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Ursula Le Guin: En el otro viento

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Ursula Le Guin En el otro viento

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Al hechicero Aliso le aterra conciliar el sueño, pues hacerlo significa trasladarse a la tierra de los muertos para encontrarse con su esposa. Ella falleció muy joven y desea tanto regresar a él que lo besó a través del bajo muro de piedra que separa nuestro mundo de la Tierra Seca, donde la hierba está marchita, las estrellas, siempre quedas, y los amantes se cruzan sin reconocerse. Cada noche, los muertos atraen a Aliso hacia ellos para, a través de él, liberarse e invador Terramar. Desesperado, Aliso acude al antiguo Archimago Gavilán, quien le indica que parta a Havnor en busca de Tenar, Tehanu y el joven Rey Lebannen. Todos juntos e Irian, el dragón de ojos color ámbar capaz de transformarse en una mujer, viajarán al Bosquecillo Inmanente, en Roke, pues la incursión de los muertos no es el único peligro que amenaza Terramar: los dragones han regresado y, después de siglos de paz, reclaman lo que creen les pertenece… La célebre saga iniciada con Un Mago de Terramar continúa en esta conmovedora historia de poderosa belleza repleta de magia, amor y fantasía.

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—Debería ser aterrador —dijo Tenar—, pero no siento miedo en absoluto.

Ónix sonrió. —Así es como es todo aquí —le dijo.

Ella observó a los maestros entrando en el claro, quien iba al frente era el inmenso Maestro de Invocaciones, parecido a un oso, y Gamble, el joven Maestro del Clima. Ónix le explicó quiénes eran los demás: el Transformador, el Maestro de Cantos, el Maestro de Hierbas, el Malabar: todos tenían los cabellos grises, el Transformador se veía frágil por la vejez, utilizaba su vara de mago como bastón para ayudarse a caminar. El Portero, con su rostro tranquilo y sus ojos como almendras, no parecía ni joven ni viejo. El Maestro de los Nombres, que venía último, parecía tener alrededor de cuarenta años. Su rostro se veía apacible y cercano. Él mismo se presentó al Rey, diciendo que se llamaba Kurremkarmerruk.

En ese momento, Irian exclamó, indignada: —¡Pero si no eres tú!

Él la miró y dijo sosegadamente: —Ése es el nombre del Maestro de los Nombres.

—Entonces ¿mi Kurremkarmerruk está muerto?

El mago asintió con la cabeza.

—¡Oh —gritó ella—, ésas sí son malas noticias! ¡Era mi amigo, cuando yo tenía muy pocos amigos aquí! —Se dio la vuelta para no mirar al Maestro de los Nombres, furiosa y con los ojos secos en su dolor. Había saludado con afecto al Maestro de Hierbas, y al Portero, pero a los otros no les habló.

Tenar vio que observaban a Irian por debajo de sus cejas grises, con miradas intranquilas.

Luego posaron sus miradas en Tehanu; y volvieron a apartar la vista: y lanzaron otra mirada, de soslayo. Y Tenar comenzó a preguntarse qué verían ellos cuando miraban a Tehanu y a Irian. Porque éstos eran hombres que miraban con ojos de mago.

De modo que se obligó a sí misma a perdonar al Maestro de Invocaciones por su grosería y por no haber ocultado su horror cuando vio por primera vez a Tehanu. Tal vez no había sido horror. Tal vez había sido sobrecogimiento.

Cuando ya todos habían sido presentados y estaban sentados en círculo, con cojines y asientos de tocones para quienes los necesitaban, la hierba como alfombra, y el cielo y las hojas por techo, el Maestro de las Formas dijo con su voz que aún conservaba algo del acento kargo: —Si a él le complace, mis compañeros Maestros, escucharemos al Rey.

Lebannen se puso de pie. Mientras hablaba, Tenar lo observaba con irreprimible orgullo. Era tan apuesto, ¡tan sabio en su juventud! Al principio no escuchó cada una de las palabras que decía, sólo el sentimiento y la pasión que contenían.

Les explicó a los Maestros, breve y claramente, todo el asunto que lo había llevado hasta Roke: los dragones y los sueños. Acabó diciendo:

—A nosotros nos parece que, noche tras noche, todas estas cosas se juntan, siempre con más certeza, para algún suceso, algún fin. Pensamos que aquí, en esta tierra, con vuestro conocimiento y vuestro poder para ayudarnos, puede que podamos prever y encontrarnos con ese suceso, sin dejar que abrume nuestro entendimiento. El más sabio de nuestros magos ha predicho: un gran cambio se cierne sobre nosotros. Debemos unirnos para descubrir cuál es ese cambio, cuáles son sus causas, cuál es el curso que seguirá, y cómo podemos tener la esperanza de poder evitar que sea un conflicto y que arruine la armonía y la paz, en la que se basa todo mi reinado.

