Miralejos continuó navegando, y pronto pasó entre una isla distante a la izquierda, y las dos islas gemelas que habían visto antes a la derecha. Éstas se elevaban del mar en riscos bajos, y toda la roca desnuda estaba blanqueada por los excrementos de los dragones y de las pequeñas y temerarias golondrinas de mar de cabeza negra, que anidaban entre ellos.
Los dragones habían volado muy alto y describían círculos en el aire, como buitres. Ni uno solo volvió a descender en picado hacia la barca. A veces se llamaban unos a otros, con gritos ásperos y estridentes a través de los pozos de aire, pero si había palabras en aquellos alaridos, Arren no pudo distinguirlas.
La barca bordeó un pequeño promontorio, y Arren vio en la orilla lo que en un momento le pareció una fortaleza en ruinas. Era un dragón. Una de las alas negras estaba replegada y la otra extendida a través de la arena y hasta la orilla del mar, de modo que el vaivén de las olas la sacudía de adelante hacia atrás en un remedo de vuelo. El cuerpo serpentino yacía cuan largo era sobre la roca y la arena. Le faltaba una pata de delante; del gran arco de las costillas le habían arrancado el caparazón de malla, y tenía el vientre desgarrado, de modo que la venenosa sangre de dragón había ennegrecido la arena, en metros a la redonda. Sin embargo, la criatura vivía aún. Tan prodigiosa es la fuerza de la vida en los dragones que sólo un poder igual de hechicería puede matarlos rápidamente. Los ojos auriverdes estaban abiertos; y la cabeza enorme y enjuta se sacudió apenas al paso de la barca, y con un silbido bronco, entrecortado, un vapor mezclado con una espuma sanguinolenta le brotó de golpe de los ollares.
En la playa, entre el dragón moribundo y la orilla del mar, se veían las marcas y estrías dejadas por las zarpas y los cuerpos pesados de otros dragones; las entrañas de la criatura yacían desparramadas y pisoteadas en la arena.
Ni Arren ni Gavilán hablaron hasta que estuvieron a una buena distancia de la isla, avanzando a través de las aguas turbulentas del Paso de los Dragones, flanqueado de arrecifes, pináculos y figuras de roca, hacia las islas septentrionales de la doble cadena. Sólo entonces habló Gavilán: —Fue un espectáculo funesto —dijo, y su voz era lúgubre y fría.
—¿Se… comen a los de su misma especie?
—No. No más que nosotros. Han enloquecido. Les han quitado el don de la palabra. Ellos, que hablaron antes que los hombres, ellos, más antiguos que cualquier otra criatura, los Hijos de Segoy… reducidos al mudo terror de las bestias. ¡Ah, Kalessin! ¿A dónde te han llevado tus alas? ¿Has vivido para ver a tu raza caída en la vergüenza?
La voz del mago vibraba como golpes de martillo sobre el yunque; con los ojos en alto, escudriñaba el cielo. Pero los dragones estaban atrás, girando ahora en círculos más bajos sobre las islas rocosas y la playa ensangrentada, y en lo alto no se veía nada más que el cielo azul y el sol del mediodía.
No había entonces ningún hombre viviente que hubiera cruzado, o visto, el Paso de los Dragones, excepto el Archimago. Hacía veinte años y más lo había navegado en toda su longitud de este a oeste, y de regreso. Era el delirio, para un navegante, y la maravilla. El agua se extendía en un laberinto de canales azules y bancos de verdor, y ahora él y Arren, en ese laberinto, por medio de la mano y la palabra y la más celosa vigilancia, buscaban un paso para la barca entre las rocas y los arrecifes: algunos tan bajos que el flujo de la marea los sumergía por completo. Otros afloraban a medias, cubiertos de anémonas y hálanos y serpentinos helechos de mar; como monstruos surgidos de las aguas, cascarudos o sinuosos. Otros se elevaban desde el mar en pináculos y acantilados, y había arcos y medios arcos, torres talladas, formas fantásticas de animales, lomos de jabalí y cabezas de serpiente, y todo inmenso, deforme, difuso, cual si la vida misma se agitase consciente a medias en la roca. El ruido de las olas era como una respiración sobre los arrecifes, que el rocío brillante y amargo humedecía. En una de esas rocas se veían claramente los hombros encorvados y pesados de un hombre, de noble cabeza, que meditaba frente al mar; pero cuando la barca hubo pasado y miraron desde el norte, el hombre había desaparecido, y la roca reveló una caverna contra la que el mar se estrellaba y caía con un estampido fragoroso y hueco; y parecía haber una palabra en aquel ruido. A medida que continuaban navegando, los ecos distorsionados se atenuaban y esa sílaba se percibía con más claridad; y Arren dijo entonces:
—¿Hay una voz en esa gruta?
