Ursula Le Guin - La costa más lejana

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El joven Arren, príncipe de Enlad y heredero del trono de Morred, llega a la isla de Roke con malas noticias. No sólo no hay magia en el mundo: una inquieta desazón se ha extendido por los Confines. La gente no encuentra sentido a la vida. Los artesanos y el comercio están arruinándose, las leyes declinan, la esclavitud aumenta. Algo perturba el Equilibrio del mundo.
Decidido a descubrir el mal que está causando el desequilibrio y amenazando a Terramar, Ged el Archimago se hace a la mar acompañado por el joven Arren y llegan eventualmente a la costa más lejana, la isla de Selidor, donde alguien ha abierto la puerta que lleva de la vida a la muerte. Sólo atravesando el reino de los muertos —descubre Arren—, escalando las Montañas del Dolor, encontrará el equilibrio, ayudará a restaurarlo, y será capaz de gobernar las vidas de otros hombres.

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Allí se detuvo, inmóvil, en el angosto valle de oscuridad, y Ged estaba inmóvil junto a él. Inmóviles los dos y sin rumbo, como los muertos, mirando hacia la nada, silenciosos. Arren pensó con un cierto temor: «Hemos venido demasiado lejos».

No parecía tener mucha importancia.

Ged repitió en voz alta el pensamiento de Arren: —Hemos venido demasiado lejos para volver atrás. —La voz era queda, pero tenía una resonancia que la lóbrega e inmensa oquedad de alrededor no apagó del todo, y Arren se reanimó un poco al oírla. ¿No habían ido hasta allí para encontrar a aquél a quien buscaban?

Una voz dijo en la oscuridad: —Habéis venido demasiado lejos.

Arren le respondió: —Sólo demasiado lejos es suficientemente lejos.

—Habéis venido hasta el Río Seco —dijo la voz—. Ya no podréis volver al muro de piedras. Ya no podréis volver a la vida.

—No por este camino —dijo Ged hablando a las tinieblas. Arren apenas alcanzaba a verlo, aunque estaban cerca uno del otro, pues la mole de las montañas ocultaba la mitad de la luz de las estrellas, y era como si la corriente del Río Seco fuese la oscuridad misma—. Pero nos enseñarás tu camino.

Ninguna respuesta.

—Aquí nos encontramos de igual a igual. Si tú estás ciego, Araña, nosotros estamos en la oscuridad.

Ninguna respuesta.

—Aquí ningún daño podemos hacerte. No podemos matarte. ¿Qué puedes temer?

—No tengo miedo —dijo la voz en la oscuridad. Luego lentamente, centelleando un poco como con esa luz que irradiaba a veces la cara de Ged, el hombre apareció a cierta distancia río arriba de Ged y Arren, entre las moles indistintas de las piedras. Era alto, ancho de hombros y de brazos largos, como la figura que se les había aparecido en la cresta de la duna y en la playa de Selidor, pero más viejo; el pelo blanco le caía en una espesa maraña sobre la frente alta. Así aparecía en espíritu, en el reino de la muerte, no mutilado, no consumido por el fuego del dragón; pero no intacto. Las cuencas de los ojos estaban vacías.

—No tengo miedo —dijo—. ¿Qué puede temer un hombre muerto? —Se rió. La carcajada sonó tan falsa y siniestra, allí en aquel angosto valle pedregoso bajo las montañas, que Arren se quedó un instante sin aliento. Pero empuñó la espada y escuchó.

—No sé qué podría temer un hombre muerto —respondió Ged—. No la muerte, por cierto. Sin embargo, parece que tú la temes. Has encontrado la forma de esquivarla.

.—Es verdad. Estoy vivo: mi cuerpo vive.

—No muy bien —dijo secamente el mago—. La ilusión puede ocultar la edad; pero Orm Embar no ha sido piadoso con ese cuerpo.

—Yo puedo repararlo. Conozco secretos para curar y rejuvenecer que no son meras ilusiones. ¿Por quién me tomas? ¿Porque a ti te llaman Archimago, me tomas a mí por un hechicero de aldea? ¡A mí, el único entre todos los magos que haya encontrado el Camino de la Inmortalidad, que ningún otro ha encontrado nunca!

—Tal vez no lo buscamos —dijo Ged.

—Lo buscasteis, sí. Todos vosotros. Lo buscasteis y no pudisteis encontrarlo, y entonces inventasteis sabios discursos sobre la aceptación y el equilibrio, el equilibrio de la vida y de la muerte. Pero eran palabras, mentiras para ocultar vuestro fracaso… ¡vuestro miedo a la muerte! ¿Qué hombre no querría vivir eternamente, si pudiera? Y yo puedo. Yo soy inmortal. He hecho lo que tú no pudiste hacer, y por tanto soy tu amo; y tú lo sabes. ¿Te gustaría saber cómo lo hice, Archimago?

