El mercenario se dio la vuelta y vio que el joven alto se abalanzaba sobre él. Sonrió y le tendió una ensangrentada mano. Fue un movimiento elegante, casi perezoso.
El aprendiz del herrero le asestó un golpe en el brazo. Cuando la barra de hierro lo golpeó, el mercenario dejó de sonreír. Se sujetó el brazo, bufando como un gato furioso.
El joven volvió a enarbolar la barra de hierro y golpeó al mercenario de lleno en las costillas. El golpe lo apartó de la barra y cayó al suelo, donde se quedó a gatas, chillando como un animal degollado.
El aprendiz del herrero asió la barra de hierro con ambas manos y la dejó caer sobre la espalda del mercenario, como si cortara leña. Se oyó un crujido de huesos al romperse. La barra de hierro resonó débilmente, como una campanada lejana amortiguada por la niebla.
Con la espalda rota, el ensangrentado mercenario todavía intentó arrastrarse hasta la puerta de la taberna. Tenía la mirada extraviada y la boca abierta, y emitía un débil aullido, constante y maquinal como el sonido del viento entre los árboles en invierno. El aprendiz lo golpeaba una y otra vez, balanceando la pesada barra de hierro como si fuera una ramita de sauce. Hizo una honda muesca en el suelo de madera, y luego le rompió a su víctima una pierna, un brazo, más costillas. Aun así, el mercenario seguía arrastrándose hacia la puerta, chillando y gimiendo; en lugar de un ser humano, parecía un animal.
Al final, el muchacho le asestó un golpe en la cabeza, y el mercenario dejó de moverse. Hubo un momento de silencio absoluto; entonces el mercenario tosió y vomitó un fluido pestilente, denso como la brea y negro como la tinta.
El muchacho tardó un rato en dejar de golpear el cadáver inmóvil, y cuando paró, siguió sosteniendo la barra por encima de un hombro, jadeando y mirando alrededor con el rostro desencajado. Cuando su respiración se normalizó, se oyó el murmullo de plegarias en el otro extremo de la habitación, donde el viejo Cob estaba en cuclillas con la espalda apoyada en la negra piedra de la chimenea.
Pasados unos minutos, también dejaron de oírse las plegarias, y el silencio volvió a apoderarse de la posada Roca de Guía.
En las horas siguientes, la Roca de Guía se convirtió en el centro de atención del pueblo. La taberna estaba abarrotada, llena de susurros, murmullos y entrecortados sollozos. La gente menos curiosa o con más sentido del decoro se quedó fuera, mirando a través de las grandes ventanas y cuchicheando sobre lo que habían oído.
Todavía no había historias, solo una turbia masa de rumores. El muerto era un bandido que había entrado en la posada a robar. Iba buscando venganza contra Cronista, que había desvirgado a su hermana en el vado de Abbott. Era un hombre de los bosques que había contraído la rabia. Era un viejo conocido del posadero, y había ido a cobrarse una deuda. Era un ex soldado que había enloquecido mientras combatía a los rebeldes en Resavek.
Jake y Cárter hicieron hincapié en la sonrisa del mercenario, y aunque la adicción a la resina de denner era un problema de las ciudades, todos habían oído hablar de los consumidores de resina. Tom Tres Dedos entendía de esas cosas, pues había servido como soldado del viejo rey casi treinta años atrás. Explicó que con cuatro granos de resina de denner un hombre podía soportar la am-putación de un pie sin sentir ni pizca de dolor. Con ocho granos, sería capaz de cortarse el hueso él mismo con una sierra. Con doce granos, saldría corriendo después, riendo a carcajadas y cantando «Calderero, curtidor».
El sacerdote cubrió el cadáver de Shep con una manta y se puso a rezar a su lado. Más tarde, el alguacil fue a examinarlo, pero era evidente que no entendía nada, y si se tomó esa molestia fue solo porque consideraba que era su obligación, y no porque supiera qué buscaba.
Al cabo de una hora aproximadamente, la multitud empezó a dispersarse. Llegaron los hermanos de Shep con un carro para llevarse el cadáver. Sus ojos, enrojecidos y de expresión adusta, ahuyentaron al resto de espectadores que todavía quedaban por allí.
