Los días transcurrieron y el recuerdo de mi visita al mausoleo fue lo suficientemente vivido como para que yo no deseara repetirla y verificar que mi tesoro estaba seguro, aunque a veces lo deseaba. Luego llegaron las primeras nevadas, convirtiendo las ruinas de la muralla en una resbaladiza barrera casi insuperable, y la necrópolis familiar en un extraño descampado con montecillos engañosos, en los que los monumentos eran de pronto demasiado grandes bajo la capa de la nieve reciente, y los árboles y los arbustos habían quedado reducidos a la mitad por la misma cobertura.
Es propio de la naturaleza del aprendizaje en nuestro gremio que sea fácil al principio, pero las tareas que le corresponden van haciéndose más y más pesadas a medida que se acerca uno a la virilidad. Los niños pequeños no trabajan. A la edad de seis años, cuando el trabajo empieza, consiste en un principio en correr escaleras arriba y escaleras abajo en la Torre Matachina transportando mensajes, y el pequeño y orgulloso aprendiz apenas siente la tarea. A medida que el tiempo pasa, empero, el trabajo se vuelve más y más oneroso. Los deberes lo llevan a otros lugares de la Ciudadela: a los soldados en la barbacana, donde se entera de que los aprendices militares tienen tambores y trompetas y oficleidos y botas, y a veces corazas doradas; a la Torre del Oso, donde ve muchachos no mayores que él, que aprenden a manejar animales de pelea de todas clases, mastines de cabeza tan grande como la de un león, diatrymae más altos que un hombre, con picos envainados en acero; y a un centenar de otros lugares semejantes donde descubre por primera vez que el gremio es odiado y despreciado aun por aquellos (a decir verdad, sobre todo por aquellos) que recurren a sus servicios. Pronto hay que fregar y hacer trabajos en la cocina. El hermano cocinero hace las tareas que podrían resultar placenteras o interesantes, y el aprendiz tiene que cortar las verduras, servir a los oficiales y llevar una infinita sucesión de bandejas escaleras abajo a las mazmorras.
Yo no lo sabía por entonces, pero pronto esta mi vida de aprendizaje, que en mis recuerdos había venido haciéndose más y más dura, invertiría su curso y se haría menos penosa y más placentera. El año antes de convertirse en oficial, el aprendiz del último curso casi no tiene otra cosa que hacer que vigilar a los menores. Come mejor, y aun viste mejor. Los oficiales más jóvenes empiezan a tratarlo casi como a un igual, y tiene, sobre todo, la consagradora carga de la responsabilidad, y el placer de impartir e imponer órdenes.
Cuando llega la promoción, es un adulto. No desempeña otra tarea que aquella para la que ha sido entrenado; es libre de abandonar la Ciudadela después de cumplidos los deberes, y para esa recreación, se le suministran fondos con cierta liberalidad. Si finalmente llega al magisterio (un honor que requiere el voto afirmativo de todos los maestros vivos), podrá escoger y elegir las tareas que puedan interesarle o divertirle, y dirigir los asuntos del gremio.
Pero ha de entenderse que el año del que vengo escribiendo, el año en que salvé la vida de Vodalus, no era consciente de nada de eso. El invierno (se me dijo) había puesto fin a la temporada de campaña en el norte, y por tanto había devuelto al Autarca y a sus principales oficiales y asesores a los asientos de justicia.
—Y así —me explicó Roche—, tenemos todos estos nuevos clientes. Y más por llegar… docenas, tal vez centenares. Quizá tengamos que reabrir el cuarto nivel. —Agitó una mano pecosa para demostrar que él, cuando menos, estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario.
—¿Está aquí? —pregunté—. ¿El Autarca? ¿Aquí en la Ciudadela? ¿En el Torreón Grande?
—Claro que no. Si alguna vez viniera, uno lo sabría ¿no? Habría desfiles e inspecciones y toda clase de procedimientos. Hay una suite para él allí, pero no se la ha abierto en cien años. Estará en el palacio escondido, la Casa Absoluta, en algún sitio al norte de la ciudad.
—¿No sabes dónde?
Roche se defendió.
—No se puede decir dónde está porque no hay nada allí excepto la Casa Absoluta. Está donde está. En el norte, a la otra orilla.
—¿Más allá del muro? Mi ignorancia lo hizo sonreír.
