– ¿De dónde eres, Devan?
– De más allá del vado de Abbott.
– ¿Alguna noticia de por allí?
Cronista se revolvió incómodo en el asiento mientras Kote lo miraba desde el otro lado de la barra.
– Bueno… los caminos están muy mal…
Eso despertó un coro de quejas, y Cronista se relajó. Mientras todavía estaban refunfuñando, se abrió la puerta y entró el aprendiz del herrero, joven, con anchas espaldas y con el olor a humo de carbón en el cabello. Le aguantó la puerta a Cárter; llevaba una larga barra de hierro apoyada en el hombro.
– Pareces idiota, muchacho -rezongó Cárter al entrar lentamente por la puerta. Caminaba con el cuidado y la rigidez de los que han sufrido alguna lesión recientemente-. Te paseas con eso por ahí, y la gente empieza a hablar de ti como de Martin el Chiflado. Te convertirás en «ese chiflado de Rannish». ¿Quieres pasarte cincuenta años oyendo cosas así?
El aprendiz del herrero levantó la barbilla.
– Que digan lo que quieran -masculló con un deje desafiante-. Desde el día que fui a ocuparme de Nelly no he parado de soñar con esa araña. -Sacudió la cabeza-. Demonios, yo creo que tú tendrías que llevar una barra como esta en cada mano. Esa cosa podría haberte matado.
Cárter lo ignoró y siguió andando, despacito y con el semblante rígido, hacia la barra.
– Me alegro de verte por aquí, Cárter -dijo Shep alzando su jarra-. Creíamos que te quedarías en cama un par de días más.
– Hace falta algo más que unos cuantos puntos para que me quede en la cama -replicó Cárter.
Bast, solícito, le ofreció su taburete al herido, y luego, discretamente, fue a sentarse tan lejos como pudo del aprendiz del herrero. Todos saludaron calurosamente a los recién llegados.
El posadero se metió en la cocina y salió al cabo de unos minutos con una bandeja llena de pan caliente y cuencos humeantes de estofado.
Todos escuchaban a Cronista.
– … si no recuerdo mal, Kvothe estaba en Severen cuando pasó. Se dirigía a su casa…
– No, no estaba en Severen -lo interrumpió el viejo Cob-. Fue cerca de la Universidad.
– Es posible -concedió Cronista-. En fin, el caso es que volvía a su casa por la noche y unos bandidos lo asaltaron en un callejón.
– Fue a plena luz del día -lo corrigió Cob con irritación-. En medio de la ciudad. Lo vio un montón de gente.
Cronista sacudió la cabeza con testarudez.
– Recuerdo que fue en un callejón. En fin, los bandidos pillaron a Kvothe desprevenido. Querían llevarse su caballo… -Hizo una pausa y se frotó la frente con las yemas de los dedos-. No, esperad. Si ocurrió en un callejón no podía ir a caballo. Quizá estuviera en el camino de Severen.
– ¡Te he dicho que no fue en Severen! -saltó Cob dando una palmada en la barra, muy enojado-. Que Tehlu nos asista, ¿quieres hacer el favor de dejarlo ya? Te haces un lío.
Cronista se ruborizó de vergüenza.
– Solo he oído esa historia una vez, y hace muchos años.
Kote le lanzó una dura mirada a Cronista y dejó la bandeja, haciendo mucho ruido, en la barra. Todos se olvidaron momentáneamente de la historia. El viejo Cob se puso a comer tan deprisa que estuvo a punto de atragantarse, y para ayudar a bajar la comida bebió un gran trago de cerveza.
– Como todavía no has terminado de comer -le dijo a Cronista mientras se limpiaba la boca con la manga-, ¿te importaría mucho que continuara yo la historia? Para que la oiga el muchacho.
– Si estás seguro de que la sabes… -dijo Cronista, vacilante.
– Pues claro que la sé -repuso Cob, e hizo girar su taburete para colocarse de cara a su público-. Muy bien. Hace mucho tiempo, cuando Kvothe era solo un chiquillo, fue a la Universidad. Pero no vivía en la misma Universidad, porque era un tipo normal y corriente. Él no podía permitirse los lujos que se permitían otros.