Sin embargo, había mucho que hacer. El alguacil intentó componer un relato de lo ocurrido a partir del testimonio de los testigos y de las opiniones de los curiosos. Tras horas de especulaciones, empezó a aparecer la historia final. Todos coincidieron en que aquel hombre era un desertor y un adicto a la resina de denner que, casualmente, había sufrido un ataque al llegar al pueblo.
Nadie ponía en duda que el aprendiz del herrero hubiera actuado correctamente ni que hubiera demostrado un gran valor. Sin embargo, la ley del hierro exigía que se celebrara un juicio, así que lo habría el mes siguiente, cuando el cuarto del tribunal pasara por aquella región en una de sus rondas.
El alguacil volvió a su casa con su esposa y sus hijos. El sacerdote se llevó el cadáver del mercenario a la iglesia. Bast recogió los muebles rotos y los amontonó cerca de la puerta de la cocina para usarlos como leña. El posadero fregó siete veces el suelo de madera de la posada, hasta que el agua del cubo dejó de teñirse de sangre cuando escurría la fregona. Al final, hasta los más tenaces curiosos se marcharon, y solo quedaron en la taberna los clientes habituales de las noches de Abatida. Todos menos uno.
Jake, Cob y el resto mantuvieron una conversación entrecortada; hablaron de todo excepto de lo que había pasado, y se aferraron al consuelo de la compañía mutua.
Poco a poco, el agotamiento fue obligándolos a salir de la Roca de Guía. Al final solo quedó el aprendiz del herrero, que miraba ensimismado el interior de la jarra que tenía en las manos. La barra de hierro reposaba cerca de su codo, sobre la barra de caoba.
Pasó casi media hora sin que nadie dijera nada. Cronista estaba sentado a una mesa, fingiendo que se terminaba un cuenco de estofado. Kvothe y Bast iban de aquí para allá intentando aparentar que estaban ocupados. Mientras se lanzaban miradas, esperando que se marchara el chico, iba acumulándose una vaga tensión.
Entonces el posadero se acercó al aprendiz, secándose las manos con un trapo limpio de lino.
– Bueno, muchacho, creo que…
– Aaron -le interrumpió el aprendiz sin apartar la vista de su bebida-. Me llamo Aaron.
Kvothe asintió con seriedad.
– Aaron. Claro. Supongo que te lo mereces.
– No creo que fuera denner -dijo Aaron bruscamente.
Kvothe hizo una pausa.
– ¿Cómo dices?
– No creo que ese tipo fuera un consumidor de resina.
– Entonces estás de acuerdo con Cob, ¿no? ¿Crees que tenía la rabia?
– Creo que tenía un demonio dentro -dijo el chico con parsimonia, como si llevara mucho tiempo cavilando esas palabras-. No he dicho nada hasta ahora porque no quiero que la gente piense que estoy loco, como Martin el Chiflado. -Levantó la cabeza-. Pero sigo pensando que tenía un demonio dentro.
Kvothe esbozó una amable sonrisa y señaló con la cabeza a Bast y a Cronista.
– ¿Y no te preocupa que nosotros también lo pensemos?
Aaron negó con la cabeza, muy serio.
– Ustedes no son de por aquí. Ustedes han visto mundo. Ustedes saben la clase de cosas que hay por ahí. -Miró de hito en hito a Kvothe y agregó-: Y creo que usted también sabe que era un demonio.
Bast se quedó quieto donde estaba, barriendo cerca de la chimenea. Kvothe ladeó la cabeza con gesto de curiosidad, sin desviar la mirada.
– ¿Por qué dices eso?
El aprendiz del herrero señaló detrás de la barra.
– Sé que tiene un grueso bastón de roble para disuadir a los borrachos. Y… -Miró hacia arriba, donde la espada colgaba amenazadoramente detrás de la barra-. Solo se me ocurre una razón por la que agarrara una botella en lugar de eso. Usted no pretendía partirle los dientes a ese tipo. Lo que quería era prenderle fuego. Solo que no tenía cerillas, y no había ninguna vela cerca.
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