente guardado en una carretilla enorme formada con partes del escenario, y Calveros, que se encargaba de hacerla rodar, cargaba también sobre los hombros algunos otros objetos diversos. El doctor Talos abría la marcha, y Hethor seguía a Calveros a unos cien pasos.

—Él es como yo —me dijo Dorcas—. Y el doctor es como Agia, aunque no tan malo. ¿Recuerdas? No pudo conseguir que me marchara y por fin gracias a ti no siguió intentándolo.

Lo recordaba, por cierto, y le pregunté por qué nos había seguido con tanta decisión.

—Erais las únicas personas que conocía. Temía menos a Agia que a quedarme sola.

—Entonces, temías a Agia.

—Sí, mucho. Y todavía ahora. Pero… no sé dónde he estado, aunque creo que estuve siempre sola. En todas partes. No quería que eso se prolongara. Tal vez no lo entiendas, o no te guste, pero…

—Si me hubieras odiado tanto como me odiaba Agia, lo mismo os habría seguido.

—No creo que Agia te odiara.

Dorcas me miró a los ojos, y todavía puedo ver su cara cautivadora como si estuviera reflejada en un pozo sereno de tinta bermellón. Demasiado delgada e infantil, no parecía una gran belleza; pero sus ojos eran fragmentos de cielo azul de algún mundo escondido a la espera del Hombre; podría haber rivalizado con los de Jolenta.

—Me odiaba —dijo Dorcas con suavidad—. Me odia aún más ahora. ¿Recuerdas lo aturdido que estabas después de la pelea? No miraste atrás, cuando yo te guiaba, pero yo sí lo hice, y le vi la cara.

Jolenta se quejaba al doctor Talos porque tenía que ir a pie. La profunda y opaca voz de Calveros nos llegó desde atrás.

—Yo la cargaré.

Ella se volvió para mirarlo.

—¿Cómo? ¿Encima de todo eso?

Él no contestó.

—Cuando digo que quiero cabalgar, no quiero decir, como parece entenderlo usted, como una necia en un burro.

Vi en mi imaginación como el gigante decía tristemente que sí con la cabeza.

Jolenta temía parecer necia, y lo que he de escribir ahora, parecerá necio en verdad, aunque sea cierto. Tú, lector, puedes disfrutar a mis expensas. Me di cuenta entonces cuan afortunado era entonces, y cuan afortunado había sido desde que abandonara la Ciudadela. Dorcas, lo sabía, era mi amiga… más que una amante, una verdadera compañera, aunque sólo hacía unos pocos días que estábamos juntos. El retumbar de los pasos del gigante a mis espaldas, me recordó con cuánta frecuencia muchos hombres andan por Urth completamente solos. Supe entonces (o creí saberlo) por qué Calveros había decidido obedecer al doctor Talos, sometiéndose a cualquier tarea que el pelirrojo quisiera imponerle.

Una leve palmada en el hombro me despertó de mis ensoñaciones. Era Hethor, quien sin duda se había adelantado en silencio desde la posición que ocupaba detrás.

—Maestro —me dijo.

Le pedí que no me llamara así, y le expliqué que sólo era un oficial de mi gremio, y que muy probablemente nunca llegara a maestro.

Él asintió humildemente. A través de los labios entreabiertos yo podía verle los incisivos rotos.

—Maestro ¿dónde vamos?

—Saldremos por el portalón —le dije, y lo hice porque quería que siguiera al doctor Talos y no a mí; lo cierto es que estaba pensando en la belleza preternatural de la Garra y qué hermoso sería llevarla conmigo a Thrax en lugar de volver al centro de Nessus. Hice un vago ademán señalando el Muro, que ahora se levantaba a la distancia como las murallas de una vulgar fortaleza se levantan ante un ratón. Era negro como una masa de nubarrones, y había algunas nubes cautivas en la cima.

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