Ursula Le Guin - La costa más lejana

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El joven Arren, príncipe de Enlad y heredero del trono de Morred, llega a la isla de Roke con malas noticias. No sólo no hay magia en el mundo: una inquieta desazón se ha extendido por los Confines. La gente no encuentra sentido a la vida. Los artesanos y el comercio están arruinándose, las leyes declinan, la esclavitud aumenta. Algo perturba el Equilibrio del mundo.
Decidido a descubrir el mal que está causando el desequilibrio y amenazando a Terramar, Ged el Archimago se hace a la mar acompañado por el joven Arren y llegan eventualmente a la costa más lejana, la isla de Selidor, donde alguien ha abierto la puerta que lleva de la vida a la muerte. Sólo atravesando el reino de los muertos —descubre Arren—, escalando las Montañas del Dolor, encontrará el equilibrio, ayudará a restaurarlo, y será capaz de gobernar las vidas de otros hombres.

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Arw sobriost —dijo el dragón, y los herrumbrados ollares se le dilataron, y el fuego contenido y sofocado chisporroteó.

Arren, que sostenía a Ged por las axilas, y que se disponía a levantarlo cuando el movimiento del dragón lo detuvo, sintió que la cabeza de Ged giraba lentamente, y oyó su voz: —Eso significa: montad aquí.

Por un instante Arren no se movió. Todo aquello era descabellado. Pero ahí estaba la enorme pata con sus zarpas, posada delante de él como un escalón; y más arriba, la curvatura del codo; y más arriba aún la protuberancia de la escápula y la musculatura del ala, allí donde emergía de la clavícula: cuatro peldaños; una escalera. Y allí, entre el nacimiento de las alas y la primera púa de hierro del acorazado espinazo, en el hueco de la nuca, había sitio suficiente para que un hombre se sentase a horcajadas, o dos hombres. Si estaban locos, y desesperados, y dejaban de pensar.

—¡Montad! —dijo Kalessin en la Lengua de la Creación.

Y Arren se irguió y ayudó a su compañero a mantenerse en pie. Ged levantó la cabeza, y guiado por los brazos de Arren subió aquellos extraños escalones. Los dos se sentaron a horcajadas en el áspero y acorazado hueco de la nuca del dragón, Arren atrás, listo para sostener a Ged en caso necesario. Los dos sintieron que un calor entraba en ellos, un calor benéfico como el del sol. La vida ardía como fuego bajo aquella armadura de hierro.

Arren advirtió que la vara de tejo del mago había quedado enterrada a medias en la arena; el mar trepaba hacia ella y se la llevaría. Intentó apearse para ir a buscarla, pero Ged lo retuvo. —Déjala. He consumido en ese seco manantial toda mi magia, Lebannen. Ya no soy mago ahora.

Kalessin volvió la cabeza y los miró de soslayo. La antigua risa persistía en la mirada del dragón. Si era macho o hembra, nadie podía decirlo; lo que Kalessin pensaba, nadie podía saberlo. Lentamente desplegó las alas. No eran doradas como las de Orm Embar, sino rojas, oscuras, como la herrumbre o la sangre o como la seda púrpura de Lorbanería. El dragón alzó las alas, con cuidado, para no golpear a los minúsculos jinetes, y tomó impulso irguiéndose sobre las grandes ancas, y saltó al aire como un gato, y las alas se abatieron y los transportaron por encima de la niebla que flotaba sobre Selidor.

Batiendo con esas alas purpúreas el aire del anochecer, Kalessin giró por encima de la Mar Abierta, y se volvió hacia el este, y voló.

Cierto día de verano, sobre la isla de Ully, se vio volar a poca altura un enorme dragón, y más tarde en Usidero, y en el norte de Ontuego. Aunque los dragones son temidos en el Confín de Poniente, pues los pobladores los conocen demasiado bien, después que éste hubo pasado, y cuando los aldeanos salieron de sus escondites, quienes lo habían visto decían: —No han muerto, como creíamos, todos los dragones. Tal vez tampoco los hechiceros. En ese vuelo había por cierto un gran esplendor, quizá fuera el Patriarca.

Dónde Kalessin se posaba cuando bajaba a tierra, nadie lo sabía. En las islas lejanas hay junglas, hay colinas agrestes que pocos hombres han visitado alguna vez, y en las que hasta el descenso de un dragón puede pasar inadvertido.

Pero en las Noventa Islas hubo gritería y alboroto. Los hombres cruzaban en sus barcas los canales entre las pequeñas islas, hacia el oeste, gritando: —¡Escondeos! ¡Escondeos! ¡El Dragón de Pendor ha roto el juramento! ¡El Archimago ha perecido y el Dragón viene a devorarnos!

