Los dos habían vuelto a sentarse, arrebujados en los capotes. Durante un rato permanecieron callados. Luego Ged habló, en tono grave: —Lebannen, cuánto tiempo seguirá hostigándonos, con espectros y sombras, es algo que no sé. Pero tú sabes a dónde irá él al fin.
—Al reino de las sombras.
—Sí. Entre ellas.
—Ahora las he visto. Iré con vos.
—¿Es la fe en mí lo que te impulsa? Puedes confiar en mi amor, pero no en mi fuerza. Porque creo que me he topado con un igual.
—Iré con vos.
—Pero si fuese derrotado, si mi poder y mi vida se agotaran, no podría guiarte de regreso; y solo no podrás regresar.
—Regresaré con vos.
Ante esas palabras Ged dijo: —Entras en la edad del hombre a las puertas de la muerte. —Y luego pronunció, en voz muy baja, aquella palabra o nombre con que el dragón había llamado dos veces a Arren:— Agni… Agni Lebannen.
Después de eso no volvieron a hablar y pronto el sueño los venció otra vez, y se echaron a dormir junto a la lumbre de la hoguera pequeña y efímera.
Llegó la mañana y reanudaron la marcha, rumbo al norte y al oeste; y esta vez por decisión de Arren, no de Ged, quien dijo: —Elige tú nuestro camino; para mí todos son iguales.
Caminaban sin prisa; no tenían una meta, y esperaban alguna señal de Orm Embar. Siguieron la cadena de colinas más baja, la más exterior, casi constantemente con el océano a la vista. Los pastos eran cortos y secos, sin cesar zarandeados por el viento. A la derecha se elevaban las colinas doradas y desiertas, y a la izquierda se extendían las ciénagas salinas y el mar occidental. Una vez divisaron una bandada de cisnes en vuelo, muy lejos en el sur. Ninguna otra criatura viviente se les apareció en todo ese día. Una especie de fatiga medrosa, el cansancio de esperar lo peor, fue invadiendo a Arren a lo largo del camino. La impaciencia lo dominaba, y una cólera sorda. Al fin dijo, luego de horas de silencio:
—¡Esta tierra está tan muerta como el mismísimo reino de la muerte!
—No digas eso —replicó el mago con aspereza. Siguió caminando un momento y luego prosiguió, con una voz distinta—: Contempla esta tierra: mira alrededor de ti. Éste es tu reino, el reino de la vida. Ésta es tu inmortalidad. Observa las colinas, las colinas mortales. No son imperecederas. Las colinas con las hierbas vivas que crecen en ellas, y el agua que fluye por las vertientes. En el mundo entero, en todos los mundos, en toda la inmensidad del tiempo no hay otro río, otro arroyo que sea igual a uno de éstos, que surgen fríos de las entrañas de la tierra, donde no hay ojos que los vean, y que a través de la luz del sol y de las tinieblas corren hacia el mar. Profundas son las fuentes del ser, más profundas que la vida, que la muerte…
Calló, pero en sus ojos, mientras miraba a Arren y las colinas bañadas por el sol, había un amor inmenso, inefable, atormentado. Y Arren vio eso, y viéndolo, lo vio a él, lo vio por primera vez, entero, tal como era.
—No puedo expresar lo que quiero —dijo Ged con tristeza.
Pero Arren pensó en aquella primera hora en el Patio de la Fuente, en el hombre que se arrodillaba al pie de manantial; y la alegría, límpida como el agua que recordaba, brotó de pronto en él. Miró a su compañero y dijo: —He dado mi amor a lo que es digno de amor. ¿No es eso el reino, y la fuente imperecedera?
—Sí, muchacho —dijo Ged, con dulzura, y con dolor.
Siguieron andando juntos y en silencio. Pero Arren veía ahora el mundo con los ojos de su compañero, veía el vivo esplendor que se revelaba en torno de ellos en aquella tierra silenciosa y desolada (como por un poder de encantamiento que sobrepasaba a cualquier otro) en cada brizna de hierba encorvada por el viento, en cada sombra, en cada piedra. Así acontece cuando uno ve por última vez un lugar querido, antes de emprender un viaje sin retorno: lo ve entonces por completo y tal como es, y más querido aún, como no lo ha visto nunca y nunca volverá a verlo.
