—Es como lo que decía ayer el Maestro de Cantos. Se detuvo en medio de una canción que nos estaba enseñando y dijo: «Ya no sé lo que significa este canto». Y salió de la sala. Algunos de los muchachos rieron, pero yo sentí como si el suelo se hubiese hundido bajo mis pies.
El Curador miró el rostro fresco e inteligente del muchacho, y luego, bajando los ojos, el rostro del Invocador, rígido y frío. —Volverá a nosotros —dijo—. Y los cantos no serán olvidados.
Pero esa noche el Transformador se marchó de Roke. Nadie vio de qué modo se había marchado. Durmió en un aposento cuya ventana daba a un jardín; la ventana estaba abierta por la mañana, y él había desaparecido. Pensaron que él mismo se había transformado en un pájaro o un insecto, o en un viento o una bruma, porque ninguna forma ni sustancia le era inaccesible, y que así había huido de Roke, tal vez en busca del Archimago. Algunos, sabiendo que quien se transforma puede quedar apresado en sus propios hechizos, si en algún momento le fallan la pericia o la voluntad, temían por él, pero no hablaban de estos temores.
Así pues, tres de los Maestros estaban perdidos para el Consejo de los Sabios. A medida que pasaban los días y no llegaban noticias del Archimago, y el Invocador yacía como muerto, y el Transformador no regresaba, el frío y la tristeza crecían en la Casa Grande. Los muchachos cuchicheaban entre ellos, y algunos hablaban de marcharse de Roke, pues nadie les enseñaba lo que habían ido a aprender. —Tal vez —dijo uno— eran todas mentiras desde el principio, esas artes, esos poderes secretos. De todos los Maestros, sólo el Maestro Malabar sigue haciendo trucos, y como todos sabemos son mera ilusión. Y ahora los otros se esconden, o se niegan a intervenir porque sus supercherías han sido desenmascaradas.
Otro que lo escuchaba dijo: —Al fin y al cabo, ¿qué es la hechicería? ¿Qué es este arte de la magia, fuera de un juego de apariencias? ¿Ha salvado alguna vez a un hombre de la muerte, o le ha dado siquiera una vida más larga? ¡Seguro que si los magos tuvieran el poder que dicen, vivirían todos eternamente!
Y éste y el otro muchacho se pusieron a rememorar la muerte de los grandes magos: Morred, muerto en combate, y Nereger, a manos del Mago Gris, y Erreth-Akbé, por un dragón, y Gensher, el último Archimago, de una simple enfermedad, en su lecho, como un hombre cualquiera. Algunos de los muchachos escuchaban con regocijo, porque tenían envidia en el corazón; otros escuchaban y estaban atribulados.
Durante todo este tiempo el Maestro de Formas permanecía solo en el Boscaje y no dejaba que nadie entrase en él.
Pero el Portero, aunque rara vez se lo viera, no había cambiado. En sus ojos no había sombras. Sonreía y guardaba las puertas de la Casa Grande esperando a que el Señor regresara.
10. El Paso de los Dragones
En los mares del extremo Confín del Poniente, aquel Señor de la Isla de los Sabios, al despertar acalambrado y entumecido en una pequeña barquichuela en una mañana clara y fría, se incorporó y bostezó. Y después de un momento, señalando el norte, dijo a su aún no del todo despierto compañero: —¡Allá! Dos islas. ¿Las ves? Las más meridionales de las islas del Paso de los Dragones.
—Tenéis ojos de halcón, señor —dijo Arren, escrutando el mar a través del sueño, y no viendo nada.
—Es por eso que soy el Gavilán —dijo el mago; todavía estaba alegre, como si hubiese olvidado presagios y presentimientos—. ¿No las ves?
—Veo gaviotas —dijo Arren después de frotarse los ojos y avizorar todo el horizonte azul-gris delante de la barca.
El mago rió. —¿Podría aun un halcón ver gaviotas a veinte millas de distancia?
A medida que el sol expandía su luz por encima de las brumas del levante, las diminutas manchas que Arren veía revolotear en el aire parecían centellear, como polvo de oro que se agitara en el agua, o partículas de polvo en un rayo de sol. Y entonces Arren supo que eran dragones.
