– ¡Gloria! -repitieron las tres brujas que estaban tras él, al tiempo que alzaban las escobas y las hoces de oro-. ¡Eia!
El fuego lanzaba chiribitas, el caldero bullía con vapor.
Esta vez, cuando bajaron por la pendiente en la garganta entre las dos cumbres, Jagna no se dejó detener, se dirigió de inmediato a grandes pasos hacia donde les llegaba la mayor algazara y alcanzaba el mayor olor a líquidos destilados. Al poco, colándose por entre todos, tragaba sidra de tal modo que su garganta gorgoteaba. La pelirroja no la contuvo, ella misma tomó con gusto la jarra que le tendió un osillo orejudo, parecido como un gemelo a Hans Mein Igel, aquél que un mes antes les había visitado a él y a Zawisza el Negro de Garbowo en el vivaque. Reynevan, aceptando un vaso, se sumió en pensamientos acerca del trancurrir del tiempo y lo que aquel tiempo había cambiado en su vida. La sidra era tan fuerte que hasta le salía por la nariz.
La pelirroja tenía entre los bebedores muchos conocidos, tanto entre humanos como no humanos. Efusivamente la saludaron las mariuñas, las dríadas, los zorros y las ninfas, intercambió apretones y besos con aldeanas fuertes y de sonrosadas mejillas. Trocó también rígidas y distinguidas referencias con mujeres que llevaban atrevidos vestidos de color de oro y ricas capas, con rostros en parte ocultos por máscaras de negro raso. Corría en abundancia la sidra, el licor de manzana y el slibowitz. Había barullo y se empujaban los unos a los otros, así que Reynevan abrazó a Nicoletta. Debiera llevar una máscara, pensó él. Catalina, hija de Johann de Biberstein, señor de Stolz, debiera ir enmascarada. Como otras damas de la nobleza.
Los bebedores, una vez habían bebido algo, se pusieron, está claro, a cotillear y comadrear.
– La vi en la cumbre, con la domina. -La pelirroja señaló con los ojos a la inválida de la coleta rubia, que andaba tranqueando por allí, con el rostro hinchado de tanto llorar-. ¿Qué le pasa?
– Lo de siempre, las cuitas de siempre -encogió sus anchos hombros una rolliza molinera que todavía portaba acá y allá restos de harina-. En vano se acercó a la domina, en vano le pidiera. Lo que ella quería, la domina lo rechaza. Manda confiar en el tiempo y el destino.
– Lo sé. Yo misma pedí algo alguna vez.
– ¿Y qué?
– El tiempo trajo lo que era menester. -La pelirroja mostró una sonrisa maligna-. Y al destino lo ayudé yo un tanto.
Las brujas estallaron en unas risas que le erizaron a Reynevan los cabellos. Era consciente de que las bonae feminae lo observaban, le enervaba el que estuviera allí tieso como un palo, delante de tantos hermosos ojos, quedando como un primitivo acomplejado. Dio un trago para cobrar valor.
– Es extraordinario los muchos… -habló, carraspeando-. Los muchos representantes de las Antiguas Tribus que hay aquí…
– ¿Extraordinario?
Se dio la vuelta. No era de extrañar que no hubiera escuchado los pasos, quien estaba junto a su brazo era un silfo, alto, de piel oscura, de cabellos blancos como la nieve y orejas puntiagudas. Los silfos se movían sin hacer ruido, no se les podía escuchar.
– ¿Extraordinario, dices? -repitió el silfo-. Ja, puede que aún llegues a ver que sea ordinario, muchacho. A lo que tu llamas Antiguo yo lo llamo Nuevo. O Renovado. Llega un tiempo de cambios, mucho ha de cambiar. Cambiará incluso aquello que muchos, algunos incluso aquí presentes, creyeron inmutable.
– Y lo siguen creyendo -dijo, al parecer tomando personalmente las provocativas palabras del silfo, un ser al que Reynevan no hubiera esperado encontrar en tal compañía: un cura con tonsura-. Y lo siguen creyendo, puesto que saben que ciertas cosas no volverán jamás. No se baña uno dos veces en el mismo río. Tuvisteis vuestro tiempo, señor silfo, tuvisteis vuestra época, era, hasta vuestro eón. Mas qué se le va a hacer, omnia tempus habent et suis spatiis transeunt universa sub cáelo, todo tiene su tiempo y su hora. Y lo que pasó, no vuelve. Pese a toda la mudanza que, dicho sea entre nosotros, muchos estamos esperando.