—Me gustaría.

Araña se acercó un paso. Arren observó que aunque no tenía ojos, no se movía como un hombre totalmente ciego; parecía saber con exactitud dónde estaban Ged v Arren, aunque en ningún momento volviera la cabeza hacia Arren. Tenía sin duda una segunda vista mágica, semejante al oído y la vista que tienen los espectros y las apariciones: algo capaz de percibir, aunque podía no ser un verdadero sentido de la vista.

—Fui a Paln —le dijo a Ged—, después de que tú, en tu orgullo, creíste que me habías humillado y enseñado una lección. ¡Oh, una lección me enseñaste, en verdad, pero no la que tú te proponías! Entonces me dije: He visto la muerte ahora, y no la aceptaré. Que toda la estúpida naturaleza siga su estúpido curso, pero yo soy un hombre, mejor que la naturaleza, superior a la naturaleza. ¡Yo no seguiré ese camino! ¡No dejaré de ser yo! Y así resuelto, me dediqué otra vez al estudio del Saber Pelniano, pero ahí sólo encontré alusiones e ideas fragmentarias de lo que yo necesitaba. Entonces retejí todo, lo recreé, y urdí un sortilegio… el más prodigioso de todos los sortilegios que jamás se inventaron. ¡El más prodigioso y el último!

—Y al obrar ese sortilegio, moriste.

—¡Sí! Morí. Tuve el coraje de morir, para descubrir lo que vosotros, cobardes, nunca pudisteis descubrir: el camino de regreso a la muerte. Abrí la puerta que había estado cerrada desde el comienzo del tiempo. Y ahora vengo libremente a este lugar, y libremente regreso al mundo de los vivos. Sólo yo, entre todos los hombres de todos los tiempos, soy el Señor de los dos Reinos. Y la puerta que he abierto, no está abierta sólo aquí, sino también en la mente de los vivos, en los abismos y lugares secretos de ellos mismos, allí donde en las tinieblas todos somos uno. Ellos lo saben, y vienen a mí. Y también los muertos han de acudir a mí, todos, porque yo no he perdido el poder mágico de los vivos: tienen que saltar por encima del muro de piedras cuando yo lo ordeno, todas las almas, los señores, los magos, las altivas mujeres; ir y venir, de la vida a la muerte, a mi orden. Todos tienen que venir a mí, los vivos y los muertos, ¡a mí, que he muerto y estoy vivo!

—¿Adónde vienen, Araña? ¿Dónde estás tú?

—Entre los mundos.

—Pero eso no es ni vida ni muerte. ¿Qué es la vida, Araña?

—Poder.

—¿Qué es el amor?

—Poder —repitió pesadamente el ciego, encorvando los hombros.

—¿Qué es la luz?

—¡Oscuridad!

—¿Cómo te llamas?

—No tengo nombre.

—Todos en este reino llevan un nombre verdadero.

—¡Dime el tuyo, entonces!

—Yo me llamo Ged. ¿Y tú?

El ciego titubeó, y dijo: —Araña.

—Ése era tu nombre común, no tu nombre verdadero. ¿Dónde está tu nombre? ¿Dónde está tu verdad? ¿La dejaste en Paln, donde moriste? ¡De muchas cosas te has olvidado, oh Señor de los dos Reinos! Te has olvidado de la luz, y del amor, y de tu propio nombre.

—Ahora conozco el tuyo, y tengo poder sobre ti, Ged el Archimago… ¡Ged que fue Archimago mientras vivía!

—De nada te sirve mi nombre —dijo Ged—. Tú no tienes sobre mí ningún poder. Yo estoy vivo; mi cuerpo yace sobre la playa de Selidor, bajo el sol, sobre la tierra que gira. Y cuando ese cuerpo muera, aquí estaré: pero sólo en nombre, en nombre sólo, en sombra. ¿No comprendes? ¿No has comprendido nunca, tú, que a tantas sombras has llamado de entre los muertos, que has invocado todas las legiones de los difuntos, hasta a mi señor Erreth-Akbé, el más sabio de todos nosotros? ¿No has comprendido que él, sí, hasta él, no es nada más que una sombra y un nombre? Su muerte no ha disminuido la vida. Ni lo ha disminuido a él. Él está allá, ¡allá, no aquí! Aquí no hay nada, polvo y sombras. Allá están la tierra y la luz del sol, las hojas de los árboles, el vuelo del águila. Allá él está vivo. Y todos aquellos que un día murieron, viven aún; han vuelto a nacer y no tienen fin, ni habrá jamás un fin. Todos, salvo tú. Porque tú rechazaste la muerte. Has perdido la vida, has perdido la muerte para salvarte tú. ¡Tú! ¡Tu yo inmortal! ¿Qué es? ¿Quién eres tú?

—Yo soy yo. Mi cuerpo no se pudrirá ni morirá…

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