Sansón tiró su hacha, atrapó a uno de los caballos por las bridas, quiso coger al otro. Buko saltó hacia él y atacó con su puñal. Sansón lo evitó, pero no lo suficientemente rápido. La hoja le cortó la manga. Y el brazo. Buko no consiguió pinchar de nuevo. Recibió un golpe en la boca y se tambaleó hasta la puerta.
Sansón Mieles se masajeó el brazo, miró su brazo ensangrentado.
– Ahora -dijo lento y en voz alta-. Ahora me he enfadado de verdad.
Se acercó a Scharley y Weyrach, que todavía estaban forcejeando con el asta de la alabarda. Y le asestó a Weyrach un golpe con tanta fuerza que el viejo raubritter dio una impresionante voltereta. Paszko Rymbaba alzó su hacha de armas para cortar, Sansón se dio la vuelta, lo miró. Paszko retrocedió dos pasos rápidamente.
Scharley atrapó al caballo, Sansón mientras tanto tomó de un soporte junto a la puerta un escudo de hierro redondo.
– ¡A ellos! -gritó Buko, tomando la espada que había dejado caer Wittram-. ¡Weyrach! ¡Kuno! ¡Paszko! ¡A ellos! ¡Oh, Cristo…!
Vio lo que estaba haciendo Sansón. Sansón tomó el escudo como si fuera un discóbolo y como un discóbolo giraba y giraba. El escudo salió disparado de su mano como de una balista, fallando por poco a Weyrach, voló con un silbido por todo el patio, se estrelló contra una ménsula de la pared, destrozándola por completo. Weyrach tragó saliva, Sansón sacó del soporte otro escudo.
– Cristo… -jadeó Buko, viendo que el gigante comenzaba a girar otra vez-. ¡Cubrios!
– ¡Por las tetas de Santa Ágata! -gritó Kuno Wittram-. ¡Sálvese el que pueda!
Los caballeros de rapiña salieron huyendo, cada uno en una dirección diferente, no se podía prever a quién le iba a lanzar Sansón. Rymbaba desapareció en el establo, Weyrach se sumergió detrás del montón de leña, Kuno Wittram se arrastró de nuevo bajo el carro, Tassilo du Tresckow, quien acababa de recuperar precisamente el conocimiento, se volvió a aplastar contra el suelo. Buko von Krossig arrancó a la carrera un largo escudo pasado de moda que tenía un maniquí de entrenamiento, se cubrió la espalda en la huida.
Sansón terminó su giro en un pie, en una pose clásica, digna del cincel de un Mirón o de un Fidias. El escudo voló silbando hasta llegar a su objetivo, golpeando con un potente estampido contra el escudo que Krossig llevaba a la espalda. El ímpetu lanzó al caballero de rapiña a una distancia de lo menos cinco brazas, y hubiera seguido adelante de no ser por la muralla. Durante un instante pareció que había untado a Buko sobre la pared, pero no, al cabo de unos segundos se resbaló por ella hasta el suelo.
Sansón Mieles miró a su alrededor. No había a quién lanzar.
– ¡A mí! -gritó Scharley desde la puerta, ya a caballo-. ¡A mí, Sansón! ¡Al caballo!
El caballo, aunque fuerte, se hundió un tanto bajo el peso. Sansón lo tranquilizó.
Se lanzaron al galope.
En el que como en las obras de Béroul y Chrétien de Troyes, como en las de Wolfram von Eschenbach y Hartmann von Aue, como en las de Gottfried de Estrasburgo, Guillermo de Cabestaingt y Bertrán de Born, se habla del amor y de la muerte. El amor es hermoso. La muerte no.
En esencia podía ser verdad lo que uno de los mentores praguenses de Reynevan había intentado demostrar en lo relativo a los vuelos hechiceriles, a saber, que están sometidos al control mental del hechicero o hechicera que se ha untado la crema voladora. Los objetos sobre los que se vuela, la escoba, el atizador, la pala o cualquier otra cosa, son sólo objetos muertos, materia inanimada sometida a la voluntad del mago y completamente dependiente de su voluntad.
