Patrick Rothfuss - El Nombre Del Viento

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He robado princesas a reyes agónicos. Incendié la ciudad de Trebon. He pasado la noche con Felurian y he despertado vivo y cuerdo. Me expulsaron de la Universidad a una edad a la que a la mayoría todavía no los dejan entrar. He recorrido de noche caminos de los que otros no se atreven a hablar ni siquiera de día. He hablado con dioses, he amado a mujeres y escrito canciones que hacen llorar a los bardos.
`Me llamo Kvothe. Quizás hayas oído hablar de mi.`
Kvothe es un personaje legendario, el héroe y el villano de miles de historias que corren entre la gente. Todos le dan por muerto, cuando en realidad vive con un nombre falso en una posada apartada y humilde, de la que es propietario. Nadie sabe ahora quién es. Hasta que una noche un viajero, llamado el Cronista, le reconoce y le suplica que le revele su historia, la verdadera, a lo que finalmente Kvothe accede. Pero habrá mucho que contar, le llevará tres días. Este es el primero…Kvothe (que podría pronunciarse ´Kuouz´) es el hijo del director de una compañía itinerante de artistas -actores, músicos, magos, juglares y acróbatas- cuya llegada a los pueblos y ciudades siempre es un motivo de alegría. En ese ambiente Kvothe, un niño prodigio muy alegre y servicial, aprende distintas artes.
Para él, la magia no existe, sabe que son trucos. Hasta que un día se tropieza con Abenthy, un viejo mago que ha dominado los arcanos del saber, y le ve llamar al viento. Desde ese momento Kvothe solo anhela aprender la gran magia de conocer el nombre auténtico de las cosas. Pero ese es un conocimiento peligroso y Abenthy, que intuye en el niño un gran don, le enseña con cautela mientras lo prepara para que un día pueda ingresar en la Universidad y convertirse en un maestro de magos. Una tarde en que su padre ha estado ensayando el tema de una nueva canción sobre unos demonios legendarios, los Chandrian, Kvothe se va a pasear al bosque. Cuando regresa ya anochecido, descubre los carromatos incendiados y que todos, también sus padres, han sido asesinados. Unos desconocidos están sentados alrededor de la hoguera, pero luego desaparecen. Durante meses Kvothe vaga atemorizado por el bosque con su laúd por única compañía y cuando llega el invierno se dirige a la gran ciudad.

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– ¿Tú puedes describir todo lo que entiendes? -Me miró de soslayo.

– Por supuesto.

Elodin señaló calle abajo.

– ¿De qué color es la camisa de ese chico?

– Azul.

– ¿Qué quiere decir azul? Descríbelo.

Reflexioné un momento, pero no encontré la forma de describirlo.

– Entonces, ¿azul es un nombre?

– Es una palabra. Las palabras son pálidas sombras de nombres olvidados. Los nombres tienen poder, y las palabras también. Las palabras pueden hacer prender el fuego en la mente de los hombres. Las palabras pueden arrancarles lágrimas a los corazones más duros. Existen siete palabras que harán que una persona te ame. Existen diez palabras que minarán la más poderosa voluntad de un hombre. Pero una palabra no es más que la representación de un fuego. Un nombre es el fuego en sí.

Estaba muy confuso.

– Sigo sin comprender.

Elodin me puso una mano en el hombro.

– Utilizar palabras para hablar de palabras es como utilizar un lápiz para hacer un dibujo de ese lápiz sobre el mismo lápiz. Imposible. Desconcertante. Frustrante. -Alzó ambas manos por encima de la cabeza, como si tratara de tocar el cielo-. ¡Pero hay otras formas de entender! -gritó riendo como un niño pequeño. Alzó ambos brazos hacia el cielo sin nubes, sin dejar de reír-. ¡Mira! -gritó echando la cabeza hacia atrás-. ¡Azul! ¡Azul! ¡Azul!

87 Invierno

Está completamente loco -les dije a Simmon y a Wilem aquella misma tarde, en el Eolio.

– Es un maestro -repuso Sim con diplomacia-. Y tu padrino. Y a juzgar por lo que nos has contado, es el responsable de que no te hayan expulsado.

– Yo no digo que no sea inteligente, y le he visto hacer cosas que no sabría explicar. Pero el hecho sigue siendo que está completamente chiflado. No para de hablar en círculos sobre nombres, palabras y poderes. Mientras habla, tiene sentido. Pero en realidad, lo que dice no significa nada.

– Deja de quejarte -me espetó Simmon-. Te han ascendido a Re'lar antes que a nosotros, aunque tu padrino esté chiflado. Y te han pagado veinte monedas de plata por romperle el brazo a Ambrose. Has quedado libre como un pájaro. Ya me gustaría a mí tener tanta suerte como tú.

– Libre como un pájaro, no -puntualicé-. Me van a azotar.

– ¿Qué dices? -exclamó Sim-. ¿No lo habían suspendido?

– Suspendieron mi expulsión -aclaré-, pero no los latigazos.

Simmon me miró con la boca abierta.

– Dios mío. ¿Por qué no?

– Felonía -dijo Wilem en voz baja-. Un alumno no puede quedar impune si lo han encontrado culpable de felonía.

– Eso fue lo que dijo Elodin. -Bebí un sorbo, y luego otro.

