Ursula Le Guin - La costa más lejana

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El joven Arren, príncipe de Enlad y heredero del trono de Morred, llega a la isla de Roke con malas noticias. No sólo no hay magia en el mundo: una inquieta desazón se ha extendido por los Confines. La gente no encuentra sentido a la vida. Los artesanos y el comercio están arruinándose, las leyes declinan, la esclavitud aumenta. Algo perturba el Equilibrio del mundo.
Decidido a descubrir el mal que está causando el desequilibrio y amenazando a Terramar, Ged el Archimago se hace a la mar acompañado por el joven Arren y llegan eventualmente a la costa más lejana, la isla de Selidor, donde alguien ha abierto la puerta que lleva de la vida a la muerte. Sólo atravesando el reino de los muertos —descubre Arren—, escalando las Montañas del Dolor, encontrará el equilibrio, ayudará a restaurarlo, y será capaz de gobernar las vidas de otros hombres.

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Allá arriba, clara y radiante a la luz del sol, las ropas agitadas por la brisa, se recortaba la silueta de un hombre. Inmóvil como una figura esculpida, excepto aquel suave revuelo de la orla y la capucha del ligero albornoz. Los cabellos, largos y negros, le caían en una masa de bucles relucientes; era ancho de hombros y alto, un hombre vigoroso y bien plantado. Parecía mirar más allá de ellos, hacia el mar. Sonrió.

—Conozco a Orm Embar —dijo—. Y también te reconozco a ti, Gavilán, pese a que has envejecido desde la última vez que nos vimos. Me dicen que ahora eres Archimago. Te has hecho famoso, además de viejo. Y tienes contigo a un joven servidor: un aprendiz de mago, sin duda, uno de los que aprenden sabiduría en la Isla de los Sabios. ¿Qué hacéis aquí los dos, tan lejos de Roke y de los muros invulnerables que protegen a los Maestros de todo mal?

—Hay una grieta en muros más grandes que aquéllos —dijo Ged, apretando la vara con ambas manos y alzando los ojos hacia el hombre—. Mas ¿no vendrás a nosotros en carne y hueso, para que podamos saludar a quien tanto tiempo hemos buscado?

—¿En carne y hueso? —dijo el hombre, y volvió a sonreír—. ¿Acaso cuenta tanto la mera carne, el cuerpo, la carne cruda, entre dos magos? No, encontrémonos de mente a mente, Archimago.

—Eso, creo, no podemos hacer. Hijo, baja tu espada. No es más que un espectro, una apariencia, no un hombre de verdad. Tanto te valdría esgrimir tu acero contra el viento. Allá en Havnor, cuando tus cabellos eran blancos, te llamaban Araña. Pero ése no era más que un nombre común. ¿Cómo hemos de llamarte cada vez que te encontremos?

—Me llamaréis Señor —dijo la alta figura desde la cresta de la duna.

—Bien. ¿Y qué más?

—Rey y Maestro.

Al oír eso Orm Embar silbó, un silbido estridente y horrendo, y los ojos enormes le centellearon; sin embargo volvió la cabeza para evitar la mirada del hombre, y se hundió acurrucado en el mismo sitio, como si no pudiera moverse.

—¿Y dónde te encontraremos, y cuándo?

—En mi dominio, y cuando a mí me plazca.

—Muy bien —dijo Ged, y levantando la vara la agitó un momento apuntando a la alta figura, y el hombre desapareció, como la llama de una bujía apagada de un soplo.

Arren clavaba los ojos en la arena, y el dragón se irguió poderosamente sobre las cuatro patas ganchudas, la coraza de malla tintineando como el acero, los labios contraídos sobre los dientes afilados. Pero el mago se apoyó otra vez sobre la vara.

—Era sólo un espectro. Una manifestación o una imagen del hombre. Puede hablar y oír, pero no hay en él ningún poder, salvo el que nuestro miedo pueda prestarle. Y ni siquiera en apariencia es fiel a la realidad. No lo hemos visto como es ahora, me temo.

—¿Suponéis que está cerca de aquí?

—Los espectros no cruzan las aguas. Está en Selidor. Pero Selidor es una isla grande: más ancha que Roke o Gont, y casi tan larga como Enlad. Es posible que tengamos que buscarlo durante un largo tiempo.

Entonces el dragón habló. Ged escuchó, y se volvió a Arren. —Así ha hablado el Señor de Selidor: «He regresado a mi tierra y no la abandonaré. Encontraré al Destructor y os llevaré hasta él, para que juntos podamos aniquilarlo». ¿Y no he dicho yo que lo que un dragón busca, lo encuentra?

