Lisa Smith - Despertar
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– ¿Yo? -Stefan pareció verse cogido por sorpresa-. Ah… No sé si podría.
– ¿Sabes correr?
– ¿Correr…?
Stefan se medio giró hacia Matt, y Elena vio cómo un leve atisbo de sonrisa curvaba sus labios.
– Sí.
– Eso es todo lo que un receptor abierto tiene que hacer. Yo soy el quarterback. Si puedes atrapar lo que yo tire y correr con ello, puedes jugar.
– Entiendo.
Lo cierto era que Stefan casi sonreía, y aunque la boca de Matt tenía una expresión seria, sus ojos azules estaban risueños. Sorprendida de sí misma, Elena advirtió que estaba celosa. Había una cordialidad entre los dos muchachos que la excluía completamente.
Pero al siguiente instante, la sonrisa de Stefan desapareció y éste dijo en tono vago:
– Gracias…, pero no. Tengo otros compromisos.
En ese momento, Bonnie y Caroline llegaron y empezó la clase.
Durante toda la lección de Tanner sobre Europa, Elena no dejó de repetirse: «Hola, me llamo Elena Gilbert. Estoy en el comité de bienvenida del último curso y me han designado para que te muestre el instituto. ¿Seguramente no querrás ponerme en un aprieto, verdad, no dejando que haga mi trabajo?». Eso último con ojos muy abiertos y melancólicos…, pero sólo si daba la impresión de que él intentara escabullirse. Era virtualmente infalible. Seguro que no podía resistirse a una dama en apuros.
Cuando iban por la mitad de la clase, la chica sentada a su derecha le pasó una nota. Elena la abrió y reconoció la letra redonda e infantil de Bonnie. Decía: «He mantenido a C. alejada todo el tiempo que pude. ¿Qué ha sucedido? ¿Ha funcionado?».
Elena alzó la vista y vio a Bonnie vuelta hacia atrás en su asiento de la primera fila. Elena señaló la nota y negó con la cabeza, articulando con los labios: «Después de clase».
Pareció que transcurría un siglo antes de que Tanner diera las últimas instrucciones sobre exposiciones orales y los despidiera. Entonces todo el mundo se levantó de golpe. «Ahí vamos», pensó Elena, y con el corazón latiéndole con fuerza, se colocó directamente en el camino de Stefan, impidiéndole el paso por el pasillo de modo que no pudiera rodearla.
Justo igual que Dick y Tyler, se dijo, sintiendo un irresistible impulso de reír como una tonta. Alzó la mirada y se encontró con sus ojos justo a la altura de la boca del muchacho.
Su mente se quedó en blanco. ¿Qué era lo que se suponía que debía decir? Abrió la boca y de algún modo las palabras que había estado ensayando brotaron atropelladamente.
– Hola, soy Elena Gilbert, y estoy en el comité de bienvenida del último curso y me han designado para…
– Lo siento; no tengo tiempo.
Por un momento no pudo creer que él estuviera hablando, que no fuera a darle siquiera la oportunidad de terminar. Su boca siguió pronunciando el discurso.
– … que te muestre el instituto…
– Lo siento. No puedo. Tengo que… tengo que ir a las pruebas de rugby. -Stefan volvió la cabeza hacia Matt, que se mantenía al margen con expresión atónita-. Dijiste que eran justo después del instituto, ¿verdad?
– Sí -dijo éste lentamente-, pero…
– Entonces será mejor que me ponga en marcha. Tal vez podrías mostrarme el camino.
Matt miró a Elena con expresión de impotencia y luego se encogió de hombros.
– Bueno…, claro. Vamos.
Echó un vistazo atrás mientras se iban. Stefan, no.
Elena se encontró paseando la mirada por un círculo de observadores, incluida Caroline, que le dedicaba una clara sonrisita de suficiencia. La muchacha sintió un aturdimiento en todo el cuerpo y una sensación de ahogo en la garganta. No podía soportar seguir allí ni un segundo más. Dio la vuelta y abandonó el pasillo tan aprisa como pudo.
Capítulo 4
Para cuando llegó a su taquilla, el aturdimiento se disipaba ya y el nudo en su garganta intentaba disolverse en lágrimas. Pero no lloraría en el instituto, se dijo, no iba a hacerlo. Tras cerrar la taquilla, se encaminó a la salida principal.
