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Ursula Le Guin: En el otro viento

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Ursula Le Guin En el otro viento

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Al hechicero Aliso le aterra conciliar el sueño, pues hacerlo significa trasladarse a la tierra de los muertos para encontrarse con su esposa. Ella falleció muy joven y desea tanto regresar a él que lo besó a través del bajo muro de piedra que separa nuestro mundo de la Tierra Seca, donde la hierba está marchita, las estrellas, siempre quedas, y los amantes se cruzan sin reconocerse. Cada noche, los muertos atraen a Aliso hacia ellos para, a través de él, liberarse e invador Terramar. Desesperado, Aliso acude al antiguo Archimago Gavilán, quien le indica que parta a Havnor en busca de Tenar, Tehanu y el joven Rey Lebannen. Todos juntos e Irian, el dragón de ojos color ámbar capaz de transformarse en una mujer, viajarán al Bosquecillo Inmanente, en Roke, pues la incursión de los muertos no es el único peligro que amenaza Terramar: los dragones han regresado y, después de siglos de paz, reclaman lo que creen les pertenece… La célebre saga iniciada con Un Mago de Terramar continúa en esta conmovedora historia de poderosa belleza repleta de magia, amor y fantasía.

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Tenar subía los escalones del Trono de la Sin Nombre en el Lugar Sagrado de Atuan. Ella era muy pequeña y los escalones eran muy altos, de modo que sólo podía subirlos haciendo mucho esfuerzo. Pero cuando llegaba al cuarto escalón no se detenía y se daba media vuelta, tal como la sacerdotisa le había dicho que tenía que hacer. Seguía adelante. Subía el siguiente escalón, y el siguiente, y el siguiente, pisando sobre una capa de polvo tan gruesa que había ocultado los escalones, y con los pies debía ir tanteando para pisar allí donde ningún otro pie se había posado. Iba de prisa, porque detrás del trono vacío Ged había dejado o perdido algo, algo de suma importancia para una miríada de personas, y ella tenía que encontrarlo. Sólo que no sabía lo que era. «Una piedra, una piedra», se decía a sí misma. Pero detrás del trono, cuando por fin lograba llegar hasta allí, no había nada más que polvo, excremento de lechuzas y polvo.

En el nicho de la casa del Viejo Mago, en el Vertedero de Gont, Ged soñaba que era Archimago. Estaba hablando con su amigo Thorion mientras caminaban por el corredor de las runas hacia el salón de reunión de los Maestros de la Escuela. «No tuve ninguna clase de poder, le decía honestamente a Thorion, durante años y años.» El Invocador sonreía y le decía: «Eso fue simplemente un sueño, ¿sabes?». Pero Ged estaba preocupado por las largas alas negras que iba arrastrando tras de sí a través del corredor; se encogía de hombros, intentando levantar las alas, pero éstas se arrastraban por el suelo como bolsas vacías. «¿Tú tienes alas?», le preguntaba a Thorion. «Oh, sí», le respondía con gran satisfacción, mostrándole cómo sus alas estaban bien atadas a su espalda y a sus piernas con muchas finas y pequeñas cuerdas. «Tengo un buen yugo.»

Entre los árboles del Bosquecillo Inmanente en la Isla de Roke, Azver, el Maestro de las Formas, dormía como solía hacerlo en verano, en un claro abierto cerca del extremo oriental del bosque, desde donde podía mirar hacia arriba y ver las estrellas a través de las hojas. Allí, su sueño era claro, transparente, su mente se movía de pensamientos a sueños, de sueños a pensamientos, guiada por los movimientos de las estrellas y de las hojas a medida que cambiaban de lugar en su baile. Pero esa noche no había estrellas, y las hojas pendían inmóviles. Miró hacia arriba al cielo sin luz y vio a través de las nubes. En lo alto de aquel cielo negro había estrellas: pequeñas, brillantes e inmóviles. No se desplazaban. Sabía que no habría amanecer. Entonces se incorporó, despierto, mirando fijamente la tenue v suave luz que siempre se filtraba entre los árboles del bosque. Su corazón latía lentamente y con fuerza.

En la Casa Grande, los jóvenes, durmiendo, daban vueltas en las camas y gritaban, soñando que debían ir a luchar contra un ejército en una llanura de polvo, pero los guerreros contra los que tenían que luchar eran hombres viejos, mujeres viejas, gente débil, enferma, niños que lloraban.

Los Maestros de Roke soñaban que había un barco navegando hacia ellos sobre el mar, un barco con una carga muy pesada, que avanzaba lentamente por el agua. Uno soñaba que el cargamento del barco eran rocas negras. Otro soñaba que llevaba fuego ardiente. Otro soñaba que su cargamento eran sueños.

