Ursula Le Guin - La costa más lejana

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El joven Arren, príncipe de Enlad y heredero del trono de Morred, llega a la isla de Roke con malas noticias. No sólo no hay magia en el mundo: una inquieta desazón se ha extendido por los Confines. La gente no encuentra sentido a la vida. Los artesanos y el comercio están arruinándose, las leyes declinan, la esclavitud aumenta. Algo perturba el Equilibrio del mundo.
Decidido a descubrir el mal que está causando el desequilibrio y amenazando a Terramar, Ged el Archimago se hace a la mar acompañado por el joven Arren y llegan eventualmente a la costa más lejana, la isla de Selidor, donde alguien ha abierto la puerta que lleva de la vida a la muerte. Sólo atravesando el reino de los muertos —descubre Arren—, escalando las Montañas del Dolor, encontrará el equilibrio, ayudará a restaurarlo, y será capaz de gobernar las vidas de otros hombres.

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Allí se detuvieron, y en el momento en que alzaban los ojos hacia la calavera, un hombre apareció en el quicio de la puerta. Llevaba una armadura de bronce dorado, de los días antiguos, y con rajaduras, como si la hubieran golpeado con un hacha; la vaina recamada de la espada estaba vacía. El rostro, de cejas negras y arqueadas y nariz afilada, tenía una expresión grave; los ojos eran oscuros, penetrantes y tristes. Tenía heridas en los brazos, y en la garganta y el flanco; ya no sangraban, pero eran heridas mortales. Estaba muy erguido y quieto, y los miraba.

Ged dio un paso hacia él. Así, frente a frente, se parecían un poco.

—Tú eres Erreth-Akbé —dijo Ged. El otro lo seguía mirando, y asintió una vez con un gesto, pero no habló.

—Aun tú, aun tú tienes que obedecerle. —Había furia en la voz de Ged—. ¡Oh mi señor, el mejor y el más valiente de todos nosotros, descansa en tu honra y en tu muerte! —Y Ged alzó las manos y luego las bajó en un amplio ademán, diciendo una vez más las palabras que pronunciara ante la muchedumbre de los muertos. Por un momento, sus manos dejaron en el aire una ancha estela luminosa. Cuando la luz se desvaneció, también el hombre de la armadura se había desvanecido, y sólo el sol resplandecía sobre la arena donde él había estado.

Ged golpeó con su vara la cabaña de huesos, y ésta se desmoronó y desapareció. No quedó nada en ella, excepto una enorme costilla clavada en la arena.

Se volvió a Orm Embar: —¿Es aquí, Orm Embar? ¿Es éste el sitio?

El dragón abrió la boca y emitió un largo siseo, jadeante.

—Aquí, en la última orilla del mundo, sí, está bien. —Y sosteniendo la negra vara de tejo en la mano izquierda, Ged abrió los brazos y habló. Y aunque habló en la Lengua de la Creación, Arren comprendió al fin, como por fuerza ha de comprender todo aquel que oiga esa invocación, ya que tiene poder sobre todas las cosas.— ¡Ahora te invoco a ti y en este lugar, mi enemigo, ante mis ojos y en tu carne, y por la palabra que no será pronunciada hasta el fin de los tiempos, te conmino a venir!

Pero en vez de pronunciar el nombre de aquél a quien invocaba, Ged sólo dijo: Mi enemigo.

Siguió un silencio, como si hasta los ruidos del mar se hubiesen extinguido. A Arren le pareció que el sol se debilitaba y empañaba, aunque estaba alto aún, en un cielo claro. Y de pronto, como si miraran a través de un vidrio oscuro, una sombra descendió sobre la playa; y delante de Ged la sombra se espesó, y era difícil ver qué había allí. Era como si no hubiese nada allí, nada en que la luz pudiera posarse, ninguna forma.

De esa oscuridad surgió de pronto un hombre. Era el mismo hombre que habían visto en la cresta de la duna, de cabellos negros y de brazos largos, alto y esbelto. Ahora tenía en la mano una larga vara o espada de acero, con runas grabadas todo a lo largo y la inclinó hacia Ged cuando lo enfrentó. Pero había algo extraño en sus ojos, como si, deslumbrados por el sol, no pudieran ver.

—Vengo —dijo— como se me antoja y a mi manera. Tú no puedes invocarme, Archimago. Yo no soy una sombra. Estoy vivo. ¡Sólo yo estoy vivo! Tú crees estarlo, pero te estás muriendo, muriendo. ¿Sabes qué es esto que tengo en la mano? Es la vara del Mago Gris: el que silenció a Nereger, el Maestro de mi arte. Pero ahora el Maestro soy yo. Y ya me he cansado de jugar contigo. —Y al decir esto blandió repentinamente la hoja de acero para alcanzar a Ged, que lo miraba como si no pudiera moverse, y no pudiera hablar. Arren estaba a sólo un paso detrás de él, empeñado en actuar; pero ni siquiera podía llevar la mano al pomo de la espada, y se había quedado sin voz.

