»Mi madre solía leerme el Libro del camino -continuó-. En ese libro salen muchos demonios. Algunos se esconden en el cuerpo de las personas, como haríamos nosotros bajo una piel de cordero. Creo que era un tipo normal y corriente al que se le metió un demonio dentro. Por eso no había forma de hacerle daño. Era como hacerle agujeros a una camisa. Y por eso no se le entendía. Hablaba la lengua de los demonios.
La mirada de Aaron volvió a deslizarse hacia la jarra que sujetaba, y asintió para sí.
– Cuanto más lo pienso, más sentido tiene. Hierro y fuego. Eso es para los demonios.
– Los consumidores de resina son más fuertes de lo que crees -intervino Bast desde el otro extremo-. Una vez vi…
– Tienes razón -dijo Kvothe-. Era un demonio.
Aaron levantó la cabeza y miró a Kvothe; luego asintió y bajó de nuevo la mirada hacia su jarra.
– Y usted no ha dicho nada porque es nuevo en el pueblo, y el negocio no va demasiado bien.
Kvothe asintió.
– Y a mí tampoco me hará ningún bien ir por ahí pregonándolo, ¿verdad? -añadió el muchacho.
Kvothe inspiró hondo y soltó el aire lentamente.
– Seguramente no.
Aaron se terminó la cerveza y apartó la jarra vacía.
– Está bien. Solo necesitaba oírlo. Necesitaba saber que no me había vuelto loco. -Se levantó y cogió la pesada barra de hierro con una mano; la apoyó sobre su hombro y se volvió hacia la puerta. Nadie dijo nada mientras el muchacho cruzaba la habitación y salía a la calle, cerrando la puerta tras él. Sus pesadas botas produjeron un ruido hueco en el porche de madera; luego no se oyó nada.
– Ese chico es más listo de lo que parece -comentó Kvothe al cabo de unos instantes.
– Es porque es muy alto -dijo Bast con desenvoltura mientras dejaba de fingir que barría-. Os dejáis engañar fácilmente por las apariencias. Yo ya llevo un tiempo observándolo. Es más listo de lo que la gente piensa. Es muy observador, y no para de hacer preguntas. -Llevó la escoba hacia la barra-. Me pone nervioso.
Kvothe lo miró con jovialidad.
– ¿Nervioso? ¿A ti?
– Apesta a hierro. Se pasa todo el día manipulándolo, calentándolo, aspirando su humo. Y entonces entra aquí con esos ojos de lince. -Bast puso cara de desaprobación-. No es natural.
– ¿Natural? -intervino Cronista. Había un deje de histerismo en su voz-. ¿Qué sabes tú de lo que es natural y lo que no lo es? Acabo de ver cómo un demonio mataba a un hombre. ¿Eso es natural? -Cronista miró a Kvothe-. Y ¿qué diablos hacía esa cosa aquí, por cierto?-preguntó.
– Buscar, por lo visto -respondió Kvothe-. Eso ha sido lo único que he entendido. ¿Y tú, Bast? ¿Has entendido lo que decía?
Bast negó con la cabeza.
– He reconocido el sonido, pero nada más, Reshi. Las expresiones que empleaba eran muy arcaicas. No he entendido casi nada.
– Vale. Estaba buscando -dijo de pronto Cronista-. Pero buscando ¿qué?
– A mí, seguramente -contestó Kvothe con gesto sombrío.
– No te pongas lastimero, Reshi -le reprendió Bast-. Tú no has tenido la culpa de lo que ha pasado.
Kvothe le lanzó una larga y cansada mirada a su pupilo.
– Lo sabes tan bien como yo, Bast. Todo esto es culpa mía. Los escrales, la guerra. Todo.
Bast fue a protestar, pero no encontró las palabras adecuadas. Tras una larga pausa, desvió la mirada, vencido.
Kvothe apoyó los codos en la barra y dio un suspiro.
– Y ¿qué crees que era, por cierto?
Bast sacudió la cabeza.
– Parecía un Mahael-uret, Reshi. Un bailarín de piel. -Lo dijo frunciendo el ceño; era evidente que no estaba convencido.
Kvothe arqueó una ceja.
– ¿No era de los de tu clase?
La expresión de Bast, por lo general amable, se tornó iracunda.
