Elodin se plantó enfrente de mí; no se molestó en hablar con nadie más.
– ¿Kvothe?
– No se encuentra bien, maestro -dijo Simmon con una voz aguda que denotaba preocupación-. Se ha quedado mudo. Se niega a hablar. -Yo oía esas palabras, sabía que tenían un significado y hasta sabía qué significados les correspondían, pero no las entendía.
– Me parece que se ha dado un golpe en la cabeza -terció Wilem-. Te mira, pero no está. Se le han puesto ojos de perro.
– ¿Kvothe? -repitió Elodin. Como no reaccioné ni aparté la vista del laúd, él alargó un brazo y, con suavidad, me levantó la barbilla hasta que lo miré-. Kvothe.
Parpadeé.
Elodin me miró. Sus oscuros ojos me tranquilizaron un poco. Aplacaron la tormenta que se había desatado en mi interior.
– Aerlevsedi -dijo-. Dilo.
– ¿Qué? -Simmon dijo algo que yo oí como si estuviera muy lejos-. ¿Viento?
– Aerlevsedi -repitió Elodin, paciente, mirándome fijamente.
– Aerlevsedi -murmuré.
Elodin cerró un momento los ojos con expresión serena. Como si tratara de captar una débil nota musical transportada por una suave brisa. Como no podía verle los ojos, empecé a descarriarme. Agaché la cabeza y vi mi laúd roto, pero Elodin volvió a cogerme por la barbilla y me levantó el rostro.
Clavó sus ojos en los míos. El embotamiento se redujo, pero la tormenta seguía dentro de mi cabeza. Entonces algo cambió en los ojos de Elodin. Dejó de mirar hacia mí y miró dentro de mí. Solo sé describirlo así. Miró en lo más profundo de mí; no a mis ojos, sino que a través de ellos. Su mirada entró en mí y se asentó sólidamente en mi pecho, como si hubiera metido ambas manos en mi cuerpo y estuviera tanteando la forma de mis pulmones, el movimiento de mi corazón, el calor de mi ira, el trazado de la tormenta que se desataba dentro de mí.
Se inclinó hacia delante y sus labios me rozaron una oreja. Noté su aliento. Dijo algo… y la tormenta amainó. Encontré un sitio donde caer.
Hay un juego al que todos los niños juegan un día u otro. Extiendes los brazos y giras sobre ti mismo una y otra vez, y ves cómo todo se vuelve borroso. Primero estás desorientado, pero si sigues girando el rato suficiente, el mundo se resuelve y ya no estás mareado y sigues girando con el mundo, borroso, alrededor de ti.
Entonces paras, y el mundo adopta su forma normal. De pronto estás muy mareado, y todo se mueve y da sacudidas. Todo oscila alrededor de ti.
Eso fue lo que sentí cuando Elodin detuvo la tormenta que se había desatado en mi cabeza. De pronto, violentamente mareado, grité y alcé las manos para no caerme hacia un lado, hacia arriba, hacia dentro. Noté que unos brazos me agarraban; enrosqué los pies en el taburete y empecé a caerme al suelo.
Fue aterrador, pero pasó enseguida. Cuando me recuperé, Elodin se había marchado.
Simmon y Wilem me llevaron a mi habitación de Anker's, donde me desplomé en la cama y pasé dieciocho horas tras las puertas del sueño. Al día siguiente, al despertar, me sentía sorprendentemente bien, teniendo en cuenta que había dormido con la ropa puesta y que tenía la vejiga del tamaño de un melón.
La suerte me sonrió y me dio tiempo suficiente para comer y darme un baño antes de que uno de los recaderos de Jamison diera conmigo. Debía presentarme en la sala de profesores al cabo de media hora para ponerme ante las astas del toro.
Ambrose y yo estábamos de pie ante la mesa de los maestros. Él me había acusado de felonía. Yo, a mi vez, lo había acusado de robo, destrucción de propiedad y conducta impropia de un miembro del Arcano. Tras mi anterior experiencia en las astas del toro me había familiarizado con el Rerum Codex, el reglamento oficial de la Universidad. Me lo había leído dos veces para estar seguro de cómo se hacían las cosas allí. Me lo sabía de memoria.