A medida que se acercaba la noche las nubes se elevaban en hileras apretadas desde el oeste, traídas por los grandes vientos marinos, y llameaban delante del sol, enrojeciendo el ocaso. Mientras recogía leña menuda en el valle de un arroyo, en aquella luz purpúrea, Arren alzó los ojos y vio a un hombre de pie, a menos de diez pasos. La cara del hombre era borrosa y extraña, pero Arren lo reconoció: el Tintorero de Lorbanería, Sopli, que había muerto.
Más atrás había otros, todos con caras tristes, de mirada inmóvil. Parecían hablar, pero Arren no alcanzaba a oír las palabras, sólo una especie de murmullo arrastrado por el viento del oeste. Algunos avanzaban lentamente hacia él.
Se irguió y los miró, y otra vez miró a Sopli; y luego les volvió la espalda, y se agachó, y a pesar de que le temblaban las manos, recogió otra rama seca de las malezas. La agregó a las demás, y recogió otra, y otra. Luego se enderezó y se volvió. No había nadie en el valle, sólo aquella luz purpúrea que ardía sobre el pasto. Fue a reunirse con Ged, depositó la carga en el suelo, y nada dijo de lo que había visto.
Toda la noche, en la brumosa oscuridad de aquella comarca huérfana de almas vivientes, cada vez que despertaba de un sueño entrecortado, oía alrededor aquel cuchicheo de las almas de los muertos. Se dominaba, decidía no escuchar, y volvía a dormirse.
Tanto él como Ged despertaron tarde, cuando el sol, ya un palmo por encima de las colinas, salía al fin de la niebla e iluminaba la tierra fría. Mientras comían la frugal colación matutina llegó el dragón, girando en el aire sobre ellos. Echaba fuego por las fauces, y humo y chispas por los ollares rojos; los dientes le brillaban como dagas de marfil en aquel resplandor espeluznante. Nada dijo, sin embargo, pese a que Ged lo saludó, gritándole en su lengua:
—¿Lo has encontrado, Orm Embar?
El dragón echó la cabeza hacia atrás y arqueó el cuerpo de una manera extraña, rasgando el aire con las zarpas filosas. Luego se remontó en vuelo veloz hacia el oeste, volviéndose para mirarlos mientras se alejaba.
Ged empuñó la vara y la golpeó contra el suelo. —No puede hablar —dijo—. ¡No puede hablar! Le han quitado las palabras de la Creación, dejándolo como una culebra, un gusano sin lengua, con una sabiduría muda. ¡Pero aún puede guiarnos, y nosotros podemos seguirlo! —Echándose los morrales sobre los hombros, emprendieron la marcha hacia el oeste a través de las colinas, la dirección en que volara Orm Embar.
Ocho millas o más anduvieron, sin aminorar el paso rápido y sostenido del principio. Ahora el mar se extendía a ambos lados, y seguían el dorso de una larga cadena descendente que atravesaba cañaverales secos y lechos de arroyos serpeantes, e iba a morir en una playa que se adentraba en el mar, de arena de color marfil. Era el cabo más occidental de todas las islas, el último confín de la tierra.
Orm Embar yacía agazapado sobre esa arena de marfil, la cabeza gacha como un gato enfurecido, respirando en jadeantes bocanadas de fuego. A cierta distancia, entre él y las largas y bajas rompientes del mar, se alzaba algo que parecía una cabaña o una choza, blanca, construida con maderas descoloridas por el tiempo y la intemperie. Pero no había despojos de naufragios en esa playa, que no miraba hacia ninguna otra tierra. Cuando se acercaron, Arren vio que aquellas paredes destartaladas estaban construidas con huesos enormes: huesos de ballena, pensó en el primer momento, y entonces vio los triángulos blancos, filosos como cuchillos y supo que eran huesos de dragón.
La luz del sol que se reflejaba sobre el mar centelleaba a través de las grietas entre hueso y hueso. El dintel de la puerta era un fémur más largo que un hombre, coronado por una calavera humana que contemplaba con ojos vacíos las colinas de Selidor.
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