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Ursula Le Guin: En el otro viento

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Ursula Le Guin En el otro viento

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Al hechicero Aliso le aterra conciliar el sueño, pues hacerlo significa trasladarse a la tierra de los muertos para encontrarse con su esposa. Ella falleció muy joven y desea tanto regresar a él que lo besó a través del bajo muro de piedra que separa nuestro mundo de la Tierra Seca, donde la hierba está marchita, las estrellas, siempre quedas, y los amantes se cruzan sin reconocerse. Cada noche, los muertos atraen a Aliso hacia ellos para, a través de él, liberarse e invador Terramar. Desesperado, Aliso acude al antiguo Archimago Gavilán, quien le indica que parta a Havnor en busca de Tenar, Tehanu y el joven Rey Lebannen. Todos juntos e Irian, el dragón de ojos color ámbar capaz de transformarse en una mujer, viajarán al Bosquecillo Inmanente, en Roke, pues la incursión de los muertos no es el único peligro que amenaza Terramar: los dragones han regresado y, después de siglos de paz, reclaman lo que creen les pertenece… La célebre saga iniciada con Un Mago de Terramar continúa en esta conmovedora historia de poderosa belleza repleta de magia, amor y fantasía.

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—A la vida no, maestro —dijo Seppel—. Pero aun así, al igual que los Hacedores de Runas, buscaban el ser incorpóreo, inmortal.

—Sin embargo, sus sortilegios alteraron aquel lugar —dijo el Maestro de Invocaciones, dándole vueltas al asunto—. Entonces los dragones comenzaron a recordar el antiguo mal… Y ahora las almas de los muertos quieren salir de detrás de ese muro, ansían volver a la vida.

Aliso se puso de pie. Dijo: —No es vida lo que ansían. Es la muerte. Ser otra vez uno con la tierra. Ansían unirse con ella.

Todos lo miraron, pero él apenas lo notaba; su conciencia estaba a medias con ellos, y a medias en la tierra seca. La hierba debajo de sus pies era verde y estaba iluminada por el sol, era sombría y estaba muerta. Las hojas de los árboles temblaban sobre él y el bajo muro de piedras estaba a una muy corta distancia de donde él se encontraba, bajando por la oscura colina. De todos ellos, solamente veía a Tehanu; no podía verla claramente, pero la reconocía, de pie entre él y el muro. Entonces le habló: —Ellos lo construyeron, pero no pueden derribarlo —le dijo—. ¿Me ayudarás, Tehanu?

—Te ayudaré, Hará —le respondió ella.

Una sombra pasó de prisa entre ellos, una gran fuerza oscura y voluminosa, que la ocultó a ella, y lo cogió a él, reteniéndolo; él luchó, jadeando, no lograba tomar aire para respirar, vio fuego rojo en la oscuridad, y no vio nada más.

Se encontraron a la luz de las estrellas en el borde del claro, el Rey de las tierras occidentales y el Maestro de Roke, los dos poderes de Terramar.

—¿Vivirá? —preguntó el Invocador.

—El curador dice que ahora no corre peligro —respondió Lebannen.

—Hice mal —dijo el Invocador—. Lo siento mucho.

—¿Por qué lo invocaste para que regresara? —le preguntó el Rey, no reprobándolo sino buscando una respuesta.

Después de un buen rato, el Invocador respondió, lúgubremente: —Porque tenía el poder para hacerlo.

Caminaron en silencio hasta llegar a un sendero abierto entre los grandes árboles. Hacia ambos lados se veía todo muy oscuro, pero la luz de las estrellas brillaba gris por donde caminaban.

—Me equivoqué. Pero no está bien querer morir —dijo el Invocador. La aspereza del Confín del Levante estaba en su voz. Hablaba en voz muy baja, casi suplicando—. Para los muy viejos, los muy enfermos, puede ser. Pero la vida es algo que se nos da. ¡Seguramente está mal no celebrar y atesorar ese gran obsequio!

—La muerte también es algo que se nos da —le respondió el Rey.

Aliso yacía recostado en un camastro sobre la hierba. Debería recostarse bajo las estrellas, había dicho el Maestro de las Formas, y el viejo Maestro de Hierbas había estado de acuerdo. Yacía dormido, y Tehanu estaba sentada inmóvil a su lado.

Tenar se había sentado en la puerta de la baja casa de piedra y la observaba. Las magníficas estrellas de finales del verano brillaban sobre el claro: la que estaba más alta de todas era la estrella llamada Tehanu, el Corazón del Cisne, el eje del cielo.

Seserakh salió silenciosamente de la casa y se sentó en el umbral de la puerta junto a ella. Se había quitado la corona que sostenía el velo, dejando suelta su masa de cabellos leonados.

