Pero al final el alcalde cedió: asintió y le hizo señas a mi padre para que se le acercara más. Salí con sigilo de la parte de atrás del carromato y me acerqué lo suficiente para oír el final de su conversación:
– … gente temerosa de Dios por estos lares. Nada vulgar ni herético. Con la última troupe que pasó por aquí tuvimos graves problemas: hubo dos peleas, gente que perdió su colada, y una de las hijas de los Branston se quedó en estado.
Me sentí ultrajado. Esperé a que mi padre le mostrara al alcalde su dominio de la ironía, y que le explicara la diferencia entre los artistillos itinerantes y los Edena Ruh. Nosotros no robábamos. No dejábamos que las cosas se descontrolaran tanto como para que una pandilla de borrachos destrozaran el local donde actuábamos.
Sin embargo, mi padre se limitó a asentir y volver hacia nuestro carromato. Le hizo señas a Trip para que siguiera haciendo malabarismos. Volvieron a sacar las marionetas de los baúles.
Mi padre rodeó el carromato y me vio de pie, medio escondido junto a los caballos.
– Por la cara que pones, supongo que habrás oído toda la conversación -dijo con una sonrisa irónica-. No se lo tengas en cuenta, hijo mío. No destaca por su elegancia, pero sí por su sinceridad. Solo ha dicho en voz alta lo que otros piensan y callan. ¿Por qué crees que os hago ir a todos por parejas cuando actuamos en ciudades más grandes?
Yo sabía que mi padre tenía razón. Sin embargo, era un trago amargo para un niño de mi edad.
– Veinte peniques -dije en tono mordaz-. Es como si nos ofreciera limosna.
Eso era lo más difícil de crecer en el Edena Ruh. Somos extraños en todas partes. Mucha gente nos ve como vagabundos y mendigos, mientras que otros nos comparan con ladrones, herejes y prostitutas. Es duro que te acusen injustamente, pero aún es peor cuando los que te miran con desprecio son unos zoquetes que jamás han leído un libro ni han ido a ningún sitio que esté a más de treinta kilómetros de su pueblo natal.
Mi padre rió y me alborotó el cabello.
– Deberías sentir lástima por él, hijo. Mañana nos iremos, pero él tendrá que convivir consigo mismo hasta el día de su muerte.
– Es un ignorante y un cretino -dije con amargura.
Mi padre me puso una mano firme en el hombro para darme a entender que ya había hablado suficiente.
– Supongo que eso nos pasa por acercarnos demasiado a Atur. Mañana nos dirigiremos hacia el sur: allí hay verdes pastos, gente más amable y mujeres más hermosas. -Ahuecó una mano alrededor de una oreja, se inclinó hacia el carromato y me hincó un codo en las costillas.
– Lo estoy oyendo todo -dijo mi madre con voz dulce desde el interior. Mi padre sonrió y me guiñó un ojo.
– Bueno, ¿qué obra vamos a representar? -pregunté a mi padre-. Nada vulgar, por supuesto. La gente de por aquí es muy temerosa de Dios.
Me miró.
– ¿Qué te gustaría?
Lo pensé largo rato.
– Yo representaría algo del ciclo Campo Luminoso. La forja del camino o algo por el estilo.
Mi padre hizo una mueca.
– No es una obra muy buena.
Me encogí de hombros.
– No lo van a notar. Además, habla todo el rato de Tehlu, así que nadie podrá quejarse de que sea vulgar. -Miré al cielo-. Solo espero que no se ponga a llover en medio de la función.
Mi padre también miró las nubes.
– Lloverá. Pero hay cosas peores que actuar bajo la lluvia.
– ¿Como actuar bajo la lluvia y que te timen? -pregunté.
El alcalde vino hacia nosotros; caminaba tan aprisa como se lo permitían las piernas. Tenía la frente perlada de sudor y resoplaba un poco, como si hubiera recorrido una larga distancia.
– He estado hablando con unos miembros del ayuntamiento y hemos decidido que, si lo preferís, podéis utilizar la taberna.
Empleando con maestría el lenguaje no verbal, mi padre dejó clarísimo que estaba ofendido, pero que era demasiado educado para manifestarlo.
– De verdad que no quisiera causarle…
– No, no. No es ninguna molestia. Es más, insisto.
– Muy bien. Si insiste usted…
El alcalde sonrió y se marchó apresuradamente.
– Bueno, eso está un poco mejor -dijo mi padre dando un suspiro-. De momento no tendremos que apretarnos el cinturón.
– Medio penique por cabeza. Eso es. Los que no tengan cabeza entran gratis. Gracias, señor.
Trip se ocupaba de la entrada y se aseguraba de que todo el mundo pagara para ver la obra.
– Medio penique por cabeza. Aunque a juzgar por el rosado brillo de sus mejillas, señora, debería cobrarle por una cabeza y media. Pero eso no es asunto mío…
Trip era el miembro de la troupe con más labia, y eso lo convertía en el candidato idóneo para la tarea de asegurarse de que nadie entrara sin pagar. Era imposible engatusarlo o acobardarlo. Con su variopinto traje de bufón, verde y gris, Trip podía decir casi lo que quisiera y salir airoso.
– Hola, mami. El pequeño no paga, pero si se pone a llorar, será mejor que le des el pecho o te lo lleves afuera. -Trip no callaba ni un momento-. Eso es, medio penique. Sí, señor, las cabezas huecas también pagan.
Aunque siempre era divertido ver trabajar a Trip, yo estaba distraído mirando un carromato que había entrado por el otro extremo del pueblo hacía cerca de un cuarto de hora. El alcalde había discutido con el anciano que lo conducía y se había marchado como un vendaval. Vi que el alcalde volvía al carromato acompañado de un individuo alto y provisto de un largo garrote; si no me equivocaba, debía de ser el alguacil.
Me venció la curiosidad y me dirigí hacia el carromato, procurando que no me vieran. El alcalde y el anciano volvían a discutir cuando me acerqué lo suficiente para oírlos. El alguacil estaba a escasa distancia, con cara de irritación y nerviosismo.
– … dicho que no tengo licencia. No necesito licencia. ¿Los vendedores ambulantes necesitan licencia? ¿Los caldereros necesitan licencia?
– Usted no es calderero -argumentó el alcalde-. No intente hacerse pasar por lo que no es.
– No intento hacerme pasar por nada -le espetó el anciano-. Soy calderero y vendedor ambulante, y más que eso. Soy arcanista, pedazo de idiota.
– Con más razón -dijo el alcalde, obstinado-. Por aquí somos temerosos de Dios. No queremos saber nada de gente que tontea con cosas oscuras que es mejor dejar en paz. Los de su clase solo causan problemas.
– ¿Los de mi clase? -repitió el anciano-. ¿Qué sabe usted de los de mi clase? Seguramente, hace cincuenta años que no pasa ningún arcanista por aquí.
– Y nos gusta que sea así. Dé media vuelta y márchese por donde ha venido.
– ¡Y un cuerno! No pienso pasar la noche bajo la lluvia por culpa de un cazurro como usted -dijo el anciano, muy acalorado-. No necesito su permiso para alquilar una habitación ni para hacer negocios en la calle. Y ahora, déjeme en paz o comprobará de primera mano el tipo de problemas que podemos causar los de mi clase.
El miedo pasó fugazmente por el semblante del alcalde, pero la indignación lo sustituyó rápidamente. Le hizo una seña al alguacil y dijo:
– En ese caso, pasará la noche en el calabozo por vagancia y conducta amenazadora. Lo soltaremos por la mañana, si es que ha aprendido a dominar su lengua. -El alguacil fue hacia el carromato con el garrote al lado del cuerpo.
Sin moverse de donde estaba, el anciano levantó una mano. Una intensa luz roja surgió de las esquinas delanteras de su carromato.
– Ya hay suficiente -dijo en tono amenazador-. Si no, las cosas podrían ponerse feas.
Tras un momento de sorpresa, comprendí que esa extraña luz provenía de un par de lámparas simpáticas que el anciano había instalado en su carromato. Yo había visto esas lámparas en la biblioteca de lord Greyfallow. Daban una luz más intensa que las de gas, y más firme que la de las velas o las lámparas de aceite, y duraban casi eternamente. Además eran carísimas. Habría apostado a que en aquel pueblo nadie había oído hablar de ellas ni las había visto jamás.
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