– ¡A la pradera! -gritó la pelirroja-. ¡Al Círculo!
– ¡Eia! ¡Al Círculo!
– ¡Escuchad! -gritó, alzando las manos, el hechicero de los cuernos de ciervo en la cabeza-. ¡Escuchad!
La muchedumbre reunida en la pradera murmuró de excitación.
– ¡Escuchad -gritó el hechicero- las palabras de la Diosa, de aquélla cuyos brazos y muslos abrazan el Universo! ¡Quien al Principio separó las Aguas de los Cielos y bailó en ellos! ¡De cuyo baile nacieron los vientos y de los vientos el aliento de la vida!
– ¡Eia!
Junto al hechicero se puso en pie la domina, incorporando orgullosa su figura de reina.
– Alzaos -gritó, extendiendo su capa-. ¡Alzaos y venid a mí!
– ¡Eia! Magna Materl
– Yo soy -habló la domina, y su voz era como el viento de las montañas- la belleza de la verde tierra, yo soy la blanca luna entre miles de estrellas, yo soy el agua secreta. Venid a mí, puesto que yo soy el espíritu de la naturaleza. Todas las cosas provienen de mí y a mí habrán de volver todas, ante mi rostro, amado de dioses y mortales.
– ¡Eiaaa!
– Yo soy Lilith, yo soy la primera de las primeras, yo soy Astarté, Cibeles, Hécate, yo soy Rigatona, Epona, Rhiannon, la Yegua de la Noche, la amante del viento. Negras son mis alas, los pies míos más rápidos que el viento, mis dedos más dulces que el rocío de la mañana. No conoce el león cuando piso, no conocen mis caminos las bestias de campos y selvas. Puesto que en verdad os digo: yo soy el Secreto, yo soy el Entendimiento y la Ciencia.
Las hogueras crepitaron y lanzaron lenguas de fuego. La multitud se agitó excitada.
– Adoradme en lo profundo de vuestros corazones y en la alegría de vuestras costumbres, ofreced vuestro sacrificio en el acto del amor y del placer, porque tal sacrificio me es grato. Puesto que yo soy la virgen inmaculada y yo soy la amante de dioses y demonios ardiente de deseo. Y en verdad os digo: como estuve con vosotros al principio, del mismo modo me encontraréis al final.
– ¡Escuchad -gritó para terminar el hechicero- las palabras de la Diosa, de aquélla cuyos brazos y muslos abrazan el Universo! ¡Quien al Principio separó las Aguas de los Cielos y bailó en ellos! ¡Bailad también vosotros!
– ¡Eia! Magna Materl
La domina arrojó con un brusco gesto la capa de sus hombros desnudos. Salió al centro de la pradera con dos acompañantes a ambos lados.
Las tres estuvieron allí, agarradas de las manos, que tenían estiradas hacia atrás, los rostros hacia afuera, las espaldas hacia adentro, del mismo modo en que a veces se representa a las Gracias en la pintura.
– Magna Mater! ¡Tres veces nueve! ¡Eia!
A las tres se añadieron otras tres brujas y tres hombres, todos, uniendo las manos, formaron un círculo. Ante sus gritos, sus llamadas, se añadieron los siguientes. Todos en la misma posición, los rostros hacia afuera, las espaldas hacia los nueve que eran el centro, formaron otro círculo. Al momento se formó otro, y luego otro y otro, y otro, cada círculo con las espaldas al anterior y, por supuesto, mayor y más numeroso. Si al nexus formado por la domina y sus acompañantes lo rodeaba un círculo con no más de treinta personas, en el último círculo, el exterior, había por lo menos trescientas. Renevan y Nicoletta, llevados por la muchedumbre enfebrecida, se encontraron en el penúltimo círculo. La vecina de Reynevan era una de las nobles enmascaradas. Un extraño ser blanco sujetaba la mano de Nicoletta.
– ¡Eia!
– Magna Mater!
Otro grito agudo y una música salvaje que les llegaba de no se sabía dónde dieron la salida: los bailantes se movieron, los círculos comenzaron a girar y agitarse. Los giros -cada vez más rápidos- se llevaban a cabo al contrario, cada círculo giraba en dirección contraria al siguiente. Sólo con verlo daba vueltas la cabeza, la inercia del movimiento, la loca música y los gritos frenéticos completaron la obra. Ante los ojos de Reynevan el sabbat se disolvió en una mancha caleidoscópica, los pies, le dio la sensación, dejaron de tocar la tierra. Perdió la consciencia.
