Hubo una pausa. Un grillo cantaba diligentemente en algún lugar del claro, se callaba, volvía a cantar.
—¿Dragones? —preguntó Azver.
El Maestro Portero negó con la cabeza. —Creo que tal vez la división que se acordó alguna vez, y luego fue traicionada, será finalmente completada. —Dijo—. Los dragones serán libres, y nos dejarán aquí con la elección que hagamos.
—El conocimiento del bien y del mal —dijo Ónix.
—El placer de hacer, de dar forma —dijo Seppel—. Nuestra maestría.
—Y nuestra codicia, nuestra debilidad, nuestro miedo —dijo Azver.
Al canto de aquel grillo le siguió el canto de otro grillo, uno que estaba más cerca del arroyo. Los dos grillos latían, se cruzaban, siguiendo un ritmo y saliéndose de él.
—Lo que yo temo —dijo Gamble—, a tal punto que temo decirlo, es esto: que cuando los dragones se vayan, nuestra maestría se irá con ellos. Nuestro arte. Nuestra magia.
El silencio de los demás mostró que también le temían a lo mismo. Pero, finalmente, el Portero habló, suavemente, aunque con cierta seguridad. —No, creo que no. Ellos son la Creación, sí. Pero nosotros aprendimos la Creación. La hicimos nuestra. No pueden quitárnosla. Para perderla debemos olvidarla, echarla.
—Como lo hizo mi pueblo —dijo Azver.
—Sin embargo, tu pueblo recordó lo que es la tierra, lo que es la vida eterna —dijo Seppel—. Mientras que nosotros lo olvidamos.
Otro largo silencio se instaló entre ellos.
—Podría estirar mi mano y tocar el muro —dijo Gamble en voz muy baja.
—Están cerca, están muy cerca —añadió Seppel.
—¿Cómo se supone que sabremos lo que tenemos que hacer? —preguntó Ónix.
Azver habló en el silencio que siguió a la pregunta. —Una vez, cuando mi señor el Archimago estuvo aquí conmigo, en el Bosquecillo, me dijo que había pasado su vida aprendiendo cómo escoger hacer lo que no tenía más opción que hacer.
—Ojalá estuviese aquí ahora —dijo Ónix.
—Ya ha dejado de hacer —murmuró el Portero, sonriendo.
—Pero nosotros no. Nos sentamos aquí a hablar, al borde del precipicio, todos lo sabemos. —Ónix miró a su alrededor todos los rostros iluminados por la luz de las estrellas—. ¿Qué quieren los muertos de nosotros?
—¿Qué quieren los dragones de nosotros? —preguntó Gamble—. Estas mujeres que son dragones, dragones que son mujeres, ¿por qué están aquí? ¿Podemos confiar en ellas?
—¿Acaso nos queda otra opción? —preguntó el Maestro Portero.
—Creo que no —dijo el Maestro de las Formas. Su voz tenía ahora una nota de dureza, como el filo de una espada—. Lo único que podemos hacer es seguirle.
—¿Seguir a los dragones? —preguntó Gamble.
Azver negó con la cabeza. —Seguir a Aliso.
—¡Pero él no es guía alguna, Maestro de las Formas! —exclamó Gamble—. ¿Un enmendador de aldea?
Ónix dijo: —Aliso tiene sabiduría, pero en sus manos, no en su cabeza. Sigue a su corazón. Desde luego que no busca ser nuestro guía.
—Sin embargo fue elegido entre todos nosotros.
—¿Quién lo eligió? —preguntó Seppel con voz suave.
El Maestro de las Formas le respondió: —Los muertos.
Seguían sentados en silencio. El canto de los grillos había cesado. Dos altas figuras se acercaban a ellos atravesando la hierba gris iluminada por las estrellas. —¿Podemos Brand y yo sentarnos aquí con vosotros un rato? —preguntó Lebannen—. Esta noche no hay sueño.
En el umbral de la casa, en el Vertedero, Ged estaba sentado mirando las estrellas sobre el mar. Se había ido a dormir hacía una hora o más, pero al cerrar los ojos había visto la ladera de la colina y oído las voces alzándose como una ola. Se levantó de inmediato y salió fuera, en donde podía ver moverse las estrellas.