– No me importa -dijo Simmon, muy acalorado-. Es una barbaridad. -Golpeó la mesa con el puño para enfatizar la última palabra; hizo temblar su vaso y derramó un charco de scutten por la mesa-. Mierda. -Se levantó y trató de que el scutten no llegara al suelo.

Reí hasta que me saltaron las lágrimas y me dolió el estómago. Al final recobré el aliento, y noté como si mi pecho se hubiera librado de un gran peso.

– Te quiero, Sim -dije de todo corazón-. A veces pienso que eres la única persona honrada que conozco.

Sim me miró y dijo:

– Estás borracho.

– No, es la verdad. Eres buena gente. Mucho mejor de lo que yo jamás llegaré a ser. -Me miró como dándome a entender que sabía cuándo alguien se estaba burlando de él. Una camarera vino con unos trapos húmedos, limpió la mesa e hizo unos cáusticos comentarios. Sim tuvo la decencia de fingir una gran turbación.

Cuando volví a la Universidad ya era noche cerrada. Pasé por Anker's para recoger unas cuantas cosas y subí al tejado de la Principalía.

Me sorprendió encontrar a Auri esperándome en el tejado pese a lo despejado que estaba el cielo. Estaba sentada en una pequeña chimenea de ladrillo, balanceando distraídamente los pies. Su cabello formaba una gaseosa nube alrededor de su diminuta silueta.

Al acercarme a ella, Auri bajó de un salto y dio unos pasitos hacia un lado que fueron casi una reverencia.

– Buenas noches, Kvothe.

– Buenas noches, Auri -dije-. ¿Cómo estás?

– Maravillosamente -contestó con firmeza-, y hace una noche maravillosa. -Tenía las manos cogidas detrás de la espalda y trasladaba el peso del cuerpo de una pierna a otra.

– ¿Qué me has traído esta noche? -pregunté.

Auri compuso su luminosa sonrisa.

– ¿Y tú? ¿Qué me has traído?

Saqué una estrecha botella de debajo de mi capa.

– Te he traído vino de miel.

Auri cogió la botella con ambas manos.

– Oh, qué regalo tan magnífico. -Miró la botella con admiración-. Imagínate cuántas abejas borrachínas. -Quitó el corcho y olfateó el vino-. ¿Qué hay dentro?

– Rayos de sol -contesté-. Y una sonrisa, y una pregunta.

Se llevó la boca de la botella al oído y me sonrió.

– La pregunta está en el fondo -dije.

– Una pregunta muy pesada -dijo ella, y me tendió una mano-. Yo te he traído un anillo.

Era un anillo de cálida y lisa madera.

– ¿Qué hace? -pregunté.

– Guarda secretos.

Me lo acerqué a la oreja.

Auri sacudió la cabeza con seriedad, y su cabello revoloteó alrededor.

– No los revela, los guarda. -Se acercó a mí, cogió el anillo y me lo puso en un dedo-. Ya hay suficiente con tener un secreto -me censuró dulcemente-. Otra cosa sería avidez.

– Me encaja -dije con cierta sorpresa.

– Son tus secretos -dijo Auri como si le explicara algo a un niño pequeño-. ¿A quién iba a encajarle?

Auri se recogió el cabello y volvió a dar aquel pasito hacia un lado. Casi como una reverencia, casi como un paso de baile.

– ¿Quieres cenar conmigo esta noche, Kvothe? He traído manzanas y huevos. También puedo ofrecerte un delicioso vino de miel.

– Será un placer para mí compartir la cena contigo, Auri -repliqué con formalidad-. He traído pan y queso.

Auri bajó al patio y, unos minutos más tarde, regresó con una delicada taza de porcelana para mí. Sirvió el vino de miel, y se bebió el suyo a pequeños sorbitos de una taza de mendigo de plata, apenas más grande que un dedal.

Me senté en el tejado y nos pusimos a comer. Yo tenía una gran hogaza de pan de cebada y un trozo de queso duro de Dalonir. Auri tenía manzanas maduras y media docena de huevos con mo-titas marrones que había conseguido hervir. Nos los comimos con la sal que saqué de un bolsillo de mi capa.

Estuvimos casi todo el rato callados, sencillamente disfrutando de la mutua compañía. Auri estaba sentada con las piernas cruzadas y la espalda recta, y con el cabello ondulando en todas direcciones. Como siempre, su delicadeza hacía que aquella comida improvisada en un tejado pareciera un banquete en el salón de un noble.

– Últimamente, el viento ha arrastrado muchas hojas hasta la Subrealidad -comentó Auri hacia el final de la cena-. Se cuelan por las rejillas y por los túneles. Se acumulan en Bajantes, y no paran de susurrar.

– Ah, ¿sí?

Asintió.

– Y se ha instalado un buho. Una hembra. Ha construido su nido justo en medio del Doce Gris, con todo el descaro del mundo.

– Entonces, ¿eso es algo fuera de lo común?

Auri asintió.

– Por supuesto. Los buhos son sabios. Son cuidadosos y pacientes. La sabiduría excluye la audacia. -Bebió un sorbo de vino, sujetando el asa de la tacita con el pulgar y el índice-. Por eso los buhos no son buenos héroes.

«La sabiduría excluye la audacia.» Después de mis recientes aventuras en Trebon, no podía por menos de estar de acuerdo con esa afirmación.

– Y esta ¿es audaz? ¿Es una exploradora?

– Sí, ya lo creo -contestó Auri abriendo mucho los ojos-. Tiene cara de luna malvada.

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