Ursula Le Guin - La costa más lejana

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El joven Arren, príncipe de Enlad y heredero del trono de Morred, llega a la isla de Roke con malas noticias. No sólo no hay magia en el mundo: una inquieta desazón se ha extendido por los Confines. La gente no encuentra sentido a la vida. Los artesanos y el comercio están arruinándose, las leyes declinan, la esclavitud aumenta. Algo perturba el Equilibrio del mundo.
Decidido a descubrir el mal que está causando el desequilibrio y amenazando a Terramar, Ged el Archimago se hace a la mar acompañado por el joven Arren y llegan eventualmente a la costa más lejana, la isla de Selidor, donde alguien ha abierto la puerta que lleva de la vida a la muerte. Sólo atravesando el reino de los muertos —descubre Arren—, escalando las Montañas del Dolor, encontrará el equilibrio, ayudará a restaurarlo, y será capaz de gobernar las vidas de otros hombres.

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El mago volvió la cabeza. —Lebannen —dijo, y el muchacho se levantó y se adelantó, pese a que no tenía ningún deseo de acercarse, ni un solo paso, a aquellas mandíbulas de casi cinco metros y a aquellos ojos auriverdes y rasgados de pupilas hendidas que ardían sobre él desde el aire.

Gavilán no le dijo nada, pero le puso una mano sobre el hombro y de nuevo le habló al dragón, brevemente.

—Lebannen —dijo la voz profunda sin ninguna pasión—. ¡Agni Lebannen!

Arren levantó la cabeza; sintió en seguida la presión de la mano del mago, y evitó la mirada de los ojos de oro verde.

No sabía hablar la Lengua Arcana; pero no era mudo: —Te saludo, Orm Embar, Señor Dragón —dijo con voz clara, como un príncipe que saluda a otro príncipe.

Se hizo un silencio, y el corazón de Arren latió desacompasado y con violencia. Pero Gavilán sonreía de pie junto a él.

Después de esto el dragón habló de nuevo, y Gavilán le respondió; y ese diálogo le pareció largo a Arren. Al fin acabó, y de repente. El dragón remontó vuelo con un golpe de alas que estuvo a punto de hacer zozobrar la embarcación, y desapareció. Arren miró al sol y descubrió que no parecía estar más cerca del ocaso; en realidad, no había pasado mucho tiempo. Pero el rostro del mago tenía un color de cenizas húmedas, y los ojos le resplandecían cuando se volvió hacia Arren. Se sentó en la bancada.

—Magnífico, muchacho —dijo—. No es fácil… hablar a los dragones.

Arren fue a buscar víveres, pues no habían probado bocado en todo el día; y el mago no dijo nada más hasta que hubieron comido y bebido. El sol tocaba ahora el horizonte, aunque en aquellas latitudes septentrionales, y no mucho después del solsticio de verano, la noche llegaba tarde y lentamente.

—Bueno —dijo al fin—. Orm Embar me ha dicho, a su manera, muchas cosas. Dice que aquél a quien buscamos está y no está en Selidor… Le es difícil a un dragón hablar claro. No tienen mentes claras. Y aun cuando uno de ellos quiera decirle la verdad a un hombre, cosa nada frecuente, ignora qué aspecto tiene la verdad para un hombre. Así que le pregunté: «¿De la misma manera que está tu padre Orm en Selidor?». Porque como tú sabes, allí es donde Orm y Erreth-Akbé murieron combatiendo. Y él respondió: «No y sí. Lo encontrarás en Selidor, pero no en Selidor». —Gavilán hizo una pausa y reflexionó, mientras mascaba una corteza de pan duro—. Tal vez quiso decir que aunque el hombre no está en Selidor, es allí adonde tengo que ir para encontrarlo. Tal vez… Le pregunté entonces por los otros dragones. Dijo que ese hombre ha estado con ellos, y sin sentir ningún temor, porque aunque ha muerto retorna una y otra vez de la muerte, en carne y hueso, vivo. Por lo tanto ellos le temen como a una criatura sobrenatural; y por ese temor los domina con magia, y los ha despojado del Habla de la Creación, dejándolos librados a su propia naturaleza. Y así se devoran unos a otros, o se quitan ellos mismos la vida arrojándose al mar… una muerte abominable para la serpiente de fuego, la bestia del viento y el fuego. Le dije entonces: «¿Dónde está el señor Kalessin?», y todo cuanto me dijo fue: «En el Oeste», lo cual podría significar que Kalessin ha volado hacia esas tierras que según los dragones se extienden más allá de las aguas conocidas; o quizá no signifique eso. Así que terminé con mis preguntas, y él empezó con las suyas, diciendo: «He volado sobre Kaltuel volviendo al norte, y sobre las Puertas de Torin. En Kaltuel vi a unos aldeanos que sacrificaban a un niño de pecho sobre la piedra de un altar, y en Ingat a un hechicero que las gentes de su propia comunidad habían matado a pedradas. ¿Te parece, Ged, que se comerán al niño? ¿Regresará el hechicero de la muerte y apedreará a su propio pueblo?». Yo pensé que se burlaba de mí, y estaba a punto de contestarle con cólera, pero no, no se burlaba. Dijo: «El sentido ha desaparecido de las cosas. Hay un agujero en el mundo, y el mar escapa por él. La luz se está acabando. Nos quedaremos en la tierra yerma. No habrá más agua ni más muerte». Y entonces comprendí, por fin, lo que quería decirme.