Brand el Invocador se puso de pie para responderle. Después de algunas frases corteses y majestuosas, y de darle una especial bienvenida a la Suprema Princesa, dijo:

—Que los sueños de los hombres, y más que sus sueños, nos previenen de grandes cambios, es algo en lo que todos los Maestros y los magos de Roke estamos de acuerdo. Que hay una alteración de las sólidas fronteras entre la vida y la muerte, transgresiones de esas fronteras, y la amenaza de algo peor, también lo confirmamos. Pero que estas alteraciones puedan ser comprendidas y controladas por cualquiera que no sea un maestro del arte de la magia, eso lo dudamos. Y dudamos muy profundamente que se pueda confiar en que los dragones, cuyas vidas y muertes son completamente diferentes a las de los hombres, repriman su cólera y sus celos salvajes por el bien de la humanidad.

—Maestro de Invocaciones —dijo Lebannen, antes de que Irian pudiera hablar—, Orm Embar murió por mí en Selidor.

Kalessin me llevó hasta mi trono. Aquí en este círculo hay tres pueblos: los kargos, los hárdicos, y la Gente del Oeste.

—Hubo un tiempo en que fuimos todos un mismo pueblo —dijo el Maestro de los Nombres con su voz tranquila y monótona.

—Pero ahora no es así —respondió el Invocador, cada una de las palabras pesada y separada—. ¡No me malinterpretes porque digo una cruda realidad, mi Señor Rey! Honro la tregua que has prometido con los dragones. Cuando el peligro en el que estamos ahora haya pasado, Roke ayudará a Havnor a buscar una paz duradera con ellos. Pero los dragones no tienen nada que ver con esta crisis que se cierne sobre nosotros. Ni tampoco las gentes del Este, quienes renunciaron a sus almas inmortales cuando olvidaron el Lenguaje de la Creación.

—Es eyemra —dijo una voz suave y bisbiseante: Tehanu, poniéndose de pie.

El Maestro de Invocaciones la miró fijamente.

—Nuestra lengua —repitió en hárdico, devolviéndole aquella mirada fija y penetrante.

Irían rió. —Es eyemra —repitió.

—Vosotros no sois inmortales —le dijo Tenar al Maestro de Invocaciones. No había tenido intención alguna de hablar. No se puso de pie. Las palabras salieron de repente de su boca como el fuego de una roca que cae—. ¡Nosotros lo somos! Morimos para volver a unir el mundo imperecedero. Fuisteis vosotros quienes renunciasteis a la inmortalidad.

Después de esas palabras se quedaron todos inmóviles. El Maestro de las Formas había hecho un ligero movimiento con sus manos, un movimiento suave.

Su rostro revelaba preocupación, pero no parecía estar afectado, mientras estudiaba la forma de algunas ramitas y hojas que había dibujado sobre la hierba en la que se sentaba, justo delante de sus piernas cruzadas. Levantó la vista, miró a su alrededor, a cada uno de los presentes. —Creo que tendremos que ir allí muy pronto —dijo.

Después de otro silencio, Lebannen preguntó: —¿Ir adonde, mi señor?

—A la oscuridad —respondió el Maestro de las Formas.

Mientras Aliso estaba allí sentado, escuchándolos hablar, lentamente las voces se fueron haciendo cada vez más débiles, se fueron apagando, y los últimos cálidos rayos del sol de aquel atardecer de finales de verano se atenuaron hasta convertirse en oscuridad. No quedó allí nada más que los árboles: altas presencias invisibles entre la tierra invisible y el cielo. Los niños con vida más viejos de la tierra. Oh, Segoy, dijo en su corazón: hecho y hacedor, déjame acercarme a ti.

La oscuridad seguía y seguía, más allá de los árboles, más allá de todo.

Contra aquel vacío divisó la colma, la alta colma que había estado a su derecha mientras se alejaban de la ciudad, siempre cuesta arriba. Vio el polvo del camino, las piedras del sendero que pasaba junto a esa colina.

Entonces se apartó de ese sendero, abandonando a los demás, y subió la pendiente.

Las hierbas estaban altas. Los cálices de las flores marchitas se inclinaban entre ellos como chispas rojizas. Llegó a un sendero muy estrecho y subió por él la empinada ladera de la colina. Ahora soy yo, dijo en su corazón. Segoy, el mundo es hermoso. Déjame atravesarlo y llegar a ti.

Puedo hacer otra vez lo que tenía que hacer, pensaba mientras caminaba. Puedo enmendar lo que está roto. Puedo crear la unión otra vez.

Llegó a la cima de la colma. Allí, de pie bajo el sol y el viento, entre las hierbas que no dejaban de moverse, vio los campos a su derecha, los tejados del pequeño poblado y la gran casa, la bahía luminosa y el mar detrás de ella. Si se daba la vuelta vería detrás de él, en el Oeste, los árboles del interminable bosque, que se iban apagando y apagando cada vez más en distancias azules. Ante él, la pendiente de la colina se veía sombría y gris, bajando hasta el muro de piedras y la oscuridad detrás de ese muro, y las sombras amontonadas, gritando en el muro. Iré, les dijo. ¡Iré!

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