– Cambiará por completo -repitió testarudo el silfo- la imagen y el orden del mundo. Todo se reformará. Aconsejo que volváis vuestros ojos al sur, a Bohemia. Allá cayó ya la chispa de la que se alzarán las llamas, el fuego limpiará la naturaleza. Desaparecerán de ella las cosas malas y enfermas. Del sur, de Bohemia, va viniendo el cambio, les llegará el final a ciertas cosas y asuntos. En concreto, el libro que con tanto agrado citáis se degradará hasta ser tan sólo un compendio de refranes y proverbios.
– Yo no me esperaría demasiado de los husitas bohemios -el cura meneó la cabeza-, en algunas cosas son aún más santurrones que el Papa. No irá, me parece, en dirección adecuada para nosotros esta reforma checa.
– La esencia de la reforma -dijo con potente voz una de las nobles enmascaradas- es ciertamente el que cambia cosas en apariencia inmutadas e inmutables. Que produce fisuras en estructuras en apariencia intocables, que resquebraja monolitos en apariencia sólidos y formidables. Y si algo se puede quebrar, resquebrajar, llenar de fisuras… Entonces también se lo puede reducir a polvo. Los husitas bohemios son como un poco de agua que se congela en una roca. Y la quiebra.
– ¡Lo mismo dijeron de los cataros! -gritó alguien desde detrás.
– ¡Eso era como la piedra contra el muro…!
Comenzaron a pelearse. Reynevan se encogió un tanto, un poco asustado del barullo que había formado. Sintió una mano en el hombro. Se dio la vuelta y le recorrió un escalofrío al ver a un ser de género femenino, de considerable altura y bastante atractiva, pero de ojos brillantes como el fósforo y piel verde y que olía a membrillo.
– No tengas miedo -dijo en voz baja el ser-. Sólo soy de las Antiguas Tribus. Una ordinaria extraordinaria.
»Los cambios -dijo alzando la voz- no los detendrá nadie. El mañana será otro que el hoy. Tan lejano que la gente dejara de creer en el ayer. Y razón tenía el señor silfo al aconsejar que mirarais más a menudo al sur. A Bohemia. Porque de allá van viniendo las nuevas. De allá proviene el cambio.
– Me permito dudar un tanto de ello -afirmó ácido el cura-. De allá provienen la guerra y la muerte. Y vendrá el tempus oda, el tiempo del odio.
– Y el tiempo de la venganza -añadió con voz rabiosa la coja de la trenza dorada.
– Bien para nosotras. -Una de las brujas se restregó las manos-. ¡Falta hace algo de bureo!
– El tiempo y el destino -dijo con voz llena de significado la pelirroja-. Pongámonos en manos del tiempo y el destino.
– Ayudando -añadió la molinera- en lo que se pueda al destino.
– De una forma u otra -el silfo enderezó su seca apostura-, afirmo que esto es el principio del fin. El orden presente caerá. Caerá ese culto salido de Roma, ese culto ambicioso, con arrogancia de amo, henchido de odio. Hasta resulta asombroso que haya aguantado tanto tiempo siendo tan falto de lógica y para colmo tan poco original. ¡Padre, Hijo y Espíritu! Una tríada común y corriente, como un sinnúmero que existen.
– En lo tocante al Espíritu -dijo el cura-, cercanos estuvieron a la verdad. Sólo equivocaron el sexo.
– No lo equivocaron -negó el ser de piel oscura y olor a membrillo-. ¡Mintieron! En fin, puede que ahora, durante los cambios, comprendan por fin a quién estuvieron dibujando durante tantos años en los iconos. Puede que por fin a alguno de ellos le entré en el entendimiento a quién representan verdaderamente las madonnas de sus iglesias.
– ¡Eia! Magna Mater ! -gritaron a coro las brujas. A sus gritos se unió el estallido de una violenta música, el golpeteo de tambores, los gritos y los cánticos de las hogueras cercanas. Nicoletta-Catalina se apretó contra Reynevan.
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