Ursula Le Guin - La costa más lejana

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El joven Arren, príncipe de Enlad y heredero del trono de Morred, llega a la isla de Roke con malas noticias. No sólo no hay magia en el mundo: una inquieta desazón se ha extendido por los Confines. La gente no encuentra sentido a la vida. Los artesanos y el comercio están arruinándose, las leyes declinan, la esclavitud aumenta. Algo perturba el Equilibrio del mundo.
Decidido a descubrir el mal que está causando el desequilibrio y amenazando a Terramar, Ged el Archimago se hace a la mar acompañado por el joven Arren y llegan eventualmente a la costa más lejana, la isla de Selidor, donde alguien ha abierto la puerta que lleva de la vida a la muerte. Sólo atravesando el reino de los muertos —descubre Arren—, escalando las Montañas del Dolor, encontrará el equilibrio, ayudará a restaurarlo, y será capaz de gobernar las vidas de otros hombres.

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—Un cuerpo vivo sufre, Araña; un cuerpo vivo envejece, muere. La muerte es el precio que pagamos por nuestra vida, y por la vida toda.

—¡Yo no lo pago! ¡Yo puedo morir y en ese mismo instante vivir otra vez! ¡A mí no me pueden matar, soy inmortal, soy yo para siempre!

—¿Quién eres tú, entonces?

—El Inmortal.

—Di tu nombre.

—El Rey.

—Di mi nombre. Te lo he dicho hace un minuto apenas. ¡Di mi nombre!

—Tú no eres real. Tú no tienes nombre. Sólo yo existo.

—Tú existes, sin nombre, sin forma. No puedes ver la luz del día; no puedes ver la oscuridad. Vendiste la tierra verde y el sol y las estrellas para salvarte tú. Pero tú no eres tú. Todo cuanto vendiste, eso eras tú. Has dado todo por nada. Y ahora quieres atraer el mundo hacia ti, toda esa luz y la vida que perdiste, para llenar tu nada. Pero es imposible. Todos los cantos de la tierra, todas las estrellas del cielo no podrían llenar tu nada.

La voz de Ged resonaba como el hierro, allí en el valle frío al pie de las montañas, y el hombre ciego retrocedió, sobrecogido. Alzó el rostro, y la mortecina claridad de las estrellas lo iluminó; parecía llorar, pero sin una lágrima, pues no tenía ojos. Abría y cerraba la boca, llena de oscuridad, pero de ella no brotaban palabras, sólo un gemido ronco. Al fin dijo una palabra, formada a duras penas con los labios contraídos, y esa palabra era «Vida».

—Te daría la vida, Araña, si pudiera. Pero no puedo. Estás muerto. Pero puedo darte la muerte.

—¡No! —bramó el ciego, y luego dijo—: No, no… —y se dejó caer en el suelo sollozando, aunque sus mejillas seguían tan secas como el lecho pedregoso del río por el que sólo corría noche, no agua—. Tú no puedes. Nadie podrá liberarme, nunca. He abierto la puerta entre los mundos, y no puedo cerrarla. Nadie puede cerrarla. No volverá a cerrarse nunca más. Me llama, me atrae. Necesito volver a ella, necesito transponerla, y regresar aquí, al polvo y al frío y al silencio. Me aspira, me sorbe. No puedo alejarme de ella. No la puedo cerrar. Acabará por sorber la luz, toda la luz del mundo. Y todos los ríos serán semejantes al Río Seco. ¡No hay poder capaz de cerrar la puerta que yo he abierto!

Muy extraña era la mezcla de desesperanza y vindicación, de terror y vanidad, las palabras y la voz del ciego.

Ged sólo dijo: —¿Dónde está?

—Por allá. No lejos. Puedes ir. Pero no podrás hacer nada. No la podrás cerrar. Aunque en ese solo acto empeñaras y perdieras todo tu poder, no sería bastante. Nada es bastante.

—Puede ser —respondió Ged—. Pero si tú has elegido la desesperación, recuerda que nosotros todavía no. Condúcenos.

El ciego alzó el rostro, en el que luchaban visiblemente el miedo y el odio. Triunfó el odio.

—No quiero —dijo.

Arren se adelantó entonces, y dijo: —Querrás.

El ciego no se movió. El frío silencio y las tinieblas del reino de los muertos los envolvían, envolvían las palabras.

—¿Y tú quién eres?

—Mi nombre es Lebannen.

Ged habló: —Tú, tú que te llamas Rey, ¿no sabes quién es éste?

Otra vez Araña enmudeció. Luego habló, jadeando un poco: —Pero él está muerto… Estáis muertos los dos. No podéis volver atrás. No hay ninguna salida. ¡Estáis atrapados! —Y mientras hablaba la débil luz que lo envolvía se extinguió; y lo oyeron dar media vuelta en la oscuridad y echar a andar de prisa, alejándose de ellos, hacia las tinieblas.