– ¿Cómo es eso? -preguntó el aprendiz-. Una vez dijiste que Kvothe era tan inteligente que le pagaron para que se matriculara, a pesar de que solo tenía diez años. Le dieron una bolsa llena de oro, y un diamante del tamaño del nudillo de su pulgar, y un potro con una silla de montar y unos arreos nuevos, y herraduras nuevas y una bolsa llena de avena y todo lo demás.
Cob asintió conciliador.
– Sí, tienes razón. Pero lo que voy a contaros ahora pasó uno o dos años más tarde. Y él le regaló gran parte de ese oro a una pobre gente cuyas casas se habían incendiado.
– Se habían incendiado durante una boda -intervino Graham.
Cob asintió.
– Y Kvothe tenía que comer, y alquilar una habitación, y comprar más avena para su caballo. Y para entonces se le había terminado todo el oro. Así que…
– ¿Y el diamante? -insistió el muchacho.
El viejo Cob frunció levemente el ceño.
– Si tanta curiosidad sientes, ese diamante se lo regaló a una amiga suya muy especial. Pero esa es otra historia que no tiene nada que ver con la que estoy contando ahora. -Fulminó con la mirada al chico, que bajó la vista contrito y se metió una cucharada de estofado en la boca.
Cob continuó:
– Como Kvothe no podía permitirse todos esos lujos en la Universidad, vivía en la ciudad que había al lado, en un sitio llamado Amary. -Miró con fijeza a Cronista-. Kvothe tenía una habitación en una posada donde le dejaban dormir gratis porque la viuda que la regentaba estaba prendada de él, y él hacía algunas tareas domésticas para pagarse la estancia.
– Y también tocaba -añadió Jake-. Tocaba muy bien el laúd.
– Cómete la cena y déjame terminar la historia, Jacob -le espetó el viejo Cob-. Todo el mundo sabe que Kvothe tocaba muy bien el laúd. Por eso es por lo que la viuda había quedado prendada de él, y tocar todas las noches era una de sus tareas.
Cob dio un rápido sorbo y prosiguió:
– Un día, Kvothe salió a hacerle unos encargos a la viuda, y un tipo desenvainó un puñal y le dijo a Kvothe que si no le daba el dinero de la viuda, lo destriparía allí mismo. -Cob apuntó al muchacho con un puñal imaginario y lo miró amenazadoramente-. No olvidéis que eso pasó cuando Kvothe no era más que un crío. No tenía espada, y aunque la hubiera tenido, los Adem todavía no le habían enseñado a defenderse con ella.
– Y ¿qué hizo Kvothe? -preguntó el aprendiz del herrero.
– Bueno -dijo Cob inclinándose hacia atrás-. Era de día, y estaban en medio de la plaza de Amary. Kvothe iba a gritar para llamar al alguacil, pero siempre tenía los ojos muy abiertos. Y por eso se fijó en que aquel tipo tenía unos dientes muy, muy blancos…
El chico abrió mucho los ojos.
– ¿Era un consumidor de denner?
Cob asintió.
– Peor aún, el tipo estaba empezando a sudar como un caballo extenuado, tenía los ojos fuera de las órbitas, y las manos… -Cob abrió también los ojos y alargó las manos haciéndolas temblar-. Así que Kvothe comprendió que aquel desgraciado tenía síndrome de abstinencia, y eso significaba que habría apuñalado a su propia madre por un miserable penique. -Cob dio otro largo trago, alargando la tensión.
– Pero ¿qué hizo? -preguntó Bast, impaciente, desde el fondo de la barra, retorciéndose las manos. El posadero fulminó con la mirada a su pupilo.
Cob retomó su relato:
– Pues veréis, primero vaciló, pero el hombre se le acercó con el puñal y Kvothe se dio cuenta de que aquel tipo no iba a pedírselo dos veces. Así que Kvothe utilizó una magia tenebrosa que había encontrado en un libro secreto de la Universidad. Pronunció tres palabras terribles, palabras secretas, e invocó a un demonio…
– ¿Un demonio? -La voz del aprendiz fue casi un grito-. ¿Era como el…?
Cob negó lentamente con la cabeza.
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