Por desgracia, eso significaba que era plenamente consciente de la gravedad de la situación. La acusación de felonía era grave. Si me declaraban culpable de lastimar intencionadamente a Ambrose, me azotarían y me expulsarían de la Universidad.
No podía negar que había lastimado a Ambrose. Estaba herido y cojeaba. Tenía un gran rasguño rojo en la frente. También llevaba un brazo en cabestrillo, pero estaba convencido de que eso no era más que un elemento teatral que él había añadido por su cuenta.
El problema era que, en realidad, yo no tenía ni la más remota idea de qué había pasado. No había tenido ocasión de hablar con nadie. Ni siquiera de darle las gracias a Elodin por ayudarme el día anterior en el taller de Kilvin.
Los maestros dejaron que cada uno de nosotros presentara su causa. Ambrose hizo gala de un comportamiento ejemplar: cuando habló lo hizo con mucha educación. Al cabo de un rato, empecé a sospechar que su aletargamiento pudiera deberse a una dosis demasiado generosa de analgésicos. Por lo vidriosos que tenía los ojos, deduje que podía tratarse de láudano.
– Abordemos las quejas por orden de gravedad -propuso el rector cuando hubimos relatado nuestra versión de la historia.
El maestro Hemme hizo una seña, y el rector le cedió la palabra con un gesto de la cabeza.
– Deberíamos recortar las acusaciones antes de votar -dijo Hemme-. Las quejas del E'lir Kvothe son redundantes. No se puede acusar a un estudiante de robo y destrucción de la misma propiedad. O una cosa, o la otra.
– ¿Por qué dice eso, maestro? -pregunté educadamente.
– El robo implica la posesión de una propiedad ajena -dijo Hemme con un tono de voz razonable-. ¿Cómo puedes poseer algo que has destruido? Deberíamos descartar una de las dos acusaciones.
El rector me miró.
– E'lir Kvothe, ¿quieres retirar una de tus quejas?
– No, señor.
– Entonces propongo que votemos si debemos retirar la acusación de robo -insistió Hemme.
El rector fulminó con la mirada a Hemme, castigándolo en silencio por hablar cuando no era su turno, y luego se volvió hacia mí.
– La testarudez ante un argumento razonable no es elogiable, E'lir, y el maestro Hemme ha presentado un argumento convincente.
– El argumento del maestro Hemme es imperfecto -repliqué con serenidad-. El robo implica la adquisición de una propiedad ajena. Es ridículo insinuar que no puedes destruir lo que has robado.
Vi que algunos maestros asentían con la cabeza, pero Hemme insistió:
– Maestro Lorren, ¿cuál es el castigo por robo?
– El estudiante recibe un máximo de dos latigazos en la espalda -recitó Lorren-. Y debe devolver la propiedad o el precio correspondiente a la propiedad, más una multa de un talento de plata.
– ¿Y el castigo por destrucción de propiedad?
– El estudiante debe pagar la sustitución o la reparación de la propiedad.
– ¿Lo ven? -dijo Hemme-. Cabe la posibilidad de que tuviera que pagar dos veces por el mismo laúd. Eso no es justo. Sería como castigarlo dos veces por la misma falta.
– No, maestro Hemme -intervine-. Sería castigarlo por robo y por destrucción de propiedad. -El rector me lanzó la misma mirada que le había lanzado antes de Hemme por hablar fuera de turno, pero yo no me amilané-. Si yo le hubiera prestado mi laúd y él lo hubiera roto, sería otra cuestión. Si él me lo hubiera robado y lo hubiera dejado intacto, sería otra. No es una cosa o la otra. Es ambas cosas.
El rector golpeó la mesa con los nudillos para hacernos callar.
– Así pues, ¿no quieres retirar ninguno de los cargos?
– No.
Hemme levantó una mano, y el rector le cedió la palabra.
– Propongo que votemos para suprimir la acusación de robo.
– ¿Todos a favor? -preguntó el rector con voz cansina. Hemme levantó la mano, y Brandeur, Mandrag y Lorren hicieron otro tanto-. Cinco y medio contra cuatro: se mantiene la acusación.
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