Alguien dijo su nombre. No miró hacia arriba.
—Se ha ido —dijo.
El Maestro de las Formas se arrodilló junto a ella. Tocó el rostro de Aliso con un suave movimiento de la mano.
Se quedó un rato allí, arrodillado y en silencio. Luego le dijo a Tenar en su lengua: —Dama mía, pude ver a Tehanu. Vuela dorada en el otro viento.
Tenar levantó la vista para mirarlo. Su rostro estaba blanco y arrugado, pero había una sombra de esplendor en sus ojos.
Le costó hablar, pero finalmente preguntó, hablando seca y casi inaudiblemente: —¿Entera?
El Maestro de las Formas asintió con la cabeza.
Ella acarició la mano de Aliso, la mano del enmendador, esbelta, hábil. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Déjame estar un rato con él —dijo, y comenzó a llorar. Se tapó el rostro con las manos y lloró mucho, amargamente, en silencio.
Azver se acercó al pequeño grupo que había en la puerta de la casa. Ónix y Gamble estaban cerca del Maestro de Invocaciones, quien estaba de pie, pesado y ansioso, cerca de la princesa. Ella estaba agachada junto a Lebannen, con los brazos sobre él, protegiéndolo, desafiando a cualquier mago que quisiera tocarlo. Le brillaban los ojos. Tenía el pequeño puñal de acero de Lebannen desnudo en una de sus manos.
—Yo regresé con él —le dijo Brand a Azver—. Intenté quedarme con él. No estaba seguro de conocer el camino. Ella no deja que me acerque.
—Ganaídilo Azver, el título de Seserakh en kargo, princesa.
Sus ojos brillantes lo miraron. —¡Oh, que Atwah Wuluah sea agradecido y la Madre alabada para siempre! —gritó—. ¡Señor Azver! Haz que estos malditos hechiceros se vayan. ¡Mátalos! Han matado a mi Rey. —Le tendía el puñal, cogiéndolo por la delgada hoja de acero.
—No, princesa. Lebannen se fue con el dragón Irían. Pero este hechicero lo ha traído de regreso con nosotros. Déjame verlo. —Y se arrodilló y volvió el rostro de Lebannen un poco para poder observarlo mejor, y posó sus manos sobre el pecho del Rey—. Está frío —dijo—. El camino de regreso fue muy duro. Cógelo en tus brazos, princesa. Dale tu calor.
—Lo he intentado —dijo ella, mordiéndose el labio. Arrojó el puñal y se dobló sobre el hombre inconsciente—. ¡Oh, pobre Rey! —dijo suavemente en hárdico—. ¡Querido Rey, pobre Rey!
Azver se puso de pie y le dijo el Maestro de Invocaciones: —Creo que estará bien, Brand. Ahora ella es mucho más útil que nosotros.
El Invocador estiró una de sus grandes manos y cogió el brazo de Azver. —Ahora intenta tranquilizarte tú.
—El Portero —dijo Azver, palideciendo más que antes y mirando a su alrededor en el claro.
—Regresó con el hombre de Paln —dijo Brand—. Siéntate aquí.
Azver le obedeció, y se sentó en el tronco en el que se había sentado el viejo Transformador en el círculo la tarde anterior. Parecía que hubieran pasado mil años. Los ancianos habían regresado a la Escuela al anochecer… Y después había comenzado la larga noche, la noche que acercó tanto el muro de piedras que dormir era estar allí, y estar allí era terror, de modo que nadie había dormido. Nadie, tal vez, en todo Roke, en todas las islas… Solamente Aliso, que había ido a guiarlos… Azver se dio cuenta de que estaba dormitando y temblando.
Gamble trató de hacerlo entrar en la casa de invierno, pero Azver insistió en que debía estar cerca de la princesa para hacer de intérprete si lo necesitaba. Y cerca de Tenar, pensó sin decirlo, para protegerla. Para dejarla llorar. Pero Aliso ya había acabado de llorar. Le había pasado a ella su dolor. Se lo había pasado a todos. Su alegría…
El Maestro de Hierbas llegó desde la Escuela y se acercó a Azver, le puso una capa de invierno sobre los hombros. El Maestro de las Formas se sentó medio dormido, cansado y febril, haciendo caso omiso de los demás, vagamente irritado por la presencia de tanta gente en su dulce y silencioso claro, observando el sol deslizándose entre las hojas. Su vigilia fue recompensada cuando la princesa se le acercó, se arrodilló ante él mirando su rostro con solícito respeto, y le dijo: —Señor Azver, el Rey quiere hablar contigo.
