A través de la ventana y la puerta podía mirar sin ser visto toda la brillante vida de los árboles y los arbustos y la hierba de fuera. Los jilgueros y los conejos que huían tan pronto como yo me aproximaba, no podían oírme ni olfatearme cuando yo estaba allí. Observé cómo el cuervo hacía su nido, y después alimentaba a sus polluelos a dos codos de mi cara. Vi al zorro que pasaba trotando con el rabo alzado; y una vez aquel zorro gigante, casi mayor que los más grandes sabuesos y que los hombres llaman lobo melenudo, pasó de prisa al atardecer empeñado en vaya uno a saber qué cometido desde las zonas arruinadas del sur. El cara-cara maldijo a las víboras por mí y el halcón remontó vuelo desde la cima de un pino.
Basta un momento para describir estas cosas que observé durante tanto tiempo. Las décadas de un saros no me bastarían si intentara descubrir todo lo que significaron para el pequeño aprendiz andrajoso que yo era entonces. Dos pensamientos (que eran casi sueños) me obsesionaban, lo que los volvía infinitamente preciosos. El primero era que en un tiempo no muy distante, el tiempo mismo se detendría… los días coloridos que se habían prolongado a lo largo de tantos años como las cadenas de pañuelos de un prestidigitador, acabarían para siempre, el torvo ojo del sol se cerraría al fin. El segundo era que había en algún sitio una luz milagrosa —que a veces yo imaginaba como una vela y otras como una antorcha— que daba vida al objeto iluminado, de modo que la hoja arrancada de un arbusto desarrollaba patas esbeltas y antenas temblorosas, y un tosco pincel pardo abría unos ojos negros y se escurría subiendo a un árbol.
Sin embargo, a veces, sobre todo durante las horas somnolientas de alrededor del mediodía, había poco que observar. Entonces me volvía otra vez hacia el blasón y me preguntaba qué tendrían que ver conmigo un barco, una rosa y una fuente, y miraba fijamente el bronce funerario que yo había encontrado, limpio y guardado en un rincón. El muerto yacía cuan largo era, y tenía cerrados los ojos, de pesados párpados. A la luz que atravesaba el ventanuco le miré la cara y pensé en la mía, que se reflejaba en el metal pulido. Mi nariz recta, mis ojos profundamente encajados en las órbitas, y mis mejillas hundidas se parecían mucho a los de él, y deseaba saber si también sus cabellos habían sido oscuros como los míos.
En invierno rara vez iba a la necrópolis, pero en verano ese violado mausoleo y otros semejantes me procuraban sitios de observación y sereno reposo. Drotte, Roche y Eata también venían, pero nunca los guié hasta mi refugio favorito, y ellos, lo sabía, tenían lugares secretos propios. Cuando estábamos juntos rara vez nos escurríamos dentro de una tumba. En cambio hacíamos espadas con ramas y librábamos continuas batallas o arrojábamos pinas a los soldados o dibujábamos tableros sobre la tierra de las tumbas recientes y jugábamos a las damas con piedras, cuerdas, caracoles y candilejas.
También nos divertíamos en el laberinto que era la Ciudadela y nadábamos en la gran cisterna bajo el Torreón de la Campana. El lugar era frío y húmedo, inclusive en el verano, bajo el techo abovedado junto al estanque circular de aguas infinitamente profundas y oscuras. Pero apenas era peor en invierno, y tenía la suprema ventaja de ser un lugar prohibido, de modo que nos deslizábamos hasta allí en secreto, cuando se suponía que estábamos en alguna otra parte, y no encendíamos las antorchas hasta después de haber cerrado detrás de nosotros la compuerta enrejada. Entonces, cuando las llamas subían desde el alquitrán ardiente, ¡cómo bailaban nuestras sombras sobre esos fríos muros!
