Ursula Le Guin - La costa más lejana

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El joven Arren, príncipe de Enlad y heredero del trono de Morred, llega a la isla de Roke con malas noticias. No sólo no hay magia en el mundo: una inquieta desazón se ha extendido por los Confines. La gente no encuentra sentido a la vida. Los artesanos y el comercio están arruinándose, las leyes declinan, la esclavitud aumenta. Algo perturba el Equilibrio del mundo.
Decidido a descubrir el mal que está causando el desequilibrio y amenazando a Terramar, Ged el Archimago se hace a la mar acompañado por el joven Arren y llegan eventualmente a la costa más lejana, la isla de Selidor, donde alguien ha abierto la puerta que lleva de la vida a la muerte. Sólo atravesando el reino de los muertos —descubre Arren—, escalando las Montañas del Dolor, encontrará el equilibrio, ayudará a restaurarlo, y será capaz de gobernar las vidas de otros hombres.

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El descenso de aquella ladera de la colina parecía interminablemente largo; pero quizá fuera corto: porque no había tiempo allí, donde ningún viento soplaba, y las estrellas no se movían. Por fin desembocaron en las calles de una de esas ciudades que hay allí, y Arren vio las casas en cuyas ventanas jamás se enciende una luz, y de pie en algunos portales, con los rostros quietos y las manos vacías, los muertos.

Las plazas de los mercados estaban todas desiertas. En aquel lugar no había venta ni compra, ni ganancia y desembolso. No se utilizaba nada; no se producía nada. Ged y Arren caminaban solitarios por las calles estrechas, aunque de vez en cuando, en alguna esquina, veían otra figura lejana y apenas visible en la oscuridad. En el primero de esos encuentros Arren se sobresaltó y desenvainó la espada, pero Ged meneó la cabeza y siguió andando. Arren vio entonces que la figura era una mujer que caminaba lentamente y no huía de ellos.

Todos aquellos que veían —no muchos, porque aunque muchos son los muertos, inmensa es la comarca— estaban inmóviles o se desplazaban lentamente y sin rumbo. Ninguno de ellos parecía herido, como el espectro de Erreth-Akbé invocado a la luz del día en el lugar donde había muerto. No había en ellos rasgo alguno de enfermedad. Estaban intactos, y curados. Curados del dolor, y de la vida. No eran repulsivos, como había temido Arren, ni aterradores como había imaginado. Tenían rostros apacibles, libres de la cólera y el deseo, y en sus ojos sombríos no había ninguna esperanza.

En vez de miedo, entonces, una inmensa piedad despertó en el corazón de Arren, y si había en ella un fondo de miedo, no era por él mismo, era por todos nosotros. Porque veía a la madre y al niño que habían muerto juntos, y juntos estaban en la tierra oscura; pero el niño no corría ni lloraba, y la madre no lo tenía en brazos, ni siquiera lo miraba. Y aquellos que habían muerto por amor se cruzaban en las calles sin verse.

El torno del alfarero estaba inmóvil, el telar vacío, el horno frío. Ninguna voz cantaba, jamás.

Las calles oscuras se sucedían entre las casas oscuras, y ellos las atravesaban. No se oía más ruido que el de sus pasos. Hacía frío. Arren no había notado ese frío al principio, pero era un frío que se le escurría en el espíritu, que allí era también su carne. Se sentía muy cansado. Debía de haber recorrido un largo camino. ¿Para qué seguir?, pensó, y sus pasos se hicieron un poco más lentos.

De improviso Ged se detuvo, volviéndose para enfrentar a un hombre que estaba en el cruce de dos calles. Era alto y esbelto, con una cara que Arren creía haber visto antes, pero no recordaba dónde. Ged le habló, y ninguna otra voz había roto el silencio desde que cruzaran el muro de las piedras: —¡Oh Thorion, amigo mío, cómo has venido aquí!

Y tendió ambas manos al Invocador de Roke.

Thorion no respondió ni con un gesto. Siguió inmóvil, inmóvil también el semblante; pero la luz plateada de la vara de Ged rasgó las sombras profundas de los ojos del Invocador, encendiendo en las pupilas una pequeña luz, o encontrándola. Ged tomó la mano que no se le ofrecía, y dijo una vez más: —¿Qué haces tú aquí, Thorion? Tú aún no eres de este reino. ¡Vuélvete!

—He seguido al que no muere. Y perdí mi camino. —La voz era queda y sorda, como la de un hombre que habla en sueños.

—Cuesta arriba: hacia el muro —dijo Ged, señalando el camino que él y Arren habían recorrido, la larga y oscura calle descendente. Un temblor estremeció la cara de Thorion, como si de pronto una esperanza lo hubiese atravesado de lado a lado, una espada intolerable.

