Una noche glacial, volví al mausoleo y miré el chrisos otra vez. La gastada, serena y andrógina cara del reverso no era la de Vodalus.
Había estado metiendo un palo en un desaguadero helado como castigo por una infracción menor, cuando lo encontré en el sitio en que los guardianes de la Torre del Oso arrojan sus desechos, los cuerpos de los animales desgarrados, muertos en las prácticas. Nuestro gremio entierra a sus propios muertos junto al muro y a nuestros clientes en los extremos más bajos de la necrópolis, pero los guardianes de la Torre del Oso dejan que a sus muertos se los lleven otros. Él era el más pequeño de esos muertos.
Hay encuentros que no traen ningún cambio. Urth vuelve la cara gastada hacia el sol, que lanza sus rayos sobre las nieves; éstas chispean y relucen hasta que cada pequeña punta de hielo de los flancos hinchados de las torres, parece la Garra del Conciliador, la más preciosa de las gemas. Entonces cada cual, excepto los más sabios, cree que la nieve tiene que derretirse y dar paso a un verano prolongado más allá del verano.
Nada de eso ocurre. El paraíso dura una guardia o dos, luego unas sombras azules como leche aguada se alargan sobre la nieve, que se estremece y danza bajo el soplo del viento del este. Llega la noche y todo es como era.
El hallazgo de Triskele fue algo parecido. Sentí que podría haberlo cambiado todo, pero el episodio duró sólo unos pocos meses, y cuando acabó al fin y él desapareció, fue sólo otro invierno que quedaba atrás, y la Fiesta de la Sagrada Katharine volvió otra vez, y nada había cambiado. Querría poder contarte qué lamentable parecía cuando lo toqué, y qué animado estaba.
Yacía de lado cubierto de sangre. Estaba tan duro como alquitrán, y todavía de un rojo brillante pues el frío lo había protegido. Me acerqué y le puse la mano sobre la cabeza… no sé por qué. Parecía tan muerto como el resto, pero abrió un ojo entonces y lo volvió hacia mí, y parecía estar seguro de que lo peor ya había pasado; he hecho mi parte, parecía decir, y lo soporté, y he hecho todo cuanto he podido; ahora te toca a ti cumplir con tu deber.
Si hubiera sido verano, creo que lo habría dejado morir. Pero el caso era que desde hacía un tiempo no había visto un animal viviente, ni siquiera a un tilacodonte de los que comen basura. Volví a acariciarlo, y él me lamió la mano, y después de eso ya no pude apartarme.
Lo levanté (sorprendido al comprobar su peso) y miré a mi alrededor tratando de decidir qué hacer con él. En nuestro dormitorio lo descubrirían antes que la vela hubiera ardido el grueso de un dedo, lo sabía. La Ciudadela es inmensa e inmensamente complicada, con cuartos poco visitados y pasajes en sus torres, en los edificios que se han construido entre éstas, y en las galerías cavadas debajo. Sin embargo, no se me ocurría un sitio al que yo pudiera llegar sin ser visto media docena de veces, y al final llevé a la pobre bestezuela a la sede de nuestro propio gremio.
Tenía ante todo que hacerlo pasar junto al oficial que montaba guardia en lo alto de la escalera. Lo primero que se me ocurrió fue meterlo en el cesto en el que bajábamos la ropa de cama de los clientes. Era el día en que se lavaba la ropa, y habría sido fácil hacer un viaje más de lo necesario; la posibilidad de que el oficial-guardián advirtiera algo extraño parecía remota, pero habría tenido que esperar más de una guardia para que la ropa lavada se secara, y exponerme a las preguntas del hermano a cargo del tercer nivel, que me vería descender al cuarto, desierta.