—La voz del mar.
—Pero pronuncia una palabra.
Gavilán escuchó; miró a Arren de soslayo, y otra vez la caverna.
—¿Cómo la oyes tú?
—Como diciendo el sonido ahm .
—En el Habla Arcana significa el principio, o hace mucho tiempo. Pero yo oigo ohb , que es una forma de decir el fin. ¡Mira, mira adelante! —concluyó bruscamente, en el mismo momento en que lo ponía en guardia—. ¡Vados! —Y pese a que Miralejos se abría paso como un gato esquivando los peligros, estuvieron ocupados algún tiempo en la barra del timón, y lentamente la caverna que rugía aquella eterna y enigmática palabra fue quedando atrás.
Ahora navegaban en aguas más profundas, fuera ya de la fantasmagoría de las rocas, y delante de ellos, asomaba una isla que parecía una torre. Los acantilados eran negros, cilíndricos, como grandes y apretados pilares, de bordes rectos y superficies planas, y se elevaban a pico cien metros por encima del mar.
—Ese es el Alcázar de Kalessin —comentó el mago—. Así lo llamaban los dragones, cuando estuve aquí hace mucho tiempo.
—¿Quién es Kalessin?
—El más anciano…
—¿Él mismo construyó este lugar?
—No lo sé. No sé si fue construido. Ni qué edad puede tener. Digo «él», pero ni siquiera eso sé… Comparado con Kalessin, Orm Embar es como un niño de un año. Y tú y yo somos como criaturas de un día. —Escrutó las monumentales empalizadas, y Arren las miró, intranquilo, imaginando que un dragón podía lanzarse desde aquella lejana cornisa negra y caer sobre ellos casi al mismo tiempo que su sombra. Pero no apareció ningún dragón. Surcaron lentamente las aguas tranquilas a sotavento de la roca, no oyendo nada más que el murmullo y el chapoteo de las olas sombrías sobre las columnas de basalto. Allí el agua era profunda, sin rocas ni arrecifes; Arren maniobraba la barca y Gavilán, de pie en la proa, escudriñaba los acantilados y el cielo luminoso.
La barca salió al fin de la sombra del Alcázar de Kalessin a la luz del sol del atardecer. Habían cruzado el Paso de los Dragones. El mago levantó la cabeza, como quien ve de pronto aquello que esperaba ver, y surcando el vasto espacio de oro, el dragón Orm Embar apareció ante ellos sobre alas doradas.
Arren oyó que Gavilán le gritaba: «¿Aro Kalessin?» . Adivinó el significado de estas palabras, pero no pudo entender la respuesta del dragón. Sin embargo, cada vez que oía el Habla Arcana tenía siempre la impresión de que estaba a punto de comprender, que casi comprendía: como si fuese una lengua que había olvidado, no una que nunca había conocido. Cuando el mago la hablaba, su voz era mucho más clara que cuando hablaba en hárdico, y parecía envuelta en una especie de silencio, como el más leve toque sobre una gran campana. Pero la voz del dragón era como un gongo, profunda y a la vez estridente, o como el tañido sibilante de los címbalos.
Arren contempló a su compañero de pie en la angosta proa, hablando con la criatura monstruosa que planeaba sobre él ocultando la mitad del cielo; y una especie de orgullo jubiloso embargó el corazón del muchacho, al ver qué cosa tan pequeña es un hombre, tan frágil, y tan terrible. Porque el dragón hubiera podido arrancarle la cabeza con un solo zarpazo, hubiera podido triturar la barca y hundirla como una piedra hunde una hoja que flota sobre el agua, si sólo se tratase de una cuestión de tamaño. Pero Gavilán era tan peligroso como Orm Embar: y el dragón lo sabía.
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