Los siete maestros que dormían en la Casa Grande se despertaron, primero uno y después otro, cada uno en su celda de piedra, crearon una pequeña esfera de luz azulada, y se levantaron. Encontraron al Portero ya preparado y esperando en la puerta. —Vendrá el Rey —dijo con una sonrisa—, al amanecer.

—El Collado de Roke —dijo Tosía, mirando fijamente la lejana, imprecisa e inmóvil onda al sudoeste, sobre las olas iluminadas a media luz. Lebannen, de pie junto a él, no dijo nada. La cubierta de nubes se había dispersado, y el cielo arqueaba su bóveda pura e incolora sobre el gran círculo de las aguas.

El capitán del barco se unió a ellos. —Un buen amanecer —dijo, susurrando en el silencio.

El Levante se teñía lentamente de amarillo. Lebannen miró hacia la popa. Dos de las mujeres ya se habían levantado, estaban de pie junto a la barandilla, justo fuera de su camarote; mujeres altas, descalzas, silenciosas, mirando fijamente hacia el Este.

La cima de la redonda colina verde fue la primera en atrapar los rayos del sol. Ya era pleno día cuando entraron navegando entre los promontorios de la Bahía de Zuil. Todos los pasajeros del barco estaban en la cubierta, observando. Pero hablaban muy poco y en voz muy baja.

El viento fue amainando al entrar en el puerto. Todo estaba tan tranquilo que el agua reflejaba la pequeña ciudad que se erguía sobre la bahía y los muros de la Casa Grande que se elevaba sobre la ciudad. El barco se deslizaba avanzando cada vez más y más lentamente.

Lebannen miró al capitán del barco y a Ónix. El capitán asintió con la cabeza. El mago levantó las manos y las separó lentamente iniciando un sortilegio y murmurando una palabra.

El barco siguió deslizándose suavemente, sin aminorar la velocidad, hasta que se detuvo junto a la más extensa de las dársenas. Entonces habló el capitán, y la gran vela fue plegada mientras los hombres a bordo les arrojaban las cuerdas a los hombres que estaban en el muelle, gritando, y el silencio se rompió.

Había gente en el muelle que les daba la bienvenida, gente de la ciudad que se había reunido allí, y un grupo de jóvenes de la Escuela. Entre ellos había un hombre grande, de pecho amplio y piel oscura, que llevaba una vara pesada que competía con su propia estatura. —Bienvenido a Roke, Rey de las Tierras del Poniente —dijo, acercándose a medida que la pasarela se desplegaba y se aseguraba—. Y bienvenida sea toda vuestra compañía.

Los jóvenes que estaban con él y toda la gente de la ciudad les aclamaban y saludaban al Rey, y Lebannen les respondía alegremente mientras bajaba de la pasarela. Saludó al Maestro de Invocaciones, y hablaron un rato.

Los que observaban pudieron ver que, a pesar de las palabras de bienvenida, la mirada de ceño fruncido del Maestro de Invocaciones se dirigía una y otra vez hacia el barco, hacia las mujeres que estaban de pie junto a la barandilla, y pudieron ver también que sus respuestas no satisfacían al Rey.

Cuando Lebannen se alejó de él y regresó al barco, Irian se acercó para encontrarse con él. —Señor Rey —dijo—, puedes decirles a los Maestros que yo no quiero entrar en su casa… esta vez. No entraría en ella ni aunque me lo pidieran.

El rostro de Lebannen delataba una tremenda severidad. —Es el Maestro de las Formas quien te pide que acudas a él, al Bosquecillo —dijo.

Y al escuchar aquello, Irian rió, radiante. —Sabía que lo haría —dijo—. Y Tehanu vendrá conmigo.

—Y mi madre —susurró Tehanu.

El rey miró a Tenar; ella asintió con la cabeza.

—Que así sea, entonces —dijo él—. Y el resto de nosotros se alojará en la Casa Grande, a menos que cualquiera de nosotros prefiera otro lugar.

—Con tu permiso, señor mío —dijo Seppel—, yo también solicitaré la hospitalidad del Maestro de las Formas en el Bosquecillo.

—Seppel, eso no será necesario —dijo Ónix severamente—. Ven conmigo a mi casa.

El mago de Paln hizo un pequeño gesto apaciguador. —No es una crítica hacia tus amigos, amigo mío —dijo—. Pero toda mi vida he deseado caminar por el Bosquecillo Inmanente. Y me sentiría más cómodo allí.

—Puede que las puertas de la Casa Grande estén cerradas para mí, tal como lo estuvieron antes —dijo Aliso, inseguro; y ahora el rostro cetrino de Ónix estaba rojo de vergüenza.

La cabeza de la princesa, cubierta por un velo se había vuelto hacia uno y otro rostro mientras escuchaba atentamente, intentando comprender lo que se decía. En ese momento habló: —Por favor, mi Señor Rey, ¿poder estar con mi amiga Tenar? ¿Mi amiga Tehanu? ¿Y con Irian? ¿Y poder hablar con ese kargo?

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