Como ya dije, el otro lugar donde nadábamos era el Gyoll, que atraviesa Nessus como una gran serpiente fatigada. Cuando llegaba el tiempo cálido, íbamos juntos hasta allí a través de la necrópolis: primero dejábamos atrás los viejos sepulcros consagrados que estaban más cerca del muro de la Ciudadela, luego marchábamos entre las jactanciosas casas mortuorias de los optimates, después atravesábamos la selva de piedra de los monumentos comunes (tratábamos de parecer muy respetables cuando teníamos que pasar junto a los guardias corpulentos apoyados sobre sus pértigas). Y por fin cruzábamos la llanura donde había montículos desnudos que señalaban la inhumación de los pobres, montículos que se convertían en charcas después de la primera lluvia.
En el margen más bajo de la necrópolis se levantaba el portal de hierro que ya he descrito. A través de él se transportaban los cuerpos destinados a los yacimientos del alfarero. Cuando dejábamos atrás esos portones herrumbrosos, sentíamos por primera vez que estábamos realmente fuera de la Ciudadela, y por tanto infringiendo claramente las reglas que gobernaban nuestras idas y venidas. Creíamos (o fingíamos hacerlo) que seríamos torturados si nuestros hermanos mayores descubrían la infracción; en realidad, no sufriríamos nada peor que una tunda, tal es la bondad de los torturadores a los que yo iba a traicionar.
Mucho mayor peligro había para nosotros en los elevados edificios de apartamentos que bordeaban la calle sucia por donde marchábamos. A veces pienso que el gremio ha durado tanto tiempo porque encauza de alguna manera el odio del pueblo, desviándolo del Autarca, los exultantes y el ejército y aun, en cierto grado, de los pálidos cacógenos que a veces visitan Urth desde las estrellas más lejanas.
El mismo presentimiento que indicaba a los guardianes nuestra identidad, parecía informar también a los residentes de los edificios; a veces nos arrojaban agua sucia desde las ventanas altas, y nos seguía un murmullo de enfado. Pero el miedo que engendraba ese odio también nos protegía. No se empleaba verdadera violencia contra nosotros, y una o dos veces, cuando se sabía que algún braviograve tiránico o un burgués venal había sido entregado a la misericordia del gremio, recibíamos vociferantes sugerencias sobre qué hacer con él: la mayoría obscenas y muchas imposibles.
En el lugar donde nos bañábamos, el Gyoll había perdido sus orillas naturales cien años atrás. Aquí había una extensión de nenúfares azules de dos cadenas de ancho encerrada entre paredes de piedra. Peldaños destinados al desembarco de botes conducían al río en diversos puntos; los días de calor cada uno de los peldaños era ocupado por una pandilla de diez o quince muchachos pendencieros. Nosotros cuatro no teníamos tanta fuerza como para dispersar a esos grupos, pero ellos no podían (o por lo menos no querían) negarse a admitirnos, aunque nos amenazaban siempre que nos acercábamos, y luego se burlaban de nosotros cuando estábamos entre ellos. Pero poco después, empezaban a alejarse dejándonos dueños exclusivos del lugar hasta el próximo día de natación.
Decidí describir todo esto, porque nunca volví allí desde el día en que salvé a Vodalus. Drotte y Roche creían que era porque yo temía que nos quedásemos afuera después de cerrar. Eata sospechaba la verdad, creo; antes de acercarse demasiado a la virilidad, los muchachos tienen casi una intuición femenina. Fue a causa de los nenúfares.
La necrópolis nunca me pareció una ciudad de muerte; sé que las rosas purpúreas (que otros consideran tan horribles) cobijan centenares de pequeños animales y pájaros. Las ejecuciones que he visto, y las que yo mismo he llevado a cabo tan a menudo, no son más que un oficio, una carnicería de seres humanos que en general son menos inocentes y menos valiosos que el ganado. Cuando pienso en mi propia muerte o en la muerte de alguien que ha sido bueno conmigo, o aun en la muerte del sol, la imagen que acude a mi mente es la del nenúfar, con sus lustrosas hojas pálidas y sus flores azules. Bajo la flor y las hojas hay raíces negras delgadas que se hunden profundamente en las aguas oscuras, y que son tan delgadas y fuertes como cabellos.
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