Cuando Miralejos se aproximó a las islas, Arren vio los dragones que se remontaban y volaban en círculos en el viento de la mañana, y el corazón le saltó en el pecho, hacia ellos, en un rapto de alegría, un júbilo triunfante, que era como un dolor. Toda la gloria de la mortalidad se reflejaba en ese vuelo, cuya belleza estaba hecha de la fuerza terrible, del delirio absoluto, y de la gracia de la razón. Porque aquéllas eran criaturas pensantes, capaces de hablar y de una antigua sabiduría: en las figuras de aquel vuelo había una armonía voluntaria y feroz.
Arren no habló, pero pensó: No me importa lo que pueda ocurrir después; he visto los dragones en el viento de la mañana.
De vez en cuando las figuras se alejaban y los círculos se quebraban, y a menudo en pleno vuelo los ollares de un dragón echaban una larga cinta de fuego que ondulaba y flotaba un instante en el aire, repitiendo la curva y el brillo del largo y arqueado cuerpo del dragón. El mago los observó un momento y dijo: —Están encolerizados. Danzan su cólera en el viento.
Y un momento después: —Ahora estamos en el avispero. —Porque los dragones habían visto la pequeña vela sobre las olas, y primero uno y luego otro suspendieron el torbellino de la danza y descendieron en una fila larga por el aire, batiendo las grandes alas, en línea recta hacia la barca.
El mago miró a Arren, que estaba en el timón, porque había marejada de proa. El muchacho sujetaba la barra con mano firme, pero no apartaba los ojos del batir de aquellas alas. Como satisfecho con lo que había visto, Gavilán se dio vuelta otra vez, y de pie junto al mástil, quitó de la vela el viento mágico. Luego levantó la vara y habló en voz alta.
Al sonido de la voz del mago y las palabras del Habla Arcana, algunos de los dragones dieron media vuelta en pleno vuelo y se dispersaron y regresaron a las islas. Otros se detuvieron y planearon, las garras aceradas de los miembros delanteros medio extendidas. Uno, dejándose caer casi a ras del agua, voló lentamente hacia ellos: en dos aletazos estuvo encima de la barca, el vientre acorazado suspendido sobre el mástil. Arren vio, entre la coyuntura de la escápula y el pecho, la carne rugosa, indefensa, que es junto con el ojo la única parte vulnerable del dragón, a menos que se lo ataque con una lanza dotada de un poderoso encantamiento. Un humo nauseabundo, de olor a carroña, salía en grandes bocanadas del largo hocico dentado y asfixiaba y estremecía al muchacho.
La sombra pasó. Volvió a pasar, de nuevo volando bajo, y esta vez Arren sintió el aliento abrasador antes que el humo. Oyó la voz de Gavilán, clara y tajante. El dragón sobrevoló la barca y se alejó. Y tras él partieron los otros, regresando en ondulada procesión hacia las islas como pavesas llevadas por una ráfaga de viento.
Arren se recobró y se enjugó el sudor glacial que le cubría la frente. Al mirar a su compañero, notó que se le habían blanqueado los cabellos: el aliento el dragón los había quemado, encrespándole las puntas. Y la gruesa lona de la vela estaba chamuscada de un lado, de un color herrumbre.
—Tienes un poco quemada la cabeza, muchacho —dijo Gavilán.
—También lo está la vuestra, señor.
Gavilán se pasó la mano por el pelo, sorprendido. —¡Es verdad! Eso ha sido una insolencia; mas no deseo entrar en discordia con estas criaturas. Parecen estar enloquecidas, o atontadas. No han hablado. Jamás he conocido a un dragón que no hablase antes de atacar, aunque sólo fuese para atormentar a su presa… Ahora tenemos que seguir. No los mires a los ojos, Arren. Da vuelta la cara si es preciso. Navegaremos con el viento del mundo, que es propicio y sopla desde el sur, y es posible que yo necesite de mi arte para otros menesteres. Quédate en el timón, pero déjala ir como quiera.
Читать дальше