Pensé en la nota que me había dejado Denna en la ventana de mi habitación, y por un instante tonteé con la posibilidad de que Sim tuviera razón. Sentí parpadear en mi pecho una débil llama de esperanza al recordar la noche que habíamos pasado en lo alto del itinolito.
Entonces recordé que esa noche Denna deliraba. Y recordé a Denna sujetándose al brazo de Lentaren. Pensé en el alto, atractivo y rico Lentaren y en todos los otros hombres, muchísimos, que tenían algo que ofrecerle que valiera la pena. Algo más que una buena voz y varoniles bravatas.
– ¡Sabes que es verdad! -Simmon se apartó el cabello de los ojos y rió como un niño-. ¡Esto no lo puedes rebatir! Se ve a la legua que está colada por ti. Y tú eres muy tonto si no lo quieres ver.
Suspiré.
– Mira, Sim, me encanta que Denna y yo seamos amigos. Es una persona encantadora, y me lo paso muy bien con ella. Eso es todo lo que hay. -Conferí a mi tono de voz el grado justo de jovial indiferencia para convencer a Sim, con la esperanza de que me dejara tranquilo un rato.
Sim me miró un momento, y luego se encogió de hombros.
– Si es así… -Me apuntó con el trozo de pollo que se estaba comiendo-. Fela no para de hablar de ti. Cree que eres un tipo fenomenal. Y además le salvaste la vida. Estoy seguro de que ahí tienes posibilidades.
Me encogí de hombros y me quedé observando los dibujos que hacía el viento con el agua de la fuente.
– ¿Sabéis qué tendríamos que…? -Sim no terminó la frase y miró más allá de mí; de pronto, se borró de su rostro toda expresión.
Me di la vuelta para ver qué estaba mirando, y vi el estuche de mi laúd, vacío. Mi laúd había desaparecido. Miré alrededor, frenético, listo para ponerme en pie de un brinco y echar a correr en su busca. Pero no fue necesario, porque unos palmos más allá estaban Ambrose y unos cuantos amigos suyos. Ambrose sujetaba mi laúd con una mano.
– Tehlu misericordioso -murmuró Simmon. Y luego, en voz alta, dijo-: Devuélveselo, Ambrose.
– Tranquilo, E'lir -le espetó Ambrose-. Esto no es asunto tuyo.
Me levanté sin dejar de mirarlos a él y a mi laúd. Creía que Ambrose era más alto que yo, pero cuando me levanté vi que medíamos lo mismo. A Ambrose también pareció extrañarle un poco.
– Dámelo -dije, y alargué un brazo. Me sorprendió ver que no me temblaba la mano. Pero por dentro sí temblaba: de miedo y de rabia.
Dos partes de mí intentaron hablar al mismo tiempo. La primera parte gritaba: «No le hagas nada, por favor. Otra vez no. No lo rompas. Dámelo, por favor. No lo cojas así, por el mástil». La otra mitad recitaba: «Te odio, te odio, te odio», como si escupiera sangre.
Di un paso adelante.
– Dámelo. -Mi voz me sonó extraña, monótona y desprovista de emoción. Llana como la palma extendida de mi mano. Había dejado de temblar por dentro.
Ambrose titubeó un momento, desconcertado por mi tono de voz. Noté su desasosiego: yo no me estaba comportando como él esperaba que lo hiciera. Detrás de mí, oí a Wilem y a Simmon contener la respiración. Detrás de Ambrose, sus amigos esperaban, inseguros de pronto.
Ambrose sonrió y arqueó una ceja.
– Es que te he escrito una canción, y necesita acompañamiento. -Cogió el laúd con rudeza y rasgueó las cuerdas sin ton ni son. Algunos estudiantes que pasaban por allí se pararon para oírle cantar:
Había una vez un liante llamado Kvothe
que tenía una lengua de escorpión.
Los maestros lo tenían por simpático
y por eso le daban con el látigo.
Los curiosos ya habían formado un corro alrededor de Ambrose, y sonreían y reían, entretenidos con su pequeño espectáculo. Animado, Ambrose hizo una amplia reverencia.
– ¡Todos juntos! -gritó alzando las manos como un director de orquesta, y usando mi laúd como batuta.
Di otro paso adelante.
– Devuélvemelo o te mato. -En ese instante, lo decía en serio.
Todos guardaron silencio. Al ver que no iba a conseguir la reacción esperada, Ambrose fingió indiferencia.