Le ayudó a ponerse de pie, como si fuera un anciano. A él no le importó. —Gracias, gaínba —le dijo.
—No soy una reina —dijo ella con una risa.
—Lo serás —le respondió el Maestro de las Formas.
Era la marea fuerte de la luna llena, y el Delfín tenía que esperar a pasar entre los Promontorios Fortificados antes de lanzarse a toda velocidad. Tenar no desembarcó en el Puerto de Gont sino hasta después de media mañana, y luego tuvo que hacer la larga caminata cuesta arriba. Ya era casi el atardecer cuando atravesó Re Albi y cogió el sendero del acantilado que llevaba hasta la casa.
Ged estaba regando los repollos, que para entonces ya estaban bastante crecidos.
Se puso de pie y vio que ella se acercaba hacia él, con aquella mirada de halcón, el ceño fruncido. —Ah —dijo.
—Oh, querido —dijo ella. Se apresuró los últimos pasos mientras él se acercaba hacia ella.
Estaba cansada. Estaba muy contenta de poder sentarse con él con un vaso del buen vino tinto de Chispa y observar cómo el atardecer otoñal se teñía de dorado sobre todo el mar occidental.
—¿Cómo puedo hacer para contártelo todo? —preguntó ella.
—Cuéntalo de atrás para delante —respondió él.
—Está bien. Así lo haré. Querían que me quedara, pero yo dije que quería regresar a casa. Pero había una reunión del Consejo, el Consejo del Rey, ¿sabes?, para el compromiso. Habrá una gran boda y todo eso, por supuesto, pero no creo que yo tenga que ir. Porque fue entonces cuando realmente se casaron. Con el Anillo de Elfarran. Nuestro anillo.
El la miró y sonrió, la amplia y dulce sonrisa que, pensó ella, tal vez equivocadamente, tal vez con razón, nunca nadie excepto ella había visto dibujarse en su rostro.
—¿Y entonces? —preguntó él.
—Lebannen vino y se detuvo aquí, ¿ves?, a mi izquierda, y luego Seserakh vino y se detuvo aquí, a mi derecha. Delante del trono de Morred. Y yo alcé el Anillo. Como lo hice cuando lo llevamos a Havnor, ¿recuerdas?, ¿en Miralejos, a la luz del sol? Lebannen lo cogió, lo besó y me lo devolvió. Y yo lo coloqué en el brazo de ella, y el Anillo se deslizó hasta su mano, Seserakh no es una mujer pequeña. ¡Oh, tendrías que verla, Ged! ¡Qué bella es, qué leona! Lebannen ha encontrado a su media naranja. Y todos gritaban. Y hubo fiestas y ese tipo de cosas. Y entonces pude escabullirme.
—Sigue.
—¿De atrás para delante?
—De atrás para delante.
—Bueno. Antes de eso fue lo de Roke.
—Roke nunca es algo sencillo.
—No.
Bebieron el vino tinto en silencio.
—Hablame del Maestro de las Formas.
Ella sonrió. —Seserakh le llama el Guerrero. Dice que solamente un guerrero se enamoraría de un dragón.
—¿Quién lo siguió a la tierra seca… aquella noche?
—El siguió a Aliso.
—Ah —dijo Ged, con sorpresa y con cierta satisfacción.
—Al igual que otros de los Maestros. Y también Lebannen, Irían…
—Y Tehanu.
Silencio.
—Ella había salido de la casa, y cuando yo salí ya se había ido. —Un largo silencio—. Azver la vio. Al amanecer. En el otro viento.
Silencio.
—Todos se han ido. Ya no quedan dragones en Havnor ni en las islas del Poniente. Ónix dijo: tal como ese lugar de sombras y todas las sombras en él se unieron al mundo de la luz, del mismo modo ellos recuperaron su verdadero reino.
—Nosotros rompimos el mundo para hacerlo un todo —dijo Ged.
Después de un largo rato en silencio, Tenar dijo con una voz suave y fina: —El Maestro de las Formas cree que Irian acudirá al Bosquecillo si él la llama.
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