Arren no sólo no comprendía; estaba, además, muy perturbado. Porque Gavilán, al repetir las palabras del dragón se había nombrado a sí mismo con su nombre verdadero, era evidente. Y eso había despertado en la memoria de Arren el penoso recuerdo de la mujer de Lorbanería gritando a quien quisiera oírla: «¡Mi nombre es Akaren!». Si los poderes de la magia, y los de la música y la palabra, y los de la confianza se estaban debilitando y marchitando entre los hombres, si un miedo demente se estaba apoderando de ellos de modo que, como los dragones privados de razón, se volvían unos contra otros para destruirse, si eso ocurría, ¿escaparía su señor a ese destino? ¿Era en verdad tan fuerte?

No parecía fuerte, encorvado sobre su cena de pan y pescado ahumado, el pelo encanecido y chamuscado por el fuego, las manos frágiles, la cara fatigada.

Sin embargo, el dragón le temía.

—¿Qué te atormenta, hijo?

Con él, sólo cabía la verdad.

—Habéis pronunciado vuestro nombre verdadero, mi señor.

—Oh, sí. Olvidé que no lo había dicho antes. Necesitarás de mi nombre verdadero, si vamos allá adonde debemos ir. —Alzó los ojos hacia Arren, todavía masticando—. ¿Pensaste que me estaba volviendo senil, y que iría pregonando mi nombre a los cuatro vientos, como un viejo legañoso que ha perdido la razón y la vergüenza? ¡No, hijo, todavía no!

—No —dijo Arren, tan azorado que no pudo decir nada más. Estaba rendido; el día había sido largo, y poblado de dragones. Y las perspectivas eran cada vez más sombrías.

—Arren —dijo el mago—. ¡No! Lebannen, allí adonde vamos, no hay nada que ocultar. Allí todos llevan sus verdaderos nombres.

—Nadie puede hacer daño a los muertos —dijo Arren, sombrío.

—Pero no es sólo allí, no sólo en la muerte, donde la gente recobra sus nombres. Aquellos que pueden ser más dañados, los más vulnerables, aquellos que han dado amor, y no lo piden de vuelta: ésos se llaman unos a otros por sus nombres. Los fieles de corazón, los capaces de dar vida… Pero estás rendido, hijo. Échate y duerme. No hay nada que hacer ahora, salvo mantener el rumbo toda la noche. Y en la mañana veremos la última isla del mundo.

En la voz del mago había una extrema gentileza. Arren se acurrucó en la proa y al instante el sueño empezó a invadirlo. Oyó que el mago entonaba un cántico en voz muy queda, casi un murmullo, no en lengua hárdica sino en el Habla de la Creación; y cuando empezaba al fin a comprender, y a recordar lo que las palabras significaban, justo antes de comprenderlas, se quedó dormido.

En silencio el mago guardó el pan y la carne, inspeccionó las líneas, puso todo en orden en la barca, y luego, tomando el cabo de guía de la vela en la mano y sentándose en la bancada de popa, puso en la vela el fuerte viento de magia. Incansable, Miralejos enfiló hacia el norte, una flecha sobre el mar.

Miró a Arren, el rostro dormido del muchacho iluminado por el oro rojo del largo crepúsculo, la áspera cabellera movida por el viento. Ya no era el adolescente de aspecto delicado, sereno y principesco que pocos meses antes lo aguardara sentado junto a la fuente de la Casa Grande; éste era un rostro más delgado, más duro y mucho más fuerte. Pero no menos hermoso.

—No he encontrado a nadie que me siguiera en mi camino —dijo Ged el Archimago en voz alta, hablándole al joven dormido, o quizá al viento hueco—. A nadie más que a ti. Y tú has de seguir tu camino, no el mío. Sin embargo, tu reino, en parte, será también mi reino. Porque yo te reconocí, ¡yo fui el primero en reconocerte! Y más me alabarán por esto en los días del futuro que por todas mis hazañas de magia… Si hay días en el futuro. Porque ante todo tenemos que encontrar el punto de Equilibrio, el centro pendular del mundo. Y si yo caigo, caerás tú, y todo el resto… Por un tiempo, por un tiempo. No hay oscuridad que dure eternamente. Y aún allí, hay estrellas… Oh, cuánto me gustaría verte coronado en Havnor, y el sol resplandeciendo sobre la Torre de la Espada, y sobre el Anillo que para ti trajimos de Atuan, desde las tumbas tenebrosas, Tenar y yo, ¡antes aún que tú nacieras!

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