– No, no era «de los de mi clase» -dijo, indignado-. Los Mael ni siquiera comparten frontera con nosotros. Son lo más alejado que hay de los Fata.
Kvothe asintió como disculpándose.
– Perdona, es que creía que sabías qué era. No dudaste en atacarlo.
– Todas las serpientes muerden, Reshi. No necesito saber cómo se llaman para saber que son peligrosas. Me he dado cuenta enseguida de que era un Mael. Bastaba con eso.
– Así que seguramente era un bailarín de piel -caviló Kvo-the-. ¿No me dijiste que habían desaparecido hace una eternidad?
Bast asintió.
– Y parecía un poco… bobo, y no ha intentado pasar a otro cuerpo. -Bast se encogió de hombros-. Además, seguimos todos con vida. Eso parece indicar que era otra cosa.
Cronista escuchaba esa conversación con gesto de incredulidad.
– ¿Estáis diciendo que ninguno de los dos sabe qué era? -Miró a Kvothe-. ¡Acabas de decirle al muchacho que era un demonio!
– Para el muchacho es un demonio -explicó Kvothe-, porque eso es lo que él puede entender más fácilmente, y no se aleja mucho de la verdad. -Empezó a sacarle brillo a la barra-. Para el resto de los habitantes del pueblo, es un consumidor de resina, porque así podrán dormir un poco esta noche.
– Entonces también es un demonio para mí -dijo de pronto Cronista-. Porque tengo helado el hombro que me ha tocado.
Bast se le acercó.
– Se me había olvidado que te ha puesto una mano encima. Déjame ver.
Kvothe cerró los postigos de las ventanas mientras Cronista se quitaba la camisa; todavía llevaba en los brazos los vendajes de tres noches atrás, cuando lo había atacado el escral.
Bast le examinó el hombro.
– ¿Puedes moverlo?
Cronista asintió e hizo girar el hombro.
– Cuando me ha tocado me ha hecho mucho daño, como si se me rompiera algo por dentro. -Sacudió la cabeza, irritado por su propia descripción-. Ahora solo lo noto raro. Entumecido. Como dormido.
Bast le hincó un dedo en el hombro, examinándolo con recelo.
Cronista miró a Kvothe.
– El chico tenía razón respecto a lo del fuego, ¿verdad? Hasta que no lo ha mencionado, no lo he enten… ¡aaay! -gritó el escribano apartándose de Bast-. ¿Qué diablos ha sido eso? -inquirió.
– Supongo que los nervios de tu plexo braquial -contestó Kvothe con aspereza.
– Necesito determinar la gravedad de la herida -dijo Bast sin inmutarse-. Reshi, ¿podrías traerme un poco de grasa de oca, ajo, mostaza…? ¿Nos quedan de esas cosas verdes que huelen a cebolla pero que no lo son?
Kvothe asintió.
– Keveral. Sí, creo que quedan algunas.
– Tráemelas, y también una venda. Voy a aplicarle un bálsamo.
Kvothe hizo un gesto con la cabeza y salió por la puerta que había detrás de la barra. Nada más perderse de vista, Bast se inclinó hacia la oreja de Cronista.
– No le preguntes nada de eso -susurró con apremio-. No lo menciones siquiera.
Cronista parecía desconcertado.
– ¿De qué me estás hablando?
– De la botella. De la simpatía que ha intentado hacer.
– Entonces, ¿es verdad que trataba de prenderle fuego a esa cosa? ¿Por qué no ha funcionado? ¿Qué…?
Bast le apretó el hombro con fuerza, hincándole el pulgar en el hueco entre las clavículas. El escribano dio otro grito.
– No hables de eso -le susurró Bast al oído-. No hagas preguntas. -Sujetando al escribano por los hombros, lo zarandeó un poco, como haría un padre enfadado con un niño testarudo.
– Dios mío, Bast. Lo oigo aullar desde la cocina -dijo Kvothe. Bast se enderezó y sentó a Cronista en su silla; el posadero salió de la cocina-. Que Tehlu nos asista, está pálido como la cera. ¿Crees que se pondrá bien?
– No es más grave que una congelación -dijo Bast con tono desdeñoso-. Yo no tengo la culpa de que chille como una chiquilla.
– Bueno, ten cuidado con él -dijo Kvothe poniendo un tarro de grasa y un puñado de dientes de ajo encima de la mesa-. Va a necesitar ese brazo al menos un par de días más.
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