Por segundo día consecutivo, regresaba a casa del instituto justo tras sonar la última campana, y sola. Tía Judith no podría sobrellevarlo. Pero cuando Elena llegó a su casa, el coche de tía Judith no estaba en la entrada; ella y Margaret debían de haber ido al mercado. La casa estaba silenciosa y tranquila cuando Elena abrió la puerta.
Agradeció la quietud; quería estar sola en aquellos momentos. Pero, por otra parte, no sabía exactamente qué hacer consigo misma. Ahora que finalmente ya podía llorar, descubrió que las lágrimas no acudían. Soltó la mochila sobre el suelo del vestíbulo delantero y entró despacio en la sala de estar.
Era una habitación hermosa e imponente, la única parte de la casa además del dormitorio de Elena que pertenecía a la construcción original. La primera casa se había construido antes de 1861 y se había quemado casi por completo durante la guerra de Secesión. Todo lo que se pudo salvar fue esa habitación, con su elaborada chimenea enmarcada por molduras en forma de volutas, y el gran dormitorio del piso superior. El bisabuelo del padre de Elena había construido una nueva casa y los Gilbert habían vivido en ella desde entonces.
Elena giró para mirar por una de las ventanas que iban desde el suelo hasta el techo. El cristal era antiguo y grueso y mostraba ondulaciones, y todo en el exterior quedaba distorsionado, con un aspecto ligeramente sesgado. Recordó la primera vez que su padre le había mostrado aquel viejo cristal con ondulaciones, cuando ella era más joven aún de lo que Margaret era en la actualidad.
La sensación de ahogo había regresado a su garganta, pero las lágrimas seguían sin acudir. Todo en su interior era contradictorio. No quería compañía, y a la vez se sentía dolorosamente sola; realmente quería pensar, pero ahora que lo intentaba, los pensamientos la esquivaban como ratones huyendo de una lechuza blanca.
«Una lechuza blanca… ave de presa… devorador de carne… cuervo», pensó. «El cuervo más grande que he visto nunca», había dicho Matt.
Los ojos volvieron a escocerle. Pobre Matt. Le había herido, pero él se lo había tomado muy bien. Incluso había sido amable con Stefan.
Stefan. Su corazón dio un baquetazo, violento, arrancando a sus ojos dos lágrimas ardientes. Bueno, por fin lloraba. Lloraba de rabia y humillación y frustración… ¿y qué más?
¿Qué había perdido en realidad ese día? ¿Qué sentía en realidad por aquel desconocido, aquel Stefan Salvatore? Era un desafío, sí, y eso le hacía ser distinto, interesante. Stefan era exótico…, excitante.
Resultaba curioso, justo lo que algunos chicos le habían dicho a veces a Elena que ella era. Y más tarde se enteraba por ellos, o por sus amigos o hermanas, de lo nerviosos que estaban antes de salir con ella, cómo se les ponían sudorosas las palmas de las manos y sentían el estómago lleno de mariposas. A Elena esas historias siempre le habían parecido divertidas. Ningún chico de los que había conocido a lo largo de su vida la había puesto nerviosa.
Pero al hablar con Stefan hoy, su pulso se había acelerado y las rodillas habían estado a punto de doblarse. Había tenido las palmas húmedas. Y no había habido mariposas en su estómago…, había habido murciélagos.
¿Le interesaba el muchacho porque la ponía nerviosa? No era una buena razón, se dijo. De hecho, era una muy mala razón.
Pero estaba también aquella boca. Aquella boca tan perfecta que hacía que sus rodillas se doblaran con algo que no tenía nada que ver con el nerviosismo. Y aquellos cabellos negros como la noche; sus dedos ansiaban entretejerse en su suavidad. Aquel cuerpo ágil de musculatura plana, aquellas piernas largas… y aquella voz. Fue su voz lo que la había decidido el día anterior, haciendo que se sintiera totalmente empeñada en tenerle. Su voz había sido serena y desdeñosa al hablar al señor Tanner, pero extrañamente persuasiva a pesar de todo. Se preguntó si podría volverse misteriosa y oscura también, y cómo sonaría pronunciando su nombre, susurrando su nombre…
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