Gene Wolfe - La sombra del Torturador

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La sombra del Torturador: краткое содержание, описание и аннотация

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En un futuro tan distante que se parece al remoto pasado, el joven Severian estudia en la Ciudadela —de metal gris, refractario— los misterios del gremio de los torturadores, que han jurado torturar cuando el Autarca ordene torturar, o matar cuando él ordene matar.
Pero con la llegada de Thecla, una hermosa e inteligente mujer cuyas indiscreciones le han hecho perder su puesto de concubina en la Casa Absoluta, Severian desobedece las reglas, y la vida cambia para él. Espera ser ejecutado, pero en cambio es enviado a trabajar como simple verdugo en las vastas tierras de Thrax, la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas. En el momento de la partida el maestro Palaemon le entrega la antigua espada de verdugo, Tenninus Est. Así armado, parte hacia las distantes puertas de la Ciudad, y encuentra en el camino a los gemelos Agia y Agiltis, que lo empujan a combatir en el Campo Sanguinario; a la troupe teatral del doctor Talos; a Calveros, un gigante monstruoso; a la encantadora Jolenta, y a Dorcas, una joven enigmática que aparece en la costa del Lago de los Pájaros, donde yacen los muertos. A manos de Severian pasa también una joya misteriosa, la Garra del Conciliador, cuyos poderes podrían llevarlo nada menos que al trono de la Casa Absoluta. Pero primero tendrá que viajar hacia el norte, hasta las puertas de la Ciudad Imperecedera.

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Cuando éramos jóvenes nada pensábamos de esas plantas. Chapoteábamos y flotábamos entre ellas, las hacíamos a un lado sin tenerlas en cuenta. El perfume de los nenúfares contrarrestaba hasta cierto punto el hedor pestilente del agua. El día que salvé a Vodalus, me zambullí bajo un denso grupo de plantas como había hecho miles de veces.

Ya no subí. De algún modo, había penetrado en una región donde las raíces parecían mucho más gruesas que las que yo conocía. Estaba atrapado por un centenar de redes a la vez. Tenía los ojos abiertos, pero no podía ver nada, sólo la telaraña negra de las raíces. Me eché a nadar, y sentí que aunque mis brazos y piernas se movían entre millones de finos zarcillos, mi cuerpo no avanzaba. Los agarré a puñados y los desgarré, pero seguía tan inmovilizado como antes. Parecía que los pulmones se me subían a la garganta sofocándome, como si fueran a estallar. El deseo de tomar aliento, de absorber el oscuro fluido frío que me rodeaba, era abrumador.

Ya no sabía en qué dirección se encontraba la superficie y no tenía tampoco conciencia del agua como agua. No sentía ningún miedo, aunque sabía que estaba muriéndome, o quizá ya estuviera muerto. Un tintineo fuerte y muy desagradable me sonó en los oídos, y empecé a tener visiones.

El maestro Malrubius, que había muerto varios años atrás, nos despertaba tamborileando sobre el tabique con una cuchara: ése era el sonido metálico que yo había oído. Yacía en mi camastro incapaz de levantarme, aunque Drotte y Roche y los muchachos más jóvenes estaban todos de pie, bostezando y buscando sus ropas. La capa del maestro Malrubius cayó hacia atrás; pude verle la piel caída del pecho y el vientre donde el tiempo había destruido músculos y grasa. Tenía un triángulo de vello en el vientre, gris como el moho. Traté de llamarlo, de decirle que yo estaba despierto, pero no podía hablar. El maestro echó a andar a lo largo del tabique, golpeando siempre con la cuchara. Al cabo de un tiempo que pareció muy largo, llegó a la portilla, se detuvo y se asomó. Yo sabía que me estaba buscando en el Patio Viejo de abajo.

Pero yo no podía ver muy lejos. Me encontraba en una de las celdas, bajo el cuarto de exámenes. Estaba allí tendido mirando el techo gris. Una mujer gritó, pero no pude verla, y yo oía menos sus sollozos que el repetido tintineo de la cuchara. La oscuridad se cerró sobre mí, pero en esa oscuridad asomó el rostro de la mujer, tan enorme como la cara verde de la luna. No era ella la que lloraba; yo aún podía oír los sollozos, pero esta cara me pareció impasible, plena, en verdad de esa especie de belleza que apenas admite expresión. Tendió las manos hacia mí, e inmediatamente me convertí en un pichón que yo había sacado de su nido el año anterior, esperando poder domesticarlo y enseñarle a que se posara en mi dedo. Las manos de la mujer, tan largas como los ataúdes en los que a veces descansaba en mi mausoleo secreto, me atraparon, me llevaron hacia arriba y me lanzaron luego hacia abajo, lejos de la cara de ella, y del sonido de sollozos, abajo, a la negrura, hasta que di contra lo que tomé por el fondo de lodo e irrumpí a través de él en un mundo de luz bordeado de negro.