—Mucho más allá. A semanas, si fueras andando. Naturalmente, el Autarca podría estar aquí en seguida en una nave volante si así lo quisiera. La Torre de la Bandera… allí aterrizaría la nave volante.
Pero nuestros nuevos clientes no llegaron en naves volantes. Los menos importantes vinieron en caravanas de diez a veinte hombres y mujeres, encadenados unos a otros por el cuello, y guardados por dimarchi, tropas resistentes vestidas con armaduras que parecían haber sido hechas para ser utilizadas, y que habían sido utilizadas. Cada cliente llevaba un cilindro de cobre, que se suponía contenía sus papeles, y por tanto su destino. Todos habían roto los sellos y leído esos papeles, por supuesto; y algunos los habían destruido o los habían cambiado por otros. Los que llegaban sin papeles serían retenidos hasta que se recibiera alguna nueva acerca de su destino… y esperarían probablemente hasta el fin de sus días. Los que habían cambiado los papeles por los de algún otro, habían cambiado asimismo sus destinos; serían retenidos o liberados, torturados o ejecutados, en lugar del otro.
Los más importantes llegaron en carruajes blindados. El propósito de los laterales de acero y las ventanillas enrejadas de estos vehículos no era tanto prevenir la huida como impedir el rescate, y no bien el primero de ellos dobló estrepitosamente por el extremo oriental de la Torre de las Brujas y entró en el Patio Viejo, en el gremio entero cundió el rumor de osadas incursiones ideadas o intentadas por Vodalus. Porque todos mis compañeros de aprendizaje y la mayor parte de los oficiales creían que muchos de estos clientes eran partidarios, confederados y aliados de Vodalus. Yo no los habría liberado por esa razón; habría sido una vergüenza para el gremio, y a pesar del apego que yo sentía por Vodalus y por su gente, no estaba dispuesto a nacerlo, y de cualquier modo hubiera sido imposible. Pero tenía la esperanza de procurar a los que consideraba mis camaradas en armas, las pequeñas comodidades que estaban a mi alcance: comida adicional robada de las bandejas destinadas a clientes menos meritorios, y a veces un pedazo de carne sacada de contrabando de la cocina.
Un día muy ventoso, tuve la oportunidad de enterarme de quiénes eran. Estaba fregando el suelo del estudio del maestro Gurloes, cuando lo llamaron por algún recado y se fue dejando la mesa atestada de documentos. Me apresuré no bien la puerta se cerró tras él y pude examinar la mayor parte de esos documentos antes de oír sus pesados pasos de nuevo en la escalera. Ni uno —ni uno— de los prisioneros cuyos papeles había leído era un partidario de Vodalus. Había mercaderes que habían intentado obtener ricos beneficios con los suministros que necesitaba el ejército, criados de campamento que habían espiado para los ascios, y unos pocos y sórdidos criminales civiles. Nada más.
Cuando llevé el cubo para vaciarlo en la tina de piedra del Patio Viejo, vi uno de los carruajes blindados; el tiro de largas crines piafaba y coceaba, y los guardianes con cascos guarnecidos de piel aceptaban con aire humilde nuestros vasos humeantes de vino especiado. Atrapé en el aire el nombre de Vodalus; pero en ese momento pareció que sólo yo lo oía, y de pronto sentí que Vodalus había sido sólo un ediolon de la niebla creado por mi imaginación, y sólo el hombre que yo había matado con su propia hacha era real. Los documentos que había examinado hacía un momento parecían volar contra mi cara como un puñado de hojas.
Fue en este momento de confusión cuando me di cuenta por primera vez de que estoy un poco loco. Podría sostenerse que fue el momento más inquietante de mi vida. Había mentido con frecuencia al maestro Gurloes, al maestro Palaemon, al maestro Malrubius cuando todavía vivía, a Drotte porque era capitán, a Roche porque era mayor y más fuerte que yo, y a Eata y los otros aprendices menores porque deseaba que me respetaran. Ahora ya no estaba seguro de que mi propia mente no estuviera mintiéndome, y yo, que lo recordaba todo, no podía saber si esos recuerdos no eran más que mis propios sueños. Recordaba la cara de Vodalus iluminada por la luna; pero yo había querido verla. Recuerdo la voz de él cuando me habló, pero yo había querido oírla, y también la voz de la mujer.
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