Y Ged hincó una rodilla en tierra ante la enorme criatura, como un vasallo ante su rey, y le dio las gracias en hárdico. El aliento del dragón, tan cercano, era como un fuego sobre la cabeza inclinada de Ged.

Orm Embar arrastró una vez más cuesta arriba la escamosa mole de su cuerpo, batió las alas, y se elevó en el aire.

Ged se sacudió la arena de las ropas y le dijo a Arren: —Ahora me has visto de rodillas. Y quizá me verás así una vez más, antes del fin.

Arren no le preguntó qué quería decir; en aquel largo viaje compartido había aprendido que siempre había alguna razón en la reserva del mago. Sin embargo, le pareció que aquellas palabras eran un mal augurio.

Escalaron de nuevo la duna para volver a la playa y asegurarse de que la barca estaba a buen resguardo de las mareas y la tempestad, y recoger de ella capotes para la noche y los víveres que les quedaban. Ged se detuvo un instante junto a la proa delgada que durante tanto tiempo lo llevara tan lejos por mares extraños; puso la mano sobre ella, pero no echó ningún sortilegio ni pronunció ninguna palabra. Luego fueron una vez más tierra adentro, hacia el norte, hacia las colinas.

Caminaron todo el día, y al anochecer acamparon a la orilla de un río que descendía serpeando hacia los lagos y marismas sofocados por los cañaverales. Aunque era pleno verano soplaba un viento frío, un viento que venía del oeste, desde los innumerables piélagos vírgenes de tierras de la Mar Abierta. Una bruma velaba el cielo y ni una sola estrella brillaba sobre aquellas colinas que jamás conocieran la luz de una ventana, la lumbre de un hogar.

Arren despertó en la oscuridad. La pequeña hoguera se había apagado, pero una luna descendía hacia el poniente y alumbraba la tierra con una luz gris y brumosa. En el valle del río y en la falda de la colina había una gran multitud de hombres y mujeres, todos inmóviles, todos silenciosos, los rostros vueltos hacia Ged y Arren.

Arren no se atrevió a hablar, pero puso una mano sobre el brazo de Ged. El mago se despertó con un sobresalto y se incorporó diciendo: —¿Qué pasa? —Siguió la mirada de Arren y vio la muchedumbre silenciosa.

Todos vestían ropas oscuras, hombres y mujeres. En aquella luz débil, no era posible distinguir claramente los rostros, pero a Arren le pareció que entre los que estaban más cerca de ellos, del otro lado del arroyuelo, había algunos que conocía, aunque no hubiera podido decir quiénes eran.

Ged se levantó, dejando caer la capa. El rostro, el cabello, la camisa le brillaban con un pálido color plateado, como si la luz de la luna se concentrara en él. Extendió los brazos en un amplio ademán y dijo en voz alta: —¡Oh vosotros que habéis vivido, sed liberados! Rompo los lazos que os atan: ¡Anvassa mane harw pennodathe!

Por un momento todos permanecieron inmóviles, aquella muchedumbre silenciosa, luego se volvieron lentamente, y pareció que caminaban hacia la penumbra gris, y desaparecieron.

Ged se sentó. Miró a Arren y posó una mano sobre el hombro del muchacho; el contacto era cálido y firme. —No hay nada que temer, Lebannen —dijo con una dulzura un tanto burlona—. Eran sólo los muertos.

Arren asintió, pese a que le castañeteaban los dientes y sentía el cuerpo helado.— ¿Cómo…? —comenzó, pero la mandíbula y los labios no le obedecieron.

Ged comprendió. —Han venido invocados por él. Esto es lo que él promete: vida eterna. Si él los llama, pueden retornar. Si él lo ordena, han de remontar las colinas de la vida aunque no puedan mover ni una brizna de hierba.

—Entonces… entonces, ¿él también está muerto?

Ged sacudió la cabeza, pensativo. —Los muertos no pueden llamar a los muertos de vuelta al mundo. No, tiene los poderes de un hombre vivo; y más… Pero si alguno pensaba acompañarlo, se ha burlado de ellos. No comparte esos poderes. Se ha asignado el papel de Rey de los Muertos; y no sólo de los muertos… Pero eran sólo sombras.

—No sé por qué les tengo miedo —dijo Arren con vergüenza.

—Les tienes miedo porque tienes miedo a la muerte, y con razón: porque la muerte es terrible, y hay que temerla —dijo el mago. Agregó leña al fuego, sopló las pequeñas ascuas bajo las cenizas, y una llama pequeña y brillante floreció sobre las ramas secas, una luz que reconfortó a Arren—. Y también la vida es una cosa terrible —dijo Ged—, y hay que temerla y glorificarla.

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