George Martin - Sueño del Fevre

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Sueño del Fevre: краткое содержание, описание и аннотация

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Un magnífico barco “Sueño del Fevre”, está dispuesto a vencer a todos los aspirantes al título “Reina del Mississipi”. Es un sueño hecho realidad para su capitán Abner Marsh, una magnífica propiedad para el extraño Joshua York. Pero para este último es principalmente un medio contra su terrible enemigo Damon Julian, el maestro del último enclave de una vieja raza que emerge durante la noche y cuyo placer y necesidad se sacian con sangre humana. Sueño del Fevre es una novela de vampiros, especialmente interesante para los que creen que todo estaba dicho sobre el tema.

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En el embarcadero se amontonaba un sin fin de vapores y, tras ellos, dos ciudades aguardaban al Sueño del Fevre . Sobre los acantilados verticales y altaneros estaba Natchez-sobre-la-Colina, la ciudad propiamente dicha, con sus calles amplias, sus árboles y flores, y sus grandes mansiones, cada una con un nombre: Monmouth, Linden, Auburn, Ravenna, Concord, Belfast, Windy Hill The Burn… Marsh había estado en Natchez media docena de veces cuando era joven, antes de tener vapores y empresas, y siempre había ido a pasear por allí arriba y contemplado aquellas magníficas casas. Eran auténticos palacios y Marsh no se sentía del todo cómodo en aquel ambiente. Las familias que residían en ellas se comportaban también como reyes; arrogantes y reservados, tomando sus bebidas de hierbabuena y sus copas de jerez, poniendo a enfriar su condenado vino, divirtiéndose con las carreras de s ls caballos purasangre o con la caza de osos, y enfrentándose en duelos a pistola o a sable por la afrenta más nimia. Ricachos, había oído Marsh que los llamaban. Eran un grupo selecto, y cada uno de ellos parecía un coronel. A veces asomaban por el embarcadero y, entonces, uno tenía que invitarles a subir a bordo y obsequiarles con cigarros y bebidas, aunque no se les tuviera simpatía.

Y, sin embargo, todos ellos parecían ajenos a lo que les rodeaba. Desde sus grandes mansiones en los acantilados, los ricachos tenían una espléndida vista sobre la majestuosa brillantez del río, pero no alcanzaban a ver lo que quedaba bajo sus pies.

Pero debajo de las mansiones, entre el río y los acantilados, había otra ciudad: Natchez-bajo-la-Colina. No habían allí columnas de mármol, ni tampoco preciosas flores exóticas. Las calles eran de fango y polvo. Alrededor del embarcadero de los vapores se agolpaban los burdeles, que ocupaban también las aceras de Silver Street, o lo que quedaba de ellas. Gran parte de la calle se había hundido en el río veinte años antes, y las aceras que aún existían estaban medio sumergidas y llenas de mujeres llamativas y jóvenes peligrosos, de ojos fríos y provocadores. La calle principal estaba llena de bares, salones de billar y salas de juego y cada noche la ciudad que estaba bajo la ciudad se agitaba y bullía. Bravatas y peleas, sangre, partidas de póker amañadas y venganzas violentas, prostitutas dispuestas a todo y hombres que le sonreían a uno mientras le robaban la cartera y le rebanaban la garganta sin dudarlo un momento. Así era Natchez-bajo-la-Colina. Whisky y carne y cartas, luces rojas y canciones estridentes y ginebra aguada, esa era la vida de la ciudad junto al río. Los marineros amaban y odiaban a la vez Natchez-bajo-la-Colina y su población de mujeres baratas, jugadores, rebanadores de cuellos, negros y mulatos emancipados, aunque los más ancianos juraban que la ciudad bajo los acantilados ya no era nada comparada con lo salvaje que había sido cuarenta años atrás, o incluso antes de que Dios enviara el huracán para limpiarla, en 1840. Marsh no sabía nada al respecto; era lo bastante salvaje para él, y allí había pasado noches memorables, hacía tiempo. Sin embargo, ahora, tenía un mal presentimiento que crecía conforme se acercaba.

Por un instante, Marsh dio vueltas a la idea de pasar de largo, de subir a la cabina del piloto y decirle a Albright que siguiera sin detenerse. Sin embargo, tenían que desembarcar pasajeros y descargar mercancías. Además, la tripulación debía estar esperando con ansiedad una noche en la fabulosa Natchez, por tanto Marsh reprimió sus recelos. Sueño del Fevre entró en el embarcadero y quedó fondeado para pasar la noche. Amortiguaron el vapor y dejaron morir el fuego en las calderas. Entonces, la tripulación se escapó del barco lo mismo que la sangre de una herida abierta. Algunos se detuvieron en el embarcadero para comprar helados o frutas a los buhoneros negros con sus carretillas, pero la mayoría se encaminaron directamente hacia Silver Street y sus cálidas luces rojas.