En cambio puse el perro en el cuarto de exámenes —estaba demasiado débil para moverse— y ofrecí tomar el lugar del guardián en lo alto de la rampa. Estuvo encantado de tener la oportunidad de semejante alivio y me cedió su espada carnificial de hoja ancha (que en teoría yo no debía tocar) y su capa fulígena (que tenía prohibido llevar, aunque yo ya era más alto que la mayoría de los oficiales), de modo que a la distancia no se advertiría sustitución alguna. Me puse la capa y tan pronto como se hubo ido, dejé la espada en un rincón y busqué a mi perro. Todas las capas de nuestro gremio son amplias y ésta más que la mayoría, puesto que el hermano al que reemplacé era muy alto. Además, el tinte fulígeno, que es más oscuro que el negro, borra admirablemente de la vista todos los pliegues, arrugas y frunces, mostrando sólo una oscuridad sin rasgos distintivos. Con la capucha estirada debo de haber parecido a los oficiales que estaban sentados a las mesas (si miraron hacia la escalera y llegaron a verme) un hermano algo más corpulento que la mayoría, que descendía a los niveles inferiores. Aun el hombre de guardia en el tercero, donde los clientes que han perdido toda razón aúllan y sacuden las cadenas, pudo no haber visto nada insólito en que otro oficial descendiera al cuarto cuando se rumoreaba que sería rehabilitado; o en que un aprendiz que bajara corriendo poco después que el oficial, subiera otra vez: sin duda habría olvidado algo allí y el aprendiz habría sido enviado a buscarlo.
No era un lugar agradable. Casi la mitad de las luces ardían aún, pero se había filtrado barro en los corredores hasta alcanzar el espesor de una mano. Una mesa de despacho estaba donde la habían dejado, quizá doscientos años atrás; la madera se había podrido y el mueble entero cayó cuando lo toqué.
Sin embargo, el agua nunca se había elevado mucho aquí, y el extremo más alejado del corredor todavía estaba libre de barro. Puse a mi perro sobre la mesa de un cliente y lo limpié tan bien como pude con esponjas que trajera del cuarto de exámenes.
Bajo la sangre coagulada tenía el pelo corto, duro y leonado. Le habían recortado tanto la cola, que lo que restaba era más ancho que largo. De las orejas sólo le quedaban unas puntas rígidas más cortas que la primera falange de mi pulgar. En la última pelea le habían abierto el pecho. Podía verle los anchos músculos como adormecidos constrictores de color rojo pálido. Le faltaba la pata delantera derecha; la mitad superior era una masa pulposa. Se la corté después de haberle suturado el pecho lo mejor que pude, y empezó a sangrar otra vez. Encontré la arteria y se la ligué, luego plegué la piel por debajo (como el maestro Palaemon nos había enseñado) para obtener un buen muñón.
Triskele me lamía la mano de vez en cuando mientras yo trabajaba, y cuando hube dado la última puntada, empezó a lamerse el muñón lentamente, como si fuera un oso y pudiera lamerse una pierna nueva hasta que tuviera forma. Las mandíbulas eran tan grandes como las de un arctótero y los caninos tan largos como mi dedo índice, pero las encías eran blancas: no había más fuerza en esas mandíbulas que en las manos de un esqueleto. Los ojos eran amarillos y mostraban una cierta limpia locura.
Esa noche cambié de faena con el muchacho que debía llevar la comida a los clientes. Siempre había bandejas sobrantes porque algunos clientes no comían, y ahora le estaba llevando dos a Triskele, preguntándome si todavía estaría vivo.
Lo estaba. De algún modo había bajado del lecho y se había arrastrado hasta el borde del barro, donde había un poco de agua. Allí fue donde lo encontré. Había sopa, pan negro y dos jarras de agua. Se bebió un plato de sopa, pero cuando traté de darle el pan, descubrí que no podía masticarlo lo suficiente como para tragarlo, entonces empapé el pan en el otro plato de sopa y se lo di; luego llené una y otra vez el plato hasta que las dos jarras quedaron vacías.
Cuando me acosté en mi camastro casi en lo más alto de nuestra torre, me pareció que podía oír su respiración trabajosa. Varias veces me incorporé escuchando; cada vez el sonido de desvanecía, sólo para volver cuando había permanecido tendido durante un rato. Quizá no fueran más que los latidos de mi corazón. Si lo hubiera encontrado un año, dos años antes, habría sido una divinidad para mí. Se lo habría contado a Drotte y a los demás, y habría sido una divinidad para todos. Ahora sabía que era un pobre animal, y sin embargo no podía dejarlo morir porque si lo hubiera hecho, habría quebrantado la fe en algo que había en mí mismo. Era un hombre (si realmente lo era) desde hacía tan poco tiempo; no me era posible soportar el pensamiento de haberme convertido en un hombre tan diferente del niño que había sido. Podía recordar cada momento de mi pasado, cada vago pensamiento y visión, cada sueño. ¿Cómo podía destruir ese pasado? Alcé las manos y traté de mirármelas; sabía que ahora las venas se destacaban en el dorso, y cuando eso sucede, uno es un hombre.
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