Gene Wolfe - La sombra del Torturador

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En un futuro tan distante que se parece al remoto pasado, el joven Severian estudia en la Ciudadela —de metal gris, refractario— los misterios del gremio de los torturadores, que han jurado torturar cuando el Autarca ordene torturar, o matar cuando él ordene matar.
Pero con la llegada de Thecla, una hermosa e inteligente mujer cuyas indiscreciones le han hecho perder su puesto de concubina en la Casa Absoluta, Severian desobedece las reglas, y la vida cambia para él. Espera ser ejecutado, pero en cambio es enviado a trabajar como simple verdugo en las vastas tierras de Thrax, la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas. En el momento de la partida el maestro Palaemon le entrega la antigua espada de verdugo, Tenninus Est. Así armado, parte hacia las distantes puertas de la Ciudad, y encuentra en el camino a los gemelos Agia y Agiltis, que lo empujan a combatir en el Campo Sanguinario; a la troupe teatral del doctor Talos; a Calveros, un gigante monstruoso; a la encantadora Jolenta, y a Dorcas, una joven enigmática que aparece en la costa del Lago de los Pájaros, donde yacen los muertos. A manos de Severian pasa también una joya misteriosa, la Garra del Conciliador, cuyos poderes podrían llevarlo nada menos que al trono de la Casa Absoluta. Pero primero tendrá que viajar hacia el norte, hasta las puertas de la Ciudad Imperecedera.

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Nos detuvimos ante la puerta de una celda, y el oficial de turno metió la llave, que rechinó en la cerradura. Dentro la cliente levantó la cabeza abriendo los ojos oscuros. El maestro Palaemon llevaba la capa guarnecida con piel de marta y la máscara de terciopelo; supongo que éstas, o el sobresaliente dispositivo óptico que le permitía ver, tienen que haberla asustado. No habló, y por supuesto, tampoco ninguno de nosotros le habló a ella.

—Aquí —empezó el maestro Palaemon en el más seco de sus tonos— tenemos algo que se sale de la rutina del castigo judicial y que constituye una adecuada ilustración del método moderno. La cliente fue sometida a interrogatorio anoche; quizás alguno de vosotros la haya oído. Se le administraron veinte mínimas de tintura antes del tormento y diez después. La dosis sólo fue parcialmente efectiva; no logró del todo impedir el shock y la pérdida de conciencia, de modo que se puso fin a los procedimientos después de desollarle la pierna derecha, como veréis. —Hizo una señal a Drotte, que empezó a quitarle el vendaje.

—¿Media bota? —preguntó Roche.

—No, bota completa. Fue sirvienta de tareas domésticas y el maestro Gurloes dice haber comprobado que esa especie tiene piel resistente. Al menos en este caso estaba en lo cierto. Se le hizo bajo la rodilla una simple incisión circular, y el borde se sujetó con ocho abrazaderas. El escrupuloso trabajo llevado a cabo por el maestro Gurloes, Odo, Mennas y Eigil permitió quitar todo, desde las rodillas hasta los dedos de los pies, sin más intervención del cuchillo.

Nos agrupamos en torno a Drotte; los muchachos más jóvenes empujaban fingiendo saber qué puntos era preciso mirar. Las arterias y las venas principales estaban todas intactas, pero había una lenta y generalizada fluencia de sangre. Ayudé a Drotte a renovar el vendaje.

Cuando estábamos a punto de marcharnos, la mujer dijo: —No lo sé. Sólo que, oh, ¿no podéis entender que os lo diría si lo supiera? Ella se ha ido con Vodalus del Bosque no sé a dónde. —Afuera, fingiendo ignorancia, le pregunté al maestro Palaemon quién era Vodalus del Bosque.

—¿Cuántas veces he explicado que vosotros no oís nada de lo que diga un cliente?

—Muchas, maestro.

—Pero sin el menor efecto. Pronto será el día del enmascaramiento y Drotte y Roche serán oficiales y tú capitán de aprendices. ¿Es éste el ejemplo que darás a los muchachos?

—No, maestro.

A espaldas del viejo, Drotte me echó una mirada que significaba que él sabía mucho sobre Vodalus y que me lo diría en el momento oportuno.

—En un tiempo se ensordecía a los oficiales de nuestro gremio. ¿Querrías que esos días volvieran? Quita las manos de los bolsillos cuando te hablo, Severian.

Me las había metido allí porque sabía que eso lo distraería y le quitaría el enfado, pero cuando las saqué, advertí que había estado palpando la moneda que Vodalus me diera la noche anterior. En el recordado terror de la refriega, la había olvidado; ahora agonizaba de deseos de verla…y no me era posible con los brillantes lentes del maestro Palaemon clavados en mí.

—Guando un cliente habla, Severian, tú no oyes nada. Nada en absoluto. Piensa en los ratones cuyos chillidos no significan nada para los hombres.