Sin posarse, sin mirar hacia abajo, la enorme culebra color de hierro voló sobre las pequeñas islas, las aldeas y las alquerías, sin molestarse siquiera en echar un eructo de fuego por tan poca cosa. Así pasó sobre Geath y sobre Serd, y cruzó los estrechos del Mar Interior, y llegó a la vista de Roke.

Jamás en la memoria humana, y casi nunca en la memoria de la leyenda, había desafiado un dragón los muros visibles e invisibles de esa bien defendida isla. Éste, sin embargo, no vaciló, y con un batir de alas lento, acompasado, sobrevoló la costa occidental de Roke y las aldeas y los prados, hasta la colina verde que se alza en el centro del burgo de Zuil. Allí descendió al fin, lentamente, y alzó las alas rojas y las replegó, y se posó en la cima del Collado de Roke.

Los muchachos salieron corriendo de la Casa Grande. Nada hubiera podido retenerlos. Pero fueron menos rápidos que sus Maestros, y no los primeros en alcanzar el Collado. Cuando llegaron, ya estaba allí el Maestro de Formas, que había venido del Boscaje, los rubios cabellos brillantes al sol. Con él estaba el Transformador, que había regresado dos noches antes bajo el aspecto de una gaviota, con un ala caída y exhausto; largo tiempo sus propios encantamientos lo habían tenido aprisionado en la forma de esa ave marina, y no pudo recobrar la suya hasta que entró en el Boscaje, la noche en que se restableció el Equilibrio y lo que estaba roto volvió a unirse. El Invocador, frágil y demacrado, que había abandonado el lecho el día anterior, también estaba allí, junto con el Portero. Y los otros Maestros de la Isla de los Sabios.

Vieron desmontar a los jinetes, uno ayudando al otro. Vieron cómo miraban alrededor con una extraña expresión de contento, de desazón y asombro. El dragón agachado permaneció como una piedra mientras ellos bajaban del lomo y se detenían a un lado. Volvió un poco la cabeza cuando el Archimago le habló, y le respondió brevemente. Los que asistían a la escena vieron la mirada oblicua del ojo amarillo, fría y risueña. Los que comprendían le oyeron decir: —He traído al joven rey a su reino, y al anciano a su tierra.

—Todavía falta un poco, Kalessin —replicó entonces Ged—. Yo no he llegado aún adonde tengo que ir.

Miró un momento, allá abajo, los tejados y las torres de la Casa Grande a la luz del sol, y pareció que una sonrisa le asomaba a los labios. Luego se volvió hacia Arren, que estaba de pie, alto y esbelto, las ropas gastadas y no del todo seguro sobre sus piernas, fatigado tras la larga cabalgata y desconcertado por todo lo que había ocurrido. A la vista de todos, Ged se arrodilló ante él, las dos rodillas en tierra, e inclinó la encanecida cabeza.

Luego se levantó y besó al joven en la mejilla diciendo: —Cuando llegues a tu trono en Havnor, mi señor y amado compañero, gobierna por muchos años, y bien.

Miró de nuevo a los Maestros y a los jóvenes hechiceros y a los muchachos y a la gente de la villa congregada en las laderas y al pie del Collado. Tenía una expresión serena y en sus ojos brillaba algo semejante a la risa de los ojos de Kalessin. Dando media vuelta, montó otra vez por la pata y la escápula del dragón, y se sentó en el arzón sin riendas, entre las grandes crestas de las alas, sobre la nuca del dragón. Las alas rojas se alzaron con un tamborileo, y Kalessin, el Patriarca, saltó hacia el aire. Un fuego le brotó de las fauces, y batió las alas con un ruido de trueno y viento huracanado. Voló otra vez alrededor de la colina, y se alejó volando, hacia el norte y el este, hacia la región de Terramar donde se alza la isla montañosa de Gont.

El Portero, sonriendo, dijo: —Ha concluido su tarea. Vuelve a casa.

Y todos siguieron con la mirada el vuelo del dragón entre la luz del sol y el mar hasta que se perdió de vista.

Cuenta la Gesta de Ged que el que fuera Archimago asistió a la Coronación del Rey de Todas las Islas en la Torre de la Espada de Havnor, en el corazón del mundo. Dice el Cantar que cuando la ceremonia de la coronación concluyó, y comenzaron los festejos, se alejó del bullicio de las gentes y se encaminó a solas al puerto de Havnor. Allí, sobre las aguas, castigada por las tempestades y carcomida por la intemperie de los años, se mecía una barca; no tenía vela y estaba vacía. Ged la llamó por su nombre, Miralejos , y ella acudió a la llamada. Bajando a la barca desde el muelle, Ged volvió la espalda a la tierra, y sin viento ni vela ni remo la barca se hizo a la mar, alejándolo del abrigo protector del puerto, hacia el oeste por entre las islas, hacia el oeste a través del mar; y nada más se supo de él.

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