—Oh, amiga mía —murmuró—, ¿qué será de nosotros? Los muertos vienen hacia aquí. ¿Los sientes? Como la marea que sube. Al otro lado de ese muro. Creo que nadie puede detenerlos. Todos los muertos, desde las tumbas de todas las islas del oeste, desde todos los siglos…

Tenar sentía los golpes, los gritos, en su cabeza y en su sangre. Ahora ella sabía, todos lo sabían, lo que Aliso había sabido antes. Pero se aferró a lo que le daba confianza, aunque la confianza se hubiese convertido en una mera esperanza. Dijo: —Son simplemente muertos, Seserakh. Nosotros construimos un muro falso. Tiene que ser derribado. Pero hay uno verdadero.

Tehanu se levantó y se acercó lentamente adonde estaban ellas. Se sentó en el umbral junto a ellas.

—Está bien, está durmiendo —susurró.

—¿Estuviste allí con él? —preguntó Tenar.

Tehanu asintió con la cabeza. —Estábamos en el muro.

—¿Qué fue lo que hizo el Maestro de Invocaciones?

—Lo invocó, lo trajo de regreso a la fuerza.

—De regreso a la vida.

—De regreso a la vida.

—No sé a qué debo tenerle más miedo —dijo Tenar—, si a la muerte o a la vida. Desearía poder acabar con el miedo.

El rostro de Seserakh, las ondulaciones de sus cálidos cabellos, cayeron sobre uno de los hombros de Tenar durante un momento en una suave caricia. —Eres valiente, valiente —murmuró—. ¡Pero, oh! ¡Yo le temo al mar!, ¡y le temo a la muerte!

Tehanu seguía sentada en silencio. En la tenue y suave luz que caía por entre los árboles, Tenar podía ver como la delgada mano de su hija yacía cruzada sobre la mano quemada y retorcida.

—Yo creo —dijo Tehanu con su voz suave y extraña—, que cuando muera, podré respirar otra vez el aire que me dio la vida. Podré devolverle al mundo todo lo que no hice. Todo lo que pude haber sido y no fui. Todas las elecciones que no hice. Todas las cosas que perdí y que dejé ir y que desperdicié. Podré devolvérselas al mundo. A las vidas que aún no han sido vividas. Ése será mi obsequio para el mundo que me dio la vida que sí viví, el amor que amé, el aire que respiré.

Levantó la vista para mirar las estrellas y suspiró.

—Pero aún falta mucho tiempo para eso —susurró. Luego miró a Tenar.

Seserakh acarició suavemente los cabellos de Tenar, se puso de pie, y entró silenciosamente en la casa.

—Creo, madre, que no faltará mucho para…

—Lo sé.

—No quiero dejarte.

—Tienes que dejarme.

—Lo sé.

Se quedaron sentadas bajo la brillante oscuridad del Bosquecillo, en silencio.

—Mira —murmuró Tehanu. Una estrella fugaz atravesó el cielo, una rápida estela de luz que se fue apagando lentamente.

Eran cinco los magos sentados bajo la luz de las estrellas. —Mirad —dijo uno, su mano seguía la estela de la estrella fugaz.

—El alma de un dragón que muere —dijo Azver, el Maestro de las Formas—. Eso es lo que dicen en Karego-At.

—¿Los dragones mueren? —preguntó Ónix, reflexionando—. No como nosotros, creo.

—Tampoco viven como vivimos nosotros. Se mueven entre los mundos. Eso es lo que dice Orm Irían. Del viento del mundo al otro viento.

—Es lo que nosotros procuramos hacer —dijo Seppel—. Y no lo logramos.

Gamble lo miró con cierta curiosidad. —¿Vosotros en Paln siempre habéis conocido esta historia, la que escuchamos nosotros hoy por primera vez, esta sabiduría popular que hemos aprendido hoy, la que habla de la separación entre el dragón y la humanidad, y de la creación de la tierra seca?

—No como la hemos escuchado hoy. A mí me enseñaron que el verw nadan fue el primer gran triunfo del arte de la magia. Y que el objetivo de la magia era vencer al tiempo y vivir para siempre… De ahí pues los males que ha causado el Saber Popular de Paln.

—Al menos vosotros conserváis a la matriz de conocimiento que nosotros despreciamos —dijo Ónix—. Como tu gente, Azver.

—Bueno, vosotros habéis tenido el sentido común de construir vuestra Casa Grande aquí —dijo el Maestro de las Formas, sonriendo.

—Pero la construimos mal —dijo Ónix—. Todo lo que construimos, lo construimos mal.

—Entonces debemos derribarlo —dijo Seppel.

—No —dijo Gamble—. Nosotros no somos dragones. Nosotros sí vivimos en casas. Tenemos que tener algunas paredes, al menos.

—Siempre y cuando el viento pueda entrar por las ventanas —dijo Azver.

—¿Y quién entrará por las puertas? —preguntó el Maestro Portero con su voz suave.

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