Entorné los ojos para indicar que estaba pensando en los ratones.

Durante el largo y fatigoso camino escaleras arriba que llevaba a nuestra aula, me moría por mirar el delgado disco de metal que apretaba en la mano; pero sabía que si lo hacía, el muchacho que venía detrás de mí (uno de los aprendices más jóvenes, Eusignius) llegaría a verlo. En el aula, donde el maestro Palaemon hablaba monótonamente sobre un cadáver de diez días, la moneda era como un carbón encendido y no me atrevía a mirarla.

Era ya la tarde cuando pude quedarme solo, escondiéndome en las ruinas del muro entre los musgos brillantes; luego vacilé, con el puño expuesto a un rayo de sol, porque temía que al ver el disco la desilusión sería tan grande que no podría soportarla.

No porque me importara su valor. Aunque ya era un hombre, había tenido tan poco dinero que cualquier moneda me habría parecido una fortuna. Era como si la moneda (tan misteriosa ahora, pero sin probabilidades de seguir siéndolo) fuese mi único vínculo con la noche anterior, mi única conexión con Vodalus y la hermosa mujer de la capucha y el hombre corpulento que me había golpeado con la pala, mi único botín obtenido en la lucha ante la tumba abierta. La vida en el gremio era la única que había conocido y parecía tan monocorde como mi camisa andrajosa en comparación con el centelleo de la espada del exultante y el sonido del disparo que resonara entre las piedras. Todo podría desaparecer cuando abriera la mano.

Al final miré después de apurar hasta las heces la copa del miedo placentero. La moneda era un chrisos de oro, y cerró la mano una vez más, temiendo haberla confundido con una oricreta de latón, y esperé hasta que recuperé mi coraje.

Era la primera vez que tocaba una pieza de oro. Había visto oricretas en cierta abundancia; y aun había tenido algunas. Una o dos veces había atisbado algún asimi de plata. Pero de los chrisos sabía tan poco como de la existencia de un mundo fuera de nuestra ciudad de Nessus, y de los continentes separados del nuestro al norte, al este y al oeste.

Este chrisos tenía lo que al principio me pareció la cara de una mujer, una mujer coronada, ni joven ni vieja, pero silenciosa y perfecta en el metal cetrino. Por fin di vuelta a mi tesoro y entonces quedé en verdad sin aliento; acuñado en el reverso había una nave voladora como la que había visto en el escudo de armas sobre la puerta de mi mausoleo secreto. Eso parecía estar más allá de cualquier explicación… tanto que por el momento ni me preocupé siquiera en especular sobre el asunto, tan seguro estaba de que cualquier conjetura resultaría infructuosa. En cambio, metí de nuevo la moneda en el bolsillo y en una especie de trance volví a unirme con mis compañeros de aprendizaje.

Llevar la moneda conmigo estaba fuera de cuestión. No bien se me presentó la oportunidad, me deslicé solo dentro de la necrópolis y busqué mi mausoleo. El tiempo había cambiado ese día; me abrí camino entre matorrales empapados y anduve con dificultad sobre hierbas largas y avejentadas que habían empezado a aplastarse esperando el invierno. Cuando llegué a mi refugio no era ya la caverna del verano, fresca y acogedora, sino una trampa helada donde yo sentía la proximidad de enemigos demasiado indefinidos para darles nombre, opositores de Vodalus que ya sabrían ahora que yo era un juramentado partidario; no bien entrase, se apresurarían a cerrar la puerta negra sobre bisagras recientemente aceitadas. Sabía que era un disparate, por supuesto. Sin embargo, sabía también que había en eso cierta verdad, que era una proximidad en el tiempo lo que yo sentía. En unos pocos meses o en unos pocos años podría llegar al punto en que esos enemigos me estaban esperando; cuando había alzado el hacha, había escogido luchar, algo que los torturadores no hacen normalmente.

Había una piedra suelta en el suelo, casi al pie de mi bronce funerario. La levanté y puse el chrisos debajo; luego musité un sortilegio que había aprendido de Roche muchos años atrás, unos pocos versos con el poder de mantener seguras las cosas escondidas:

Donde te pongo, allí te quedas;
que nunca un extraño espíe,
para cualquiera, un vidrio,
no para mí.

Aquí te quedas, nunca te vayas,
si una mano llega, la engañas,
que nada sepan ojos extraños
de ti y de mí.

Para que el hechizo fuera verdaderamente eficaz, uno tenía que andar alrededor del sitio llevando una vela que hubiera ardido en un velatorio, pero me descubrí riéndome de la idea —que recordaba la mascarada nocturna de Drotte al sacar a simples de las tumbas— y decidí confiar en los versos solamente, aunque estaba algo asombrado al comprobar que era ahora bastante mayor como para no avergonzarme.

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