– ¡Eiaaa! ¡Eiaaa!
– ¡Lilith, Astarté, Cibeles!
– ¡Hécate!
– ¡Eiaaaa!
No supo cuánto duró. Se despertó en el suelo, entre otros que estaban también tendidos y se iban levantando poco a poco. Nicoletta yacía junto a él: no había soltado su mano.
La música seguía sonando, pero la melodía cambió. Al acompañamiento loco y monótono del baile giratorio lo sucedió una cadencia sencilla y agradable, a cuyo ritmo los hechiceros, que se estaban alzando, comenzaron a canturrear, bailar y saltar. Al menos algunos y algunas. Otros no se alzaron de la hierba en la que habían caído después del baile. Sin levantarse, se unieron en pares, al menos en su mayoría, porque se daban casos de tríos y cuartetos y hasta de configuraciones aún más numerosas. Reynevan no podía alzar la vista, miraba al tiempo que se pasaba la lengua por los labios sin darse cuenta. Nicoletta -él vio que también su rostro ardía no sólo por el brillo del fuego- tiró de él sin decir palabra. Y cuando Reynevan volvió la cabeza, le reprendió.
– Sé que es el ungüento… -Se apretó contra su lado-. El ungüento volador es el que los desboca así. Pero no los mires. Me enfadaré si los miras.
– Nicoletta… -apretó su mano-. Catalina…
– Prefiero ser Nicoletta -lo interrumpió al punto-. Pero a ti… A ti sin embargo preferiría llamarte Reinmar. Cuando te conocí eras, no puedo negarlo, el enamorado Alcasín. Pero al fin y al cabo no lo eras por mí. No digas nada, por favor. Las palabras no son necesarias.
Las llamas de una hoguera cercana estallaron hacia arriba, lanzando hacia el cielo una nube de chispas. Los que bailaban a su alrededor gritaron de felicidad.
– Se han desmandado tanto -murmuró- que no se darán cuenta si nos esfumamos. Y creo que es hora ya de esfumarse…
Ella volvió el rostro, el reflejo del fuego bailó sobre sus mejillas.
– ¿Adonde vas con tanta prisa?
Antes de que él hubiera tenido tiempo de librarse de su estupefacción, escuchó que alguien se acercaba.
– Hermana y confráter.
Ante ellos estaba la pelirroja, llevando de la mano a la joven profetisa de rostro de zorro.
– Tenemos un asuntillo.
– ¿Cómo?
– Elisilla, ésta de aquí -sonrió alegre la pelirroja-, por fin se ha decidido a hacerse mujer. Le he explicado que da igual con quién, al fin y al cabo no faltan acá voluntarios. Pero ella se ha puesto cabezona como una cabra. En plata: sólo él y él. O sea, tú, Toledo.
La profetisa bajó sus ojos de grandes ojeras. Reynevan tragó saliva.
– Ella -continuó la bona femina - se avergüenza y no se atreve a preguntar llanamente. Algo también te teme a ti, hermana, no sea que le arañes los ojos. Y como la noche es corta y sería una pena andar dando vueltas por las ramas, os pregunto sin más: ¿qué pasa con vosotros? ¿Eres para él su joioza? ¿Y es él para ti tu backelor? ¿Es libre o reclamas tu derecho para con él?
– Éste es mío -respondió Nicoletta breve y sin vacilaciones, produciendo a Reynevan una estupefacción sin límites.
– Todo claro. -La pelirroja asintió con la cabeza-. En fin, Elisilla, si no se tiene lo que se quiere… Vamos, te encontraremos otro. Adiós. ¡Que os divirtáis!
– Es ese ungüento. -Nicoletta le apretó el brazo y tenía una voz tal que le hizo temblar-. Es culpa de ese ungüento. ¿Me perdonarás?
– Porque puede ser -la muchacha no le dejó salir de su asombro- que tuvieras ganas de ella. Ja, cómo que puede, con toda seguridad la tenías, este ungüento actúa sobre ti de la misma forma que… Sé cómo actúa. Y yo te estorbé, me entrometí. No quería que ella te tuviera. Por pura envidia. Te he quitado algo sin prometerte nada a cambio. Como el perro del hortelano.
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