– Hay gente que no tiene sentido del humor -dijo dando un suspiro-. Cógelo.
Me lo lanzó, pero los laúdes no están hechos para lanzarlos. Dio un giro raro en el aire, y cuando fui a asirlo, no había nada entre mis manos. El que Ambrose fuera torpe o cruel no cambia las cosas para mí. Mi laúd cayó sobre los adoquines y se oyó un crujido al astillarse.
Ese sonido me recordó el espantoso ruido que había hecho el laúd de mi padre cuando lo aplasté con el cuerpo en aquel sucio callejón de Tarbean. Me agaché para recogerlo e hizo un ruido que me recordó al de un animal herido. Ambrose se volvió para mirarme y vi la burla danzar en su rostro.
Abrí la boca para aullar, para llorar, para maldecirlo. Pero lo que salió de mi boca fue otra cosa, una palabra que yo sabía y que no recordaba.
Entonces lo único que oí fue el sonido del viento. Entró rugiendo en la plaza como una repentina tormenta. Un coche que estaba cerca se deslizó de lado por los adoquines, y los caballos se encabritaron asustados. A alguien se le escaparon de las manos unas partituras que revolotearon alrededor de nosotros como un extraño relámpago. Me vi forzado a dar un paso adelante. El viento los empujó a todos. A todos menos a Ambrose, que cayó al suelo girando sobre sí mismo, como si lo hubiera golpeado la mano de Dios.
De pronto volvió a reinar la calma. Caían papeles, girando como hojas secas. La gente miraba alrededor, perpleja, despeinada y con la ropa desaliñada. Algunos se tambaleaban e intentaban sujetarse a algún sitio para protegerse de una tormenta que ya había cesado.
Me dolía la garganta. Mi laúd estaba roto.
Ambrose se puso en pie con dificultad. Se sujetaba un brazo contra el costado, y le salía sangre de la cabeza. La mirada de miedo y de confusión que me lanzó supuso para mí un breve y dulce placer. Pensé en volver a gritarle, me pregunté qué pasaría si lo hacía. ¿Volvería a venir el viento? ¿Se lo tragaría la tierra?
Oí relinchar a un caballo, asustado. Empezó a salir gente del Eolio y de los otros edificios que bordeaban la plaza. Los músicos miraban alrededor con el rostro desencajado, y todo el mundo hablaba a la vez.
– ¿… sido eso?
– … apuntes por todas partes. Ayúdame antes de que…
– … sido él. Ese de ahí, el del pelo rojo…
– … demonio. Un demonio de viento y…
Miré alrededor, mudo y confuso, hasta que Wilem y Simmon se me llevaron de allí a toda prisa.
– No sabíamos adonde llevarlo -le dijo Simmon a Kilvin.
– Contádmelo todo otra vez -dijo Kilvin con serenidad-. Pero esta vez, que hable solo uno. -Señaló a Wilem-. Intenta poner las palabras en orden.
Estábamos en el despacho de Kilvin. La puerta estaba cerrada y las cortinas, corridas. Wilem empezó a explicar lo que había ocurrido. Fue cogiendo velocidad, y pasó a hablar en siaru. Kilvin asentía con aire pensativo. Simmon escuchaba atentamente y, de vez en cuando, intercalaba una o dos palabras.
Yo estaba sentado en un taburete. Mi mente era un torbellino de confusión y de preguntas a medio formular. Me dolía la garganta. Estaba cansado y notaba el cuerpo agriado por la adrenalina. En medio de todo eso, en lo más profundo de mi pecho, una parte de mí bullía de ira, como el carbón de una forja cuando el herrero aviva el fuego: rojo y caliente. Estaba embotado, como si me cubriera una capa de cera de veinte centímetros de grosor. No existía Kvothe; solo la confusión, la rabia y el embotamiento que lo envolvía todo. Me sentía como un gorrión en una tormenta, incapaz de encontrar una rama segura sobre la que posarse. Incapaz de controlar mi atolondrado vuelo.
Wilem estaba llegando al final de su exposición cuando Elodin entró en la habitación sin llamar ni anunciarse. Wilem se calló. Yo le lancé al maestro nominador una mirada de soslayo, y luego volví a mirar el destrozado laúd que tenía en las manos. Al darle la vuelta, me hice un corte en un dedo con una astilla. Embobado, vi cómo la sangre brotaba y caía al suelo.
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