Algo de ello debía de ser verdad, puesto que la banqueta que llevaba a Reynevan y a Nicoletta, elevándose hacia el cielo nocturno a la altura de los tejados de las torres del castillo de Bodak, dio vueltas a su alrededor hasta que Reynevan vio cómo abandonaban el castillo dos jinetes, de los cuales uno trazaba una enorme e inconfundible silueta. La banqueta se balanceó levemente siguiéndolos, como si quisiera tranquilizarlo mostrando que ninguno de los que cabalgaban a toda velocidad en dirección a Klodzko se encontraba herido de gravedad y que no los perseguía nadie. Y como si verdaderamente percibiera su alivio trazó alrededor de Bodak todavía un círculo, después del cual se elevó j a las alturas, hacia el espacio, por encima de las nubes bañadas por el resplandor de la luna.
Sin embargo, como resultó, también Huon von Sagar tenía razón cuando afirmó que toda teoría es gris, puesto que las conclusiones del doctor praguense acerca del control mental sólo eran verdad en una medida limitada. Y muy limitada. Cerciorado Reynevan de que Scharley, y Sansón estaban sanos y salvos, la vuelabanqueta dejó de depender de su voluntad por completo. No era voluntad de Reynevan en absoluto el volar tan alto que la luna pareciera estar al alcance de la mano y donde hacía tanto frío que sus dientes y los de Nicoletta repicaban como castañetas españolas. Lejos de la voluntad de Reynevan estaba también el volar en círculos como un gavilán al acecho. Su voluntad era volar siguiendo a Sansón y a Scharley, pero precisamente aquella voluntad le importaba un pimiento a la vuelabanqueta.
Tampoco tenía Reynevan gana alguna de estudiar la geografía de Silesia a vuelo de pájaro, de modo que no se sabe por qué milagro y por influencia de qué control mental el mueble descendió y voló en dirección noreste sobre la cordillera de Reichenstein. Dejando a la derecha los montes de Jawornik y Borowkowa, la banqueta planeó sobre un castillo que estaba rodeado de una doble muralla erizada de torres, un castillo que sólo podía ser Paczków. Luego los condujo sobre el valle de un río que no podía ser otro que el Nysa. Al poco les pasaron por debajo los tejados de las torres del obispado de Otmuchów. Aquí, sin embargo, la banqueta cambió de dirección, trazó un amplio arco, volvió al Nysa y esta vez voló río arriba, siguiendo la retorcida cinta plateada por la luz de la luna. El corazón de Reynevan latió por un momento a un ritmo acelerado, pues parecía como si la banqueta quisiera regresar a Bodak. Pero no, se volvió de pronto y voló hacia el norte, planeando sobre la llanura. Al poco pasó por debajo de ellos el complejo del monasterio de Kamieniec, y Reynevan volvió a inquietarse de nuevo. Al fin y al cabo, Nicoletta también se había untado la mezcla volandera y también podía influir en la vuelabanqueta con su fuerza de voluntad. Podía volar -esto es lo que parecía señalar la dirección- directamente en dirección a Stolz, la sede de los Biberstein. Reynevan dudaba de que lo recibieran bien allí.
La banqueta, sin embargo, se dirigía algo hacia el oeste, volaba sobre alguna ciudad. Reynevan, no obstante, había perdido poco a poco la orientación, había dejado de reconocer el paisaje que se deslizaba ante sus ojos llorosos a causa del viento.
La altura a la que volaban no era ya excesiva, de modo que los pilotos no temblaban ya ni les castañeteaban los dientes. La banqueta volaba con fluidez y estabilidad, sin acrobacias, las uñas de Nicoletta dejaron de clavarse en las manos de Reynevan, la muchacha, percibió él claramente, se relajó un tanto. Él mismo, para qué decir más, también respiraba con más libertad, no lo ahogaba ni la presión del viento ni la adrenalina.
Volaron bajo nubes iluminadas por la luna. Abajo se extendía un ajedrez de bosques y campos.
– Alcasín… -habló ella por encima del viento-. Sabes… adonde…
La apretó más a su pecho, sabiendo que era preciso, que ella lo esperaba.
– No, Nicoletta. No lo sé.
No lo sabía. Pero lo sospechaba. Y tenía razón. Ni siquiera se sorprendió demasiado cuando un sordo chillido de la muchacha le anunció que tenían compañía.
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