Mas, por encima de Ged y de Arren, por encima de sus cabezas, enorme y llameante, el poderoso cuerpo del dragón se contorsionó en un salto, y se precipitó con toda su fuerza sobre el hombre, y la hoja de acero hechizada le entró cuan larga era en el pecho acorazado. El dragón se derrumbó sobre el hombre, y lo aplastó y lo quemó.

Levantándose de la arena, arqueando el lomo y batiendo las grandes alas membranosas, Orm Embar aulló vomitando goterones de fuego. Intentó volar pero no podía volar. Maligno y frío, el metal le traspasaba el corazón. Se acurrucó en la arena, y la sangre empezó a manarle a borbotones de la boca, negra, venenosa y humeante, y el fuego ardió en sus ollares hasta que quedaron convertidos en pozos de cenizas. Al fin inclinó la cabeza sobre la arena.

Así murió Orm Embar, allí donde pereciera su antepasado Orm, sobre la osamenta de Orm enterrada en la arena.

Pero allí, en el sitio en que aplastara a su enemigo, quedaba una cosa horrible y arrugada, como el cuerpo de una gran araña que se ha secado en la tela. Había sido quemada por el aliento del dragón, estrujada por sus zarpas. Sin embargo, mientras Arren la observaba, la cosa se movió. Se alejó del dragón, arrastrándose.

La cara se alzó hacia ellos. No quedaba en ella ningún encanto, sólo ruina, vejez que había sobrevivido a la vejez. La boca se le había marchitado, las cuencas de los ojos estaban vacías, y desde hacía mucho tiempo. Así Ged y Arren vieron por fin la cara viva del enemigo.

Se volvió. Los brazos calcinados, ennegrecidos, se tendieron envueltos en una sombra apretada, aquella misma sombra que se expandía y velaba la luz del sol. Entre los brazos del Destructor era como una arcada o un portal, aunque borrosa y sin contornos; y del otro lado no había ni arena pálida ni océano, sino una larga pendiente de oscuridad que se perdía en las tinieblas.

Por ese boquete entró la forma aplastada y rastrera, y en el momento en que llegó a la oscuridad, pareció erguirse súbitamente, y avanzar con rapidez; y desapareció.

—Ven, Lebannen —dijo Ged, posando la mano derecha sobre el brazo del muchacho, y juntos se encaminaron hacia la tierra yerma.

12. La Tierra Yerma

En la mano del mago, la vara de madera de tejo brillaba en la monótona y ominosa oscuridad con destellos de plata. Otro tenue centelleo atrajo la mirada de Arren: un resplandor de luz a lo largo del filo desnudo de la espada que llevaba en la mano. Cuando la muerte del dragón había roto el hechizo, Arren había desenvainado la espada, allí, en la playa de Selidor. Y aquí, pese a no ser nada más que una sombra, era una sombra viviente, y llevaba la sombra de la espada.

No había ninguna otra luz. Era como la nubosa penumbra de un anochecer de fines de noviembre, de aire hosco, frío, neblinoso, que permitía ver, mas no con claridad ni a lo lejos. Arren conocía este paraje, los páramos y yermos de sus sueños desesperanzados, pero le parecía estar más lejos, inmensamente más lejos que en cualquiera de sus sueños. No podía distinguir nada con claridad, excepto que él y su compañero estaban detenidos en la ladera de una colina, y que delante de ellos había un muro de piedra, no más alto que la rodilla de un hombre.

Ged seguía con la mano derecha apoyada en el brazo de Arren. Echó a andar, y Arren marchó con él; pasaron al otro lado del muro.

Informe, la larga pendiente se perdía delante de ellos, descendiendo a la oscuridad.

Pero en lo alto, donde Arren esperaba ver una espesa techumbre de nubes, el cielo era negro, y había estrellas. Las miró, y sintió como si se le encogiera el corazón, pequeño y frío, dentro del pecho. Jamás había visto estrellas como ésas. Brillaban inmóviles, sin parpadear. Eran las estrellas que no salen ni se ponen, que ninguna nube puede ocultar, que ninguna aurora hará palidecer. Pequeñas e inmóviles brillan sobre la tierra yerma.

Ged bajó por la colina del otro lado del muro de la vida y Arren lo acompañó paso a paso. Había terror en él, pero estaba tan resuelto y decidido que no lo gobernaba el miedo, y ni siquiera lo tenía muy en cuenta: era sólo como si algo gimiera muy dentro de él, como un animal encerrado en un cubículo y encadenado.

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