Abner Marsh se quedó apoyado en la barandilla de la cubierta superior hasta que empezaron a aparecer las estrellas. Una canción llegó sobre las aguas desde las ventanas de burdeles, pero no le levantó el ánimo. Por fin, Joshua abrió la puerta de su camarote y salió a la noche.

—¿Va usted a tierra, Joshua?—le preguntó Marsh.

—Sí, Abner —sonrió fríamente York.

—¿Cuánto tiempo estará fuera esta vez?

Joshua le dedicó un elegante encogimiento de hombros.

—No lo sé decir. Regresaré tan pronto como pueda, espéreme.

—Preferiría ir con usted, Joshua —dijo Marsh—. Ahí a Natchez, Natchez-bajo-la-Colina. Es un lugar difícil, y podríamos estar un mes esperándole mientras usted se pudría en cualquier rincón con la garganta cortada. Déjeme acompañarle y mostrarle la ciudad. Yo soy un hombre del río, y usted no.

—No —contestó York —. Tengo asuntos que resolver en tierra, Abner.

—Somos socios, ¿no? Sus asuntos son los míos, en lo que respecta al Sueño del Fevre .

—Tengo otros intereses además del barco, amigo mío. Cosas en las que no puede ayudarme, que tengo que hacer yo solo.

—Simon va con usted, ¿no?

—A veces. Eso es distinto, Abner. Simon y yo… compartimos intereses que le excluyen a usted.

—Una vez habló usted de enemigos, Joshua. Si se trata de eso, de cuidarse de quienes le quieren mal, entonces dígamelo. Puedo ayudarle.

—No, Abner —insistió York—. Mis enemigos no lo son de usted.

—Déjeme decidir eso, Joshua. Hasta ahora ha sido sincero conmigo. Confíe en que yo lo sea con usted.

—No puedo —contestó York en tono pesaroso—. Abner, tenemos un trato. No me haga más preguntas, por favor. Y ahora, si me permite, tengo que bajar.

Abner Marsh asintió y se apartó. Joshua pasó ante él y empezó a bajar las escaleras.

—Joshua —gritó Marsh cualldo York ya estaba casi abajo. Se volvió a mirarle—. Tenga cuidado, Joshua. Natchez puede resultar… sangrienta.

York se quedó mirándolo un largo rato con unos ojos más grises e ilegibles que el humo.

—Sí —dijo al fin—. Tendré cuidado.

Se volvió y desapareció. Abner Marsh le vio desembarcar y desaparecer en Natchez-bajo-la-Colina. Su alta y esbelta figura dejaba largas sombras bajo las lámparas humeantes. Cuando Joshua York se perdió de vista, Marsh se dio la vuelta y se encaminó al camarote del capitán. La puerta estaba cerrada con llave, tal como esperaba. Metió la mano en su gran bolsillo y sacó la llave.

Antes de colocarla en la cerradura, dudó un instante. Tener un duplicado de cada llave guardado en la caja fuerte del vapor no podía considerarse una traición, sino simple sentido común. Al fin y al cabo, algunas personas morían en camarotes cerrados con llave y siempre era mejor tener una que verse obligado a derribar la puerta. No obstante, utilizar la llave era otra cosa. Había un pacto de por medio, después de todo. Sin embargo, los socios deben confiar el uno en el otro y, si Joshua York no le otorgaba confianza, ¿cómo podía esperar que confiara en él? Resuelto, Marsh abrió la puerta y entró en el camarote de York.

Ya dentro, encendió una lámpara de aceite y cerró con llave otra vez. Se quedó quieto un momento, indeciso, y echó una mirada en derredor preguntándose qué iba a encontrar. El camarote de York era grande y lujoso y tenía el mismo aspecto que en las anteriores ocasiones en que Marsh lo había visitado. Sin embargo, allí debía haber algo que le aclarara el comportamiento de York, alguna clave para comprender la naturaleza de las particularidades de su socio.

Marsh se dirigió al escritorio, que parecía el lugar más indicado para empezar, se sentó con precaución en la butaca de York y empezó a examinar los periódicos. Los manejó con cuidado, fijándose en la posición de cada uno antes de tomarlo, para poderlo dejar todo exactamente como lo había encontrado al entrar. Los periódicos… eran sólo periódicos. Debía haber unos cincuenta en el escritorio, antiguos y recientes, el Herald y el Tribune de Nueva York, varios de Chicago, todos los de San Luis y Nueva Orleans, otros de Napoleon y Baton Rouge, de Memphis, Greenville, Vicksburg y Bayou Sara, y semanarios de una docena de pequeñas poblaciones de la ribera. La mayoría estaba intacta. Pero de unos cuantos se habían recortado noticias.

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