Reynevan corría a lo loco, jadeando y sin mirar atrás. La niebla ahogaba los ruidos, pero seguía escuchando el golpeteo de los cascos y los relinchos detrás de él, o al menos eso le parecía.
Escuchó de pronto golpeteo de cascos y relinchos delante de él. Se quedó quieto, helado de miedo, pero antes de que pudiera hacer nada, surgió de la niebla una yegua de color manzana, que llevaba en la silla a una mujer fornida y no muy alta vestida con un jubón de hombre. La mujer, al verlo, sujetó a la yegua, se retiró de la frente el desordenado flequillo de claros cabellos.
– Doña Dzierzka… -jadeó, asombrado-. Dzierzka de Wirsing…
– ¿Mi pariente? -La tratante de caballos no parecía menos asombrada-. ¿Tú? ¿Aquí? ¡Diablos, no te quedes parado! ¡Dame la mano, súbete aquí!
Agarró la mano que se le tendía. Demasiado tarde.
– Adsuuumuuus!
Dzierzka saltó de la silla con una gracia y agilidad sorprendentes en alguien de su complexión. Con igual agilidad se descolgó de la espalda una ballesta y se la lanzó a Reynevan. Ella agarró otra que llevaba colgada de la silla.
– ¡Al caballo! -gritó, lanzándole un virote y el instrumento para tensar, llamado «pata de cabra»-. ¡Apunta al caballo!
El caballero negro se dirigía hacia ellos con la espada en alto y la capa desplegada a un galope tal que saltaban hacia arriba las briznas de hierba arrancada. Las manos de Reynevan temblaban, los ganchos de la pata de cabra no querían aferrar la cuerda ni los topes en la cureña de la ballesta por nada del mundo. Maldijo desesperado, esto ayudó, los ganchos agarraron, la nuez atrapó la cuerda. La mano temblorosa colocó el virote.
– ¡Dispara!
Disparó. Y falló. Porque pese a las órdenes no apuntó al caballo sino al jinete. Vio cómo la punta de la flecha lanzaba chispas al rozarse contra el pecho de acero. Dzierzka lanzó unas horribles blasfemias en alta voz, se sopló los cabellos del ojo, apuntó, apretó la llave. El virote acertó al caballo en el pecho y se clavó hasta el fondo. El caballo chilló, ronqueó, cayó de rodillas y sobre la testa. El caballero negro rodó de la silla, se golpeó, perdiendo el yelmo y la espada. Y comenzó a levantarse.
Dzierzka maldijo de nuevo, ahora les temblaban las manos a ambos, ambos se les resbalaba la pata de cabra, los virotes se salían del canal. Y el caballero negro se levantó, tomó de la silla una enorme maza de armas, se lanzó hacia ellos a paso ligero. Al ver su rostro Reynevan ahogó un grito por el procedimiento de apretar los labios contra la cureña de la ballesta. El rostro del caballero era blanco, plateado incluso, como el de un leproso. Sus ojos, rodeados de una sombra rojo oscuro, eran locos y sin consciencia, en su boca babeante y cubierta de espuma brillaban los dientes.
– Adsuuumuuus!
Las cuerdas resonaron, silbaron los virotes. Ambos acertaron, atravesando la armadura con un sonoro chasquido, ambos entraron hasta las plumas, uno por la clavícula, el otro por el pecho. El caballero se tambaleó, osciló violentamente, pero se mantuvo en pie. Para horror de Reynevan se dirigió otra vez hacia ellos, gritando algo ininteligible, escupiendo la sangre que le salía por los labios y agitando la maza de armas. Dzierzka maldijo, retrocedió, intentando en vano recargar la ballesta, al ver que no le daba tiempo saltó atrás ante el golpe, tropezó, cayó, percibió la bola llena de pinchos que volaba hacia ella, se cubrió la cabeza y el rostro con los brazos.
Reynevan gritó, el grito salvó la vida de la mujer. El caballero se volvió hacia él y Reynevan disparó de cerca, apuntando a la tripa. También esta vez el virote entro hasta las plumas, agujereando con un seco chasquido la armadura. La fuerza del golpe fue imponente, la punta debía de haberse clavado bien profunda en los intestinos, pese a ello el caballero tampoco ahora cayó, se tambaleó pero recuperó el equilibrio, se lanzó rápido hacia Reynevan, gritando y alzando la maza de armas para golpear. Reynevan retrocedió, intentando enganchar la cuerda con la pata de cabra. La enganchó, la tensó. Y sólo entonces se dio cuenta de que no tenía más virotes. Dio con un tacón en un montón de tierra, resbaló y se sentó en la tierra, contemplando con horror cómo se acercaba la muerte: pálida como la lepra, de ojos enloquecidos, con la boca llena de sangre y espuma. Se cubrió con la ballesta, sujetándola con las dos manos.