Estaba cansado. Se le cerraban los ojos, y entonces aparecía allí, junto al muro de piedras, su corazón helado por el terror de quedarse allí para siempre, sin saber cómo regresar. Finalmente, impaciente y enfermo de miedo, volvió a levantarse, cogió un farol de la casa y lo encendió, y comenzó a caminar por el sendero que llevaba hacia la casa de Musgo. Musgo podía o no tener miedo; últimamente vivía bastante cerca del muro. Pero Brezo estaría llena de pánico, y Musgo no podría calmarla. Y puesto que algo había que hacer, y esta vez no era él quien podría hacerlo, al menos podría ir a consolar a la pobre medio-bruja. Podría decirle que solamente eran sueños.
Le costaba avanzar en la oscuridad, el farol proyectaba grandes sombras de pequeñas cosas en el sendero. Caminaba más lentamente de lo que le hubiera gustado, y a veces se tropezaba.
Vio una luz en la casa de la viuda, a pesar de lo tarde que era. Un niño se lamentaba, en la aldea. «Madre, madre, ¿por qué llora la gente? ¿Quiénes son los que lloran, madre?» Allí tampoco había sueño. Esa noche no había mucho sueño en ningún lugar de Terramar, pensó Ged. Sonrió un poco mientras pensaba aquello; porque siempre le había gustado esa pausa, esa pausa temerosa, el momento anterior al cambio de las cosas.
Aliso se despertó. Estaba acostado sobre la tierra y podía sentir su profundidad debajo de él. Sobre él ardían las brillantes estrellas, las estrellas del verano, moviéndose entre hoja y hoja con el soplo del viento, moviéndose de este a oeste con las vueltas del mundo. Las observó un rato antes de dejarlas ir.
Tehanu estaba esperándolo en la colina.
—¿Qué es lo que tenemos que hacer, Hará? —le preguntó ella.
—Tenemos que recomponer el mundo —respondió él. Sonrió, porque por fin su corazón se había iluminado—. Tenemos que derrumbar el muro.
—¿Y ellos pueden ayudarnos? —preguntó Tehanu, ya que los muertos estaban reunidos esperando, allí abajo, en la oscuridad, tan incontables como la hierba o la arena o las estrellas, ahora en silencio, una gran playa sombría de almas.
—No —respondió él—, pero tal vez otros sí puedan hacerlo. —Bajó por la ladera de la colina hasta llegar al muro. En ese punto, llegaba a una altura un poco superior a la de la cintura. Posó sus manos sobre una de las piedras de la hilera de albardillas e intentó moverla. Estaba sólidamente sujeta a las demás, o era más pesada de lo que suele ser una piedra; no podía levantarla, no podía hacer que se moviera en absoluto.
Tehanu se puso a su lado.
—Ayúdame —le pidió él.
Ella posó sus manos sobre la piedra, la mano humana y la garra quemada, apretándola tanto como podía, y dio un tirón hacia arriba al mismo tiempo que él. La piedra se movió un poco, luego un poco más.
—¡Empújala! —exclamó ella, y juntos la empujaron lentamente hasta quitarla de su sitio, haciéndola chirriar al rozarse con la piedra que tenía debajo, hasta que cayó al otro lado del muro con un golpe seco y pesado.
La siguiente piedra era más pequeña; juntos pudieron levantarla y quitarla también de su sitio. La dejaron caer sobre el polvo de este lado del muro.
En ese momento, un temblor sacudió la tierra que había debajo de sus pies. Otras piedras más pequeñas del muro sonaron al tocarse unas con otras. Y, con un largo suspiro, las multitudes de los muertos se acercaron a la pared de piedra.
El Maestro de las Formas se puso de pie de repente y se quedó escuchando con atención. Las hojas vociferaban por todo el claro, los árboles del Bosquecillo se inclinaban y temblaban como azotados por un gran viento, pero no había viento.
—Está cambiando ahora —dijo, y se alejó de ellos caminando lentamente, adentrándose en la oscuridad bajo los árboles.
El Maestro de Invocaciones, el Maestro Portero, y Seppel se pusieron de pie y lo siguieron, rápida y silenciosamente. Gamble y Ónix los siguieron más lentamente.
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