—¡Dadme luz, mi señor! —gritó Arren, y Ged enarboló la vara por encima de su cabeza, dejando que la luz blanca desgarrase la arcana oscuridad, erizada de rocas y de sombras, por entre las que corría la alta figura encorvada, remontando el lecho pedregoso con un andar extraño, ciego y seguro a la vez. Detrás de él partió Arren, espada en mano; y detrás de Arren, Ged.

Arren pronto se alejó de su compañero, y la luz, ahora muy tenue, se interrumpía una y otra vez a causa de las rocas y las sinuosidades del lecho del río; pero el ruido de la marcha, la presencia invisible de Araña delante de él, eran guía suficiente. A medida que el camino se hacía más escabroso, Arren se aproximaba lentamente al hombre ciego. Iban escalando una garganta abrupta, atascada de piedras; próximo ya a su nacimiento, el Río Seco se estrechaba, serpeando entre riberas escarpadas. Las rocas se despeñaban bajo sus pies, y también bajo sus manos, porque se veían obligados a gatear. Arren adivinó el estrechamiento final de las orillas y abalanzándose de un salto llegó hasta Araña y lo aferró por el brazo, inmovilizándolo. Estaban en una especie de hoya rocosa de unos dos metros de ancho, que quizá fuera antaño un estanque, si alguna vez había corrido agua por allí; y encima de la hoya había un derrumbado peñasco de roca y escoria. En ese peñasco se abría un boquete negro, la fuente del Río Seco.

Araña no había intentado librarse de la mano que lo sujetaba. Se había quedado inmóvil, y la luz que se acercaba con Ged le iluminó el rostro, el rostro sin ojos que ahora se volvía hacia Arren. —Aquí es —dijo al cabo, mientras una especie de sonrisa se le formaba en los labios—. Éste es el sitio que buscas. ¿Lo ves? Aquí puedes resucitar. Basta con que me sigas. Vivirás en la inmortalidad. Seremos reyes juntos.

Arren miró el negro y seco manantial, el boquete polvoriento, el lugar en el que un alma muerta, arrastrándose dentro de la tierra y la oscuridad había nacido otra vez, muerta, y le pareció un sitio abominable, y dijo con voz áspera, tratando de vencer una náusea mortal: —¡Ciérrate!

—Se cerrará —dijo Ged, emergiendo junto a ellos: y ahora era él, eran sus manos y su cara las que irradiaban aquella luz blanquísima, como si fuera una estrella caída a la tierra en esa infinita noche. Ante él se abría el manantial, el negro boquete de la puerta. Era ancha y cavernosa, pero si era o no profunda, no había modo de saberlo. Nada había allí en que la luz pudiera caer, nada que el ojo pudiese distinguir. Era el vacío. Del otro lado, ni luz ni oscuridad, ni vida ni muerte. La nada. Un camino que no conducía a ninguna parte.

Ged alzó las manos y habló.

Arren seguía sujetando el brazo de Araña; el ciego había apoyado la mano libre contra las rocas del acantilado. Los dos estaban mudos, paralizados por el poder del sortilegio.

Con toda la pericia de una larga vida de entrenamiento, y con toda la pujanza de su corazón, Ged se esforzaba por cerrar aquella puerta, por restituir la unidad del mundo. Y al conjuro de su voz, y las órdenes de sus manos, las rocas empezaron a acercarse una a otra penosamente, tratando de volver a unirse. Pero al mismo tiempo la luz se debilitaba, desaparecía de las manos y el rostro del mago, se extinguía en la vara de tejo hasta que sólo quedó un pequeño y tenue resplandor. A aquella débil luz Arren vio que la puerta estaba casi cerrada.

Bajo su mano, el ciego sintió el movimiento de la roca, cómo las piedras se juntaban y sintió también que el arte y el poder estaban agotándose en él, consumiéndose… Gritó, de pronto: —¡No! —y de un tirón se desprendió de la mano que lo sujetaba, y se abalanzó sobre Ged y lo inmovilizó en un ciego, poderoso abrazo. Derribándolo bajo su peso, cerró las manos alrededor de la garganta del mago a fin de estrangularlo.

Arren blandió entonces la espada de Serriadh, y la hoja descendió precisa y con fuerza sobre el cuello encorvado bajo la maraña de pelo.

El espíritu viviente tiene peso en el mundo de los muertos, y la sombra de la espada de Arren tenía filo. La hoja abrió una herida profunda, seccionando la espina dorsal del ciego. La sangre saltó a borbotones, negra a la luz de la espada.

Pero es en vano matar a un muerto; y Araña estaba muerto, muerto hacía muchos años. La herida se cerró, reabsorbiendo la sangre. El hombre ciego se irguió, muy alto, los largos brazos buscando a tientas a Arren, el rostro contraído de rabia y de odio: como si sólo ahora hubiese comprendido quién era su verdadero rival y enemigo.

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