—No puedo encontrar el camino —dijo—. Mi señor, no puedo encontrar el camino.

—Tal vez lo encuentres —dijo Ged, y lo abrazó, y echó a andar otra vez. Detrás de él, en el cruce, Thorion continuaba inmóvil.

A medida que avanzaba le parecía a Arren que en aquella penumbra intemporal no había en verdad ninguna dirección, adelante o atrás, este u oeste, no había ningún camino por donde ir. ¿Habría una salida? Pensaba en cómo habían bajado la colina, siempre descendiendo, incluso en los recodos. Y en la ciudad oscura las calles descendían aún, de modo que para regresar al muro de las piedras sólo tendrían que subir, y lo encontrarían en la cresta de la colina. Pero no se volvían. Lado a lado, avanzaban, avanzaban siempre. ¿Seguía él a Ged? ¿O lo guiaba?

Llegaron a las afueras de la ciudad. El campo de los muertos innumerables estaba vacío. Ni un árbol ni un espino, ni una brizna de hierba crecía en la tierra pedregosa bajo las estrellas que nunca se ponían.

No había horizonte, porque el ojo no alcanzaba a ver tan lejos en la penumbra; pero delante de ellos había una ancha franja de cielo sin aquellas estrellas diminutas e inmóviles, y en ese espacio sin estrellas el terreno era escabroso y empinado como una cadena montañosa. A medida que avanzaban, las formas parecían más nítidas; altos picos, que no azotaba ningún viento, ninguna lluvia. No había nieve que centelleara a la luz de las estrellas. Eran negros. Al verlos, a Arren se le encogió el corazón. Apartó los ojos. Pero él los conocía; los reconocía, y volvía a mirarlos; y cada vez que los miraba, un peso frío le agobiaba el pecho, y se sentía a punto de desfallecer. Pero seguía andando, siempre cuesta abajo, porque la tierra descendía en pendiente hacia el pie de la montaña. Al fin dijo: —Mi señor, ¿qué son…? —señaló las montañas, porque no pudo seguir hablando; tenía la garganta seca.

—Lindan con el mundo de la luz —respondió Ged— lo mismo que el muro de las piedras. No tienen otro nombre que Dolor. Hay un camino que las atraviesa. Está vedado para los muertos. No es largo. Pero es un amargo camino.

—Tengo sed —dijo Arren, y su compañero respondió:

—Aquí se bebe polvo.

Siguieron andando.

A Arren le parecía que su compañero avanzaba ahora con más lentitud y que por momentos vacilaba. Él mismo no sentía ya ninguna vacilación, aunque estaba cada vez más cansado. Era preciso que siguieran adelante, que continuaran descendiendo.

De vez en cuando atravesaban otras ciudades de los muertos, donde los tejados sombríos se alzaban en ángulos contra las estrellas, esas estrellas que brillaban eternamente en el mismo sitio. Después de las ciudades, reaparecían las tierras yermas, donde nada crecía, las tierras tenebrosas. Nada era visible, adelante o atrás, excepto las montañas cada vez más cercanas, gigantescas. A la derecha la pendiente informe se hundía en la oscuridad como desde que traspusieran, ¿cuánto tiempo hacía?, el muro de piedras. —¿Qué hay de este lado? —murmuró Arren porque deseaba oír el sonido de una voz, pero el mago meneó la cabeza:

—No sé. Puede que sea un camino sin fin.

En la dirección que seguían, el declive parecía cada vez menos pronunciado. El suelo rechinaba bajo los pies, áspero como polvo de lava. Y ellos avanzaban, avanzaban, y Arren ya no pensaba en el regreso, ni en cómo podrían volver atrás. Ni se le había ocurrido detenerse, pese a que se sentía muy cansado. Por un momento pretendió aclarar la yerta oscuridad, el cansancio y el horror que pesaban dentro de él, evocando la tierra natal; pero no pudo recordar cómo era la luz del sol, ni el rostro de su madre. No había más alternativa que seguir andando.

De pronto sintió el suelo llano bajo los pies; y a su lado Ged vaciló. Entonces él también se detuvo. Aquel largo descenso había terminado: ése era el fin; no había forma de seguir adelante, era inútil continuar.

Estaban en el valle directamente al pie de las Montañas del Dolor. Había rocas en el suelo, y peñascos alrededor, ásperos al tacto como la escoria, como si ese angosto valle pudiera ser el seco lecho de un antiguo río, o el curso de un río de fuego enfriado hacía mucho tiempo, nacido de los volcanes cuyos picos descollaban en las alturas, negros e inmisericordes.

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