Aún no podía respirar. Ya no lo necesitaba, y el pecho no se me movía. Me deslizaba a través del agua, aunque no sabía cómo. (Luego supe que Drotte me había arrastrado tirándome del pelo.) En seguida estuve tendido sobre las frías piedras lodosas junto con Roche, luego Drotte, luego Roche otra vez, que me echaba aliento en la boca. Yo me encontraba envuelto en ojos, como en los repetitivos dibujos de un caleidoscopio, y creí que algún defecto de mi propia visión multiplicaba los ojos de Eata.

Por último me aparté de Roche y vomité grandes cantidades de agua negra. Después me sentí mejor. Pude sentarme y respirar otra vez de manera algo torpe, y aunque no tenía fuerzas y las manos me temblaban, era capaz de mover los brazos. Los ojos a mi alrededor pertenecían a gente real, los ciudadanos de los edificios de apartamentos de la ribera. Una mujer trajo un cuenco con algo caliente que beber; no supe si era sopa o té, sólo que era un líquido caliente, algo salado, y que olía a humo. Fingí beber y descubrí más tarde que tenía unas leves quemaduras en los labios y la lengua.

—¿Estabas intentándolo? —preguntó Drotte—. ¿Cómo has subido?

Yo sacudí la cabeza.

Alguien de entre la muchedumbre dijo: —Salió disparado del agua.

Roche me ayudó a mantener firmes las manos.

—Creímos que saldrías por otro sitio. Que nos estabas haciendo una broma.

Yo dije: —Vi a Malrubius.

Un viejo, un botero, a juzgar por sus ropas sucias de alquitrán, apretó el hombro de Roche.

—¿Ése quién es?

—Fue maestro de aprendices. Ha muerto.

—¿No era una mujer? —El viejo estaba aferrado a Roche, pero me miraba a mí.

—No, no —le dijo Roche—. No hay mujeres en el gremio.

A pesar de la bebida caliente y del calor del día, yo tenía frío. Uno de los muchachos con los que a veces peleábamos trajo una manta polvorienta y me envolví en ella; pero pasó tanto tiempo antes de que yo fuera capaz de enderezarme y andar, que cuando llegamos al portal de la necrópolis, la estatua de la Noche sobre el mesón de la orilla opuesta era un minúsculo rasguño negro en el campo llameante del sol, y el portal mismo estaba cerrado.

III — La cara del Autarca

Era la media mañana del día siguiente cuando se me ocurrió mirar la moneda que Vodalus me había dado. Después de servir a los oficiales en el refectorio, desayunamos como siempre, nos encontramos con el maestro Palaemon en el aula, y luego de una breve conferencia preparatoria, lo seguimos a los niveles inferiores para ver el trabajo de la noche anterior.

Pero quizás antes de seguir escribiendo, tendría que explicar algo más sobre la naturaleza de nuestra Torre Matachina. Está situada detrás de la Ciudadela, sobre el lado occidental. En la planta baja se encuentran los estudios de nuestros maestros, donde se celebran las consultas con los oficiales de justicia y los presidentes de los demás gremios. Nuestro cuarto común está en la segunda planta, por delante de la cocina. Arriba está el refectorio, que nos sirve como sala de asamblea además de ser el sitio donde se come. Más arriba se encuentran las cámaras privadas de los maestros, en días mejores mucho más numerosos. Encima están las cámaras de los oficiales y sobre éstas el dormitorio y el aula de los aprendices, y una serie de áticos y cubículos abandonados. Cerca de lo más alto se encuentra la sala del cañón, cuyas piezas nosotros los del gremio tenemos a nuestro cargo, para el caso de que la Ciudadela fuera atacada.

El verdadero trabajo de nuestro gremio se lleva a cabo debajo de todo esto. En el subsuelo se encuentra el cuarto de exámenes, y más abajo aún, y por tanto fuera de la torre propiamente dicha (porque el cuarto de exámenes fue la primera cámara de la estructura original), se extiende el laberinto de la mazmorra. Hay tres niveles, a los que se tiene acceso por una escalinata central. Las celdas son sencillas, secas y limpias, con una mesa pequeña, una silla y una cama estrecha en el centro.

Las luces de la mazmorra son de esa antigua especie que, según se dice, arden para siempre, aunque ahora algunas se han extinguido. En la oscuridad de esos corredores, mis sentimientos no eran lóbregos esa mañana, sino alegres; aquí trabajaría cuando fuera oficial, aquí practicaría el arte antiguo y alcanzaría el rango máximo, aquí pondría los cimientos de la restauración de la antigua gloria de nuestro gremio. El aire mismo del lugar parecía envolverme como una manta que antes hubiera sido calentada sobre un fuego de olor limpio.

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