Los caballeros -su comitiva, junto con escuderos y pajes, constaba de veintiuna personas- cabalgaban en pie de guerra, con las armaduras completas y los gallardetes al viento. La mayor parte de ellos ya había estado en la guerra, la mayoría había visto en su vida más de una. Pese a ello, la mayoría tragó saliva al ver los cuerpos terriblemente destrozados, retorcidos sobre una arena ennegrecida a causa de la sangre. Y ninguno de ellos se burló de la malsana palidez que embargó los rostros de los más jóvenes y menos experimentados ante aquella vista.
El sol se alzó aún más, dispersó la niebla, a su brillo resplandecieron las gotas color rubí que colgaban, como bayas silvestres, en los cardos y estragones. Aquella visión no despertó en ninguno de los caballeros reminiscencias estéticas ni poéticas.
– Cuidado que los han rajado, sus muertos -dijo, escupiendo, Kunad von Neudeck-. Vaya una matanza, eh.
– A golpes de matarife -asintió Wilhem von Kauffung-. Una carnecería.
Surgieron del bosque otros supervivientes, pajes y caballerizos. Aunque pálidos y medio inconscientes del miedo, no se habían olvidado de sus obligaciones. Cada uno de ellos llevaba consigo algunos caballos de los que se habían desbocado durante el ataque.
Ramfold von Oppeln, el más anciano de los caballeros, miró desde la altura de su silla al palafrenero, que temblaba de miedo entre los jinetes que le rodeaban.
– ¿Quién os atacó? ¡Habla, mozo! Tranquilízate. Sobreviviste. Nada te amenaza ya.
– Dios me salvó… -En los ojos del mozo de cuadra seguía habitando el pánico-. Y la Santa Madre de Bardo…
– Si hay ocasión, da para una misa. Pero ahora habla. ¿Quién os atacó?
– ¿Y cómo lo voy a saber? Nos atacaron… Portaban armadura… De yerro… Como vos…
– ¡Caballeros! -estalló un grandullón con cara de monje que llevaba un escudo con dos estacas de plata cruzadas sobre campo de gules-. ¡Caballeros atacan a los mercaderes por los caminos! ¡Por los clavos de Cristo, ya es hora de poner punto final a los caballeros de rapiña! ¡Ya es hora de hacer uso de medios radicales! ¡Igual si rueda alguna que otra cabeza en el cadalso se darán por fin cuenta estos señores en sus castillejos!
– Santa tenéis razón -añadió con rostro de piedra Wencel de Hartha-. Santa razón, señor Von Runge.
– ¿Y por qué -continuó sus pesquisas Von Oppeln- os atacaron? ¿Acaso llevabais algo de valor?
– Quiá… Como no sean los caballos…
– Los caballos -repitió pensativo De Hartha-. Cosa tentadora, caballos de Skalka. De los establos de doña Dzierzka de Wirsing… Que Dios la…
Se detuvo, tragó saliva, sin poder levantar la vista del destrozado rostro de la mujer que yacía sobre la arena en una postura macabra e innatural.
– Ésa no es ella. -El mozo guiñó los ojos aturdidos-. Ésa no es doña Dzierzka. Ésa es la mujer de un palafrenero… Oh, de aquél que allá yace… Ella venía con nosotros desde Klodzko…
– Se equivocaron. -Kauffung afirmó el hecho con frialdad-. Tomaron a la palafrenera por Dzierzka.
– Deben de haberla tomado -confirmó sin entusiasmo el mozo-. Porque…
– ¿Por qué?
– Tenía noble aspecto.
– ¿Acaso sugerís -Von Oppeln se incorporó en la silla-, acaso sugerís, don Wilhem, que no fue éste un asalto bandoleril? ¿Que la señora de Wirsing…?
– ¿Era el objetivo? Sí. Estoy seguro de ello.
– Era el objetivo -añadió, al ver la mirada interrogante de los otros caballeros-. Era el objetivo, como Nicolás Neumarkt. Como Fabián Pfefferkorn… Como otros que, pese a las prohibiciones mercadeaban con… el extranjero.
– Los culpables son los caballeros de rapiña -dijo tozudo Von Runge-. No pienso dar crédito a tontos cuentos, chismorreos acerca de conspiraciones y demonios nocturnos. Todo esto son y fueron asaltos bandoleriles comunes y corrientes.
– Pudiera bien ser -dijo con una voz fina el joven Enrique Baruth, a quien, para distinguirlo de todos los otros Enriques de la familia, se le llamaba Gorrión-, pudiera bien ser que todos estos crímenes los cometieran los judíos. Para hacerse con sangre cristiana, sabéis, para las hostias. Oh, mirad aquí a este pobre desgraciado. Ni gota de sangre, creo, le ha quedado…
– Y cómo le había de quedar -Wencel de Hartha miró al joven con compasión-, si no tiene ni cabeza…
– ¡Pudieran también -introdujo serio Gunter von Bischofsheim- haberlo hecho las brujas de las escobas, las que anoche nos cayeran encima cuando estábamos acampados! ¡Por el gorro de San Antonio! ¡Principia a resolverse poco a poco el enigma! ¡Pues si os dije que entre los diablos estaba Reinmar de Bielau, que lo reconocí! Y cosa cierta es que De Bielau es hechicero, que ocupábase de la magia negra en Olesnica, que hechizaba allá a las mujeres. ¡Aquellos señores pueden confirmarlo!
– Yo de eso nada sé -murmuró, mirando a Benno Ebersbach, Ciervo Krompusch. Ambos habían reconocido a Reynevan entre las brujas que volaban por el cielo la noche anterior, mas preferían no decirlo.
– Cierto, así es. -Ebersbach carraspeó-. Nosotros no solemos andar por Olesnica. No prestamos oídos a los comadreos…
– No son éstos comadreos -Runge lo miró-, sino hechos. Bielau practicaba los embrujos. Parece ser que mató al mismo su hermano, como Caín, cuando éste sus prácticas infernales descubriera.
– Eso es cosa cierta -lo apoyó Eustaquio von Rochow-. Habló de ello el señor Von Reideburg, el estarosta de Strzelin. Tales noticias le llegaron de Wroclaw. Del obispo. El joven Reinmar de Bielau enloqueció de la práctica de los hechizos, el diablo le revolvió el seso. La mano del diablo lo dirige, al crimen lo empuja. Mató a su propio hermano, mató a don Albrecht Bart de Karczyn, mató al mercader Neumarkt, mató al mercader Hanusz Throst, y hasta le alzó la mano al duque de Ziebice…
– Ciertamente se la alzara -confirmó Gorrión-. Y por ello a la torre lo mandaron. Mas se escapó. Con ayuda del diablo, de seguro.
– Si esto es asunto diabólico -Kunad von Neudeck miró a su alrededor con desasosiego-, vayámonos entonces de aquí presto… Porque todavía algo malo se nos puede pegar…
– ¿A nosotros? -Ramfold von Oppeln tocó con la mano en el escudo que llevaba colgado de la silla, un escudo que por encima de un arpón de plata llevaba una lista con una cruz roja-. ¿A nosotros? ¿Con esta señal? ¡Desde que tomáramos la cruz somos cruzados, con la cruzada del obispo Conrado vamos a Bohemia, a combatir herejes, a defender a Dios y la religión! El diablo nada puede contra nosotros. ¡Somos milites Dei, milicia angelical!
– Como milicia angélica -advirtió Von Rochow- tenemos no sólo privilegios, sino también deberes.
– ¿Qué queréis decir con ello?
– El señor Von Bischofsheim reconoció a Reinmar de Bielau entre los hechiceros que volaban al sabbat. Esto, en cuanto lleguemos a Klodzko, al punto de reunión de la cruzada, hay que denunciarlo al Santo Oficio.
– ¿Denunciar? ¡Don Eustaquio! ¡Nosotros somos caballeros!
– En lo tocante a hechiceros y herejes, una denuncia no mancha la honra de caballero.
– ¡Siempre la mancha!
– ¡No la mancha!
– La mancha -dijo Ramfold von Oppeln-. Mas es necesario denunciarlo. Y se denunciará. Pero sigamos adelante, señores, en marcha, a Klodzko, no vayamos, milicia angélica, a llegar tarde al punto de reunión.
– Sería una vergüenza -confirmó Gorrión con voz fina-. Cuanto más que aquí nada podemos hacer ya. Otros, por lo que veo, se ocuparán del asunto.
Ciertamente, por el camino se iban acercando los soldados del burgrave de Frankenstein.
– Aquí es. -Dzierzka de Wirsing detuvo al caballo, suspiró con fuerza. Reynevan, que iba pegado a su espalda, sintió el suspiro-. Esto es Frankenstein. El puente sobre el río Budzówka. A la izquierda del camino, el hospicio del Santo Sepulcro, la iglesia de San Jorge y la Narrenturm. A la derecha los molinos y las casetas de los tintoreros. Más allá, al otro lado del puente, la puerta de la ciudad, llamada la puerta de Klodzko. Allí también el castillo ducal, allá la torre del ayuntamiento, la parroquia de Santa Ana. Baja.
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