– Adsumus! Adsum…!
Aún medio tendida, medio sentada, Dzierzka de Wirsing apretó la llave de la ballesta y le metió el virote directamente en la nuca. El caballero dejó caer la maza, agitó las manos desmañadamente y se derrumbó como un leño con tanta fuerza que el suelo tembló visiblemente. Cayó cerca de Reynevan. Con una punta de hierro y varias pulgadas de madera de fresno en el cerebro no estaba, extrañamente, muerto del todo. Aún balbuceó durante unos largos instantes, se agitó y arañó la hierba. Al fin quedó inmóvil.
Dzierzka maldecía todo el tiempo, apoyada en sus brazos extendidos. Luego vomitó con brusquedad. Luego se levantó. Recargó la ballesta, puso un virote. Se acercó al caballo del jinete, que ronqueaba todavía, apuntó de cerca. Resonó la cuerda, la testa del caballo golpeó sin fuerza la tierra, las patas traseras se estiraron espasmódicamente.
– Amo a los caballos -dijo, mirando a Reynevan a los ojos-. Mas en este mundo, para sobrevivir hay que sacrificar a veces lo que se ama. Recuérdalo, pariente. Y la próxima vez apunta adonde yo te diga.
Él asintió, se levantó.
– Me has salvado la vida. Y has vengado a tu hermano. Al menos un poco.
– Ellos… estos jinetes… ¿mataron a Peterlin?
– Ellos. ¿No lo sabías? Pero no es hora de charlas, pariente. Hay que huir, antes de que acudan sus camaradas.
– Me han seguido hasta aquí…
– No a ti -le contradijo Dzierzka sin entusiasmo-. A mí. Estaban esperándome emboscados al salir de Bardo, cerca de Potworów. Espantaron a la manada, liquidaron a la escolta, catorce muertos yacen allá, en el camino. Yo estaría entre ellos de no ser… ¡Hablamos demasiado!
Colocó los dedos en la boca, silbó. Al poco golpearon unos cascos contra el suelo, la yegua de color manzana surgió de la niebla al trote. Dzierzka subió a la silla, dejando de nuevo a Reynevan asombrado de la agilidad y gracia casi felina de sus movimientos.
– ¿Qué haces ahí parado?
Él agarró su mano, subió detrás de ella, en las ancas de la yegua. La yegua ronqueaba y arañaba con los cascos, torciendo la testa se alejó del cadáver.
– ¿Quién era?
– Un demonio -respondió Dzierzka, al tiempo que se quitaba de la frente sus rebeldes cabellos-. Uno de los que habitan las tinieblas. Sólo me interesa saber quién cono me habrá delatado…
– Hashsh'ashin.
– ¿Qué?
– Hashsh'ashin -repitió él-. Estaba bajo el influjo de una sustancia obnubilante, herbácea, de origen árabe, llamada hashsh'ish. ¿No has oído hablar del Viejo de la Montaña? ¿De los asesinos de la ciudadela de Alamut? ¿En Jorasán, en Persia?
– Al diablo con tu Jorasán. -Se dio la vuelta en la silla-. Y con tu Persia. Estamos, por si no te has dado cuenta, en Silesia, al pie de la montaña Grochowa, a una milla de Frankenstein. Pero hay mucho de lo que tú, me parece, no te das cuenta. Bajas de la cima de la Grochowa al alba después del equinoccio de otoño. Y bajo el influjo del diablo sabe qué sustancia arábiga. Pero debieras de darte cuenta de que nos amenaza la muerte. ¡Así que cierra el pico y agárrate, porque voy a cabalgar en serio!
Dzierzka exageraba. El miedo, como de costumbre, tenía mil ojos. En el camino y en las cunetas cubiertas de malas yerbas sólo había ocho muertos, de los cuales cinco pertenecían a la escolta armada, que se había defendido hasta el final. Cerca de la mitad del cortejo de catorce personas se había salvado por el procedimiento de huir al bosque cercano. De aquéllos sólo había vuelto uno: un joven mozo de cuadra que no había huido demasiado lejos. Y al que ahora, cuando ya el sol estaba más alto, hallaron entre los arbustos unos caballeros